Cincuenta años: violencia y profetas desarmados
Las izquierdas crearon el fantasma de una revolución que terminaría con el orden social existente. Y fueron aplastadas por la reacción que esa amenaza (irrealizable) alimentó. Es una figura conocida de la historia: una restauración autoritaria tras una revuelta que promete poner de cabeza la sociedad o refundarla a través de una revolución.
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Un rasgo del pensamiento de las izquierdas es su dificultad para entender las manifestaciones radicales o extremas de la derecha y, en particular, la reacción de ésta frente a cambios abruptos y a propuestas revolucionarias. Históricamente, el término más usual de las izquierdas para tipificar y condenar esa reacción de derechas ha sido «fascismo».
Aquí me interesa a mí, ante todo, el fascismo en su significado original: proceso de reacción restauradora de un orden amenazado por la revolución bolchevique, socialista o comunista. Al comienzo de los años 1920, Radek, revolucionario polaco, propone entenderlo según una sucinta fórmula, “contra-revolución preventiva”. En los mismos años, Clara Zetkin, revolucionaria alemana, caracteriza al fascismo como un fenómeno típico del capitalismo en crisis, cuyas clases dominantes recurren a la violencia ante el fracaso del Estado burgués tradicional para defender sus intereses frente al avance del proletariado revolucionario. Una década después, el término fascista se ha burocratizado. En su clásica definición ante el VII Congreso de la Internacional Comunista, en agosto de 1935, G. Dimitrov, búlgaro, su Secretario General, lo define no como una reacción sino como un régimen: “La dictadura terrorista descarada de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero”, lenguaje que hoy aparece como extremadamente acartonado, casi una caricatura.
También las izquierdas chilenas han vivido, a su manera, momentos de la historia en que debieron ocuparse de aquella reacción fascista. El más importante, sin duda, ocurre al momento del golpe militar de 1973, exactamente hace 50 años. Es su naturaleza y carácter que a continuación abordamos. ¿Con qué objeto? Para conocer si -tratándose de una reacción de derechas- hay algo en la situación y acción que la precede (esto es, en el gobierno de la UP) que contribuya a explicar su carácter y virulencia. Y si acaso se trató, efectivamente, de una reacción fascista, según el entendimiento tradicional de las izquierdas.
Esta última pregunta hace pleno sentido hoy, justamente cuando el uso de este término ha vuelto a extenderse en el vocabulario de las izquierdas para referirse al clima conservador y a la marea securitaria que nos envuelve desde el 4-S pasado. En efecto, este fenómeno emergente podría leerse como una reacción frente a la amenaza que representó la revuelta del 18-O de 2019 y sus ecos a lo largo de proceso de la Convención Constitucional. Mas esto quedará para una futura entrega.
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Recordamos este año 2023 un hecho histórico -el golpe militar del 11-S de 1973- que hoy, como ayer, sigue calificándose con el término de fascista, en la tradición de la Internacional Comunista.
Pero, ¿reacción contra qué y cómo? Ciertamente, una pregunta incómoda, sobre todo a la luz de la barbarie que significó el golpe militar y la instauración de la dictadura. En efecto, el carácter de aquella reacción contra la UP y el gobierno del Presidente Allende tiene los elementos propios de las definiciones de fascismo que acabamos de ver. En efecto, fue una respuesta violenta que desbordó al Estado tradicional, quebrándolo en su base constitucional y legitimidad legal, en defensa de una clase social que se sentía amenazada y en riesgo de desaparecer arrollada por la revolución popular. Por este concepto, fue propiamente una contra-revolución preventiva.
En su conmovedor discurso radial antes de suicidarse, el propio Presidente Allende usó este término, apuntando a la naturaleza terrorista del golpe militar a pocas horas de haberse puesto en marcha:
“Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo los oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder”.
Desde temprano también, la lectura del golpe como reacción fascista y la interpretación del régimen instaurado a partir del 11 de septiembre como «dictadura fascista» fue la manera como los círculos dirigenciales e intelectuales de izquierda -chilena y extranjera, dentro y fuera del país- situaron e interpretaron los hechos apelando a un código ideológico tradicional.
