Ideales formativos desde antiguo hasta hoy
”El problema, como sabemos desde antiguo, es que el origen familiar —más que los ideales formativos— condiciona la composición de oro, plata, hierro y bronce del destino social de las personas. Solo compensando las desigualdades del punto de partida es posible cambiar el punto de llegada”.
A lo largo de la historia, desde que la educación se organizó institucionalmente, las sociedades buscan imprimir un sello a la formación de sus miembros. Primero, a aquellos pertenecientes al grupo dirigente (inicialmente solo hombres), luego también a diversos círculos especializados (en funciones de poder y saber) y, con el arribo de la modernidad, a todos, idealmente con independencia de su clase, etnia o género.
Si seguimos a Werner Jaeger, en la Grecia de Sócrates y Platón, el ideal formativo superior era la areté; la virtud en sus expresiones más altas. El hombre “tal como debe ser” se volvió así el gran tema de esa época. Simónides, situado al comienzo de esta tradición, enfatiza la educación como la adquisición de una forma: la areté, escribe, consiste en tener “estructurados rectamente y sin falta las manos, los pies y el espíritu”. Nace así la paideía. Después vendrán distintas versiones de la areté según el origen social de los niños. Platón expresa esta idea con una fábula. El dios que nos ha formado, dice a un grupo de jóvenes, “ha hecho entrar el oro en la composición de aquellos que están destinados a gobernar a los demás, y así son los más preciosos. Mezcló plata en la formación de los guerreros, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos”. Hasta hoy, la sociología muestra que el origen predetermina el destino y que es necesario seguir buscando nuevas aleaciones de metales.
Igualmente, los ideales formativos evolucionan con la historia, las clases sociales, las naciones, sus gobiernos y las ideas que producen filósofos y poetas, especialistas en educación, la academia y las élites políticas y culturales.
Una constelación de esos actores, reunida a fines del siglo 18 en Prusia y otras ciudades germanas, generó lo más cercano a una paideía para la modernidad. Una visión educacional que hunde sus raíces en la antigüedad clásica y proclama la razón ilustrada como una virtud, junto a la introspección y el autocultivo personal de la excelencia. En esto consiste la bildung, término alemán de difícil traducción.
Guillermo von Humboldt, paladín de aquel movimiento, escribe en 1793: “El máximo objetivo de nuestra existencia es la mayor realización posible del concepto de humanidad en nuestra persona”. Pone en relación el neohumanismo moderno con los ideales de la Grecia clásica, conjuga el ideal de la educación con un compromiso de autocultivo y transformación personal, y refleja el ascenso de una burguesía cultural a la esfera del poder.
También Chile ha discutido durante el último medio siglo, a veces apasionadamente, sobre los ideales formativos de su sistema educacional. Por ejemplo, la Unidad Popular (1970-1973) apuntó a la formación de un “hombre nuevo” para una sociedad socialista. En efecto, la democratización educacional buscada se vinculaba, entre otras, “con las tareas formativas del nuevo tipo de hombre integrado al modelo socialista de nuestra patria”. Según expresaba el mensaje presidencial de 1972: “El carácter auténticamente humanista y revolucionario de la comunidad socialista que queremos edificar […] no puede detenerse en meros logros económico y sociales sin avanzar a la modelación de un hombre nuevo que supere las deformaciones impuestas por la sociedad de clases”. Este ideal formativo apenas alcanzó a enunciarse.
En efecto, el golpe militar trajo consigo un cambio copernicano de los ideales formativos sobre los cuales venían definiéndose las políticas educacionales de la década anterior; en particular, la reforma de 1965 y el período de la Unidad Popular. Si bien es cierto que la dictadura actuó ante todo en el terreno fáctico-administrativo (control, represión, prohibiciones), sin embargo, su acción fue progresivamente orientándose hacia lo doctrinario.
Allí se expresó en marzo de 1979 a través de una directiva presidencial y documentos anexos. Uno de estos resumía así el ideal formativo del gobierno: “Sin una buena educación, no hay buenos trabajadores, ni, por consiguiente, una economía sana. Tampoco hay buenos ciudadanos, en consecuencia, una vida política y cívica adecuada. Finalmente, tampoco hay buenos chilenos ni, por ende, una nacionalidad y un país sano”.
Esta retórica, en apariencia utilitaria respecto del valor de la educación, contenía, sin embargo, un fondo ideal: la educación debía formar “buenas” personas para el mercado laboral, para una democracia protegida y para integrarse en la seguridad nacional. No solo se situaba en las antípodas del “hombre nuevo”, sino, más al fondo, también del trabajador consciente de su dignidad productiva, miembro de una ciudadanía crítica y partícipe de un proyecto de emancipación nacional.
¿Ha surgido durante los últimos 30 años de redemocratización y modernización de la sociedad chilena un ideal formativo que se vea reflejado en la política educacional?
Sin duda. Según se halla formulado en la LGE (20.370), el fin de la educación es alcanzar el desarrollo espiritual, ético, moral, afectivo, intelectual, artístico y físico, mediante la transmisión y el cultivo de valores, conocimientos y destrezas, capacitando a las personas para conducir su vida en forma plena, convivir y participar en forma responsable, tolerante, solidaria, democrática y activa en la comunidad, y contribuir al desarrollo del país.
Esta definición se sitúa, retóricamente al menos, en la tradición de los ideales formativos de la paideía y la bildung, remozados por el lenguaje de los derechos humanos, de la pedagogía contemporánea, de las ciencias del aprendizaje y del enfoque PISA-OCDE.
Lo anterior se confirma al observar los objetivos de la enseñanza media: conducir la propia vida en forma autónoma, plena, libre y responsable; desarrollar planes de vida y proyectos personales; responder a las preguntas sobre el sentido de la existencia, la naturaleza de la realidad y del conocimiento humano; analizar procesos y fenómenos complejos; usar tecnología de la información de manera reflexiva y eficaz; conocer la problemática ambiental global y entender los principales hitos y procesos de la historia de la humanidad. Es un noble ideal.
El problema, como sabemos desde antiguo, es que el origen familiar —más que los ideales formativos— condiciona la composición de oro, plata, hierro y bronce del destino social de las personas. Solo compensando las desigualdades del punto de partida es posible cambiar el punto de llegada.
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