Por ejemplo, Jaime Gazmuri, entonces secretario general del MAPU Obrero y Campesino, dijo en noviembre de 1974: «sin el terror fascista era imposible la restauración gran-burguesa e imperialista en Chile». Por su lado, Carlos Altamirano, secretario general del PS, el mismo año 1974, asumía la misma descripción, indicando que el fascismo era un «fenómeno universal», esencialmente contrarrevolucionario, aplicable a diversos contextos históricos. Y agregaba: «En el caso concreto de Chile, es una respuesta al poderío que exhibe el movimiento popular, al carácter revolucionario del proceso y a la profundidad de las medidas transformadoras».
Por su lado, una declaración del MIR del 14 de febrero de 1974 abría así: «Hace ya cinco meses, el pueblo de Chile vive bajo una despiadada dictadura fascista». Y, más adelante, señala que la gran burguesía y el imperialismo, habiendo sido «fuertemente golpeados por el avance del pueblo, [su] respuesta de clase ha sido el golpe fascista del 11 de Septiembre pasado. La dictadura militar es su último recurso».
Mucho después, en 2003, el ex secretario general del PC, Luis Corvalan, escribió: «La reacción criolla se lanzó por el camino del golpe de estado, que se concretaría […] el día 11 de septiembre, impactando al mundo por su brutalidad y dando inicio a una dictadura terrorista, de tipo fascista que como ya he dicho, dejó miles de muertos y desaparecidos, miles de torturados y más de un millón de chilenos arrojados al exilio».
En realidad, todos los partidos de la UP, y otros más a la izquierda (ultra), concurrieron con esta definición, para luego empezar a matizarla, modificarla o abandonarla años más tarde, en parte por la irrupción de una terminología más apropiada que venía del mundo académico de las ciencias sociales: Estados autoritarios, burocrático-autoritarios, regímenes militares tecnocráticos, Estados de seguridad nacional, etc. Por ejemplo, Tomás Moulian, en su libro Chile Actual, Anatomía de un Mito (1997), hace una crítica -desde el ángulo de la economía política- al empleo de la categoría «fascismo» en el caso chileno. Sostiene que «la aspiración al libre comercio universal en un mercado-mundo representa la antítesis de la teoría fascista del desarrollo, con sus políticas intervencionistas. El fascismo histórico confiaba poco en el mercado, confiaba mucho más en el poder de la fuerza, materializada por el aparato estatal (…) La dictadura revolucionaria chilena dio vueltas de carnero al capitalismo Estado-dependiente para abrir la economía al exterior y para permitir la libre circulación de las mercancías y de los capitales».
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También yo, en un escrito de 1980, El modo de dominación autoritaria, argumentaba que, si bien «el autoritarismo emerge en Chile como una forma particular, específica, de reacción capitalista», era necesario sin embargo, y ante todo, comprender su particularidad. Y señalaba a continuación que aquí el autoritarismo había surgido, primero que nada, en condiciones de un profundo dislocamiento del Estado democrático-representativo. El proyecto y la acción de la Unidad Popular, sugería, debilitaron las bases de estabilidad del «Estado de compromiso» preexistente, sin levantar una alternativa estatal eficaz. En estas circunstancias, la activación política de masas se expresó en medio de la sociedad como un fermento relativamente caótico. «Amenazó simultáneamente todas las instituciones, tradiciones, valores, posiciones y propiedades que se identificaban con el funcionamiento ‘normal’ de aquella. A partir de ese momento”, decía, «se vive una verdadera crisis de orden, que es también una crisis de integración social y estatal. Los patrones de normalidad estallan bajo la presión de una espiral de conflictos sociales, ideológicos y políticos, al punto que la sociedad no puede reconocerse a sí misma sino a través de sus enfrentamientos». Este era mi primer punto, sobre el que volveré en un momento.
El segundo argumento, era que la reacción autoritaria se había producido, además, «en un cuadro de profundo desquiciamiento de la economía». El intento por impulsar una transformación estatal socialista de la economía, decía yo, en medio de una espiral de conflictos sociales y políticos, llevó a que esta se expresase también en el terreno de la economía: la intervención del Estado se masificó y volvió errática, provocó fuga de capitales, caída de la inversión productiva, aumento de la especulación, dislocamiento de los circuitos de circulación, crecimiento desorbitado de la inflación, disminución del crédito externo, etc.
Tercero, finalmente, planteaba mi texto, el autoritarismo constituye una reacción específica, particular, frente a la pugna cultural, moral e ideológica que desata la activación política de las masas, en condiciones de dislocamiento del Estado y la economía. «Dicha pugna amenazaba, en efecto, trastocar las pautas tradicionales de ordenación de la vida social. Especialmente el ámbito público de la sociedad se vio invadido por el conflicto. La política, trizados los marcos reguladores de la representación, desbordó por todos lados y puso en tensión el sistema clasificatorio dominante, que separa con relativa nitidez lo sagrado y profano, lo culto y lo vulgar, la ciencia y la ideología, lo público y privado, lo gremial y político, etc. (Brunner, 1981, 155-174). Habíamos ingresado pues en territorio desconocido; los «perros de la guerra» (de clase) andaban sueltos por el imaginario de la sociedad.
A partir de lo dicho en ese artículo escrito hace cuatro décadas, busco explicar -¡y, por cierto, no justificar, ni subestimar!- el terror que significó aquella violenta reacción (golpe militar + dictadura) desencadenada por una clase dominante que se sentía amenazada en su propia existencia por la UP y el gobierno de Allende.
Mi argumento, a cuarenta años de distancia, es que dicha reacción, compartida por lo demás por un conjunto de otros estamentos, segmentos y grupos sociales no-burgueses de la sociedad, era perfectamente predecible, esperable y, seguramente, evitable.
En efecto, las izquierdas, de las cuales yo formaba y me siento parte, nos habíamos embarcado en un proyecto de revolución socialista, en el estricto sentido que entonces poseía ese término. O sea, de superación del capitalismo a partir de una transferencia masiva del poder, la propiedad y la influencia, pero por medio de la vía institucional y democrática y con un apoyo minoritario (digamos, un tercio de los votantes). Esto significaba proponerse una meta revolucionaria radical a ser alcanzada por medios pacíficos. Es decir, dentro del marco del Estado de derecho, con pleno respeto a las garantías constitucionales, a la vista de los poderes fácticos, montados sobre una economía debilitada, en el patio trasero del «imperio yanki» y con plena conciencia (se supone) de los límites socio-culturales y los valores tradicionales dominantes en la población.
Mirado de frente, entonces o ahora con la perspectiva del tiempo, tal proyecto era completamente utópico y absolutamente irrealizable. Ponía al propio gobierno de la UP, desde el primer día, en una posición insostenible. Sin mayoría -ni en el Congreso, ni en las calles, ni entre las élites, ni en los medios de comunicación- tampoco contaba con una estrategia revolucionaria ni con los medios humanos, militares, financieros, de organización y liderazgos para poder desafiar seriamente al bloque de poder establecido.
Más encima, la UP, coalición de gobierno con tan exaltado proyecto revolucionario, se hallaba partida en dos desde el comienzo, entre un polo moderado, más bien reformista y dispuesto a negociar, y un polo rupturista cada vez más vocal y amenazante. Adicionalmente, y por fuera de la UP, se situaba una izquierda que promovía abiertamente un enfrentamiento armado con la burguesía y el ordenamiento estatal, posición mirada con inocultable beneplácito también por círculos radicalizados dentro de la UP.
Tan improvisado cuadro revolucionario trae a la memoria las palabras sobre los «profetas desarmados» de Maquiavelo, quien razona así:
«Hay que considerar que no existe nada de trato más difícil, de éxito más dudoso y de manejo más arriesgado que la introducción desde el poder de nuevos ordenamientos, porque el que introduce innovaciones tiene como enemigos a todos los que se beneficiaban del ordenamiento antiguo, y como tímidos defensores a todos los que se beneficiarían del nuevo. Dicha timidez nace, en parte, del miedo a los adversarios, que tienen las leyes a su favor, y en parte de la incredulidad de los hombres, que no creen realmente en las cosas nuevas hasta que no están firmemente respaldadas por la experiencia. De ello nace que cada vez que los que se oponen a las reformas tienen ocasión de rebelarse, lo hacen con violencia facciosa, mientras que los otros las defienden sin convicción, de forma que el mismo príncipe corre peligro junto con ellos. Por tanto, para profundizar bien en este asunto, hay que examinar si los innovadores [nosotros decimos: los revolucionarios] se valen por sí mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar a cabo su obra tienen que rogar o pueden imponerse con la fuerza. En el primer caso siempre acaban mal y no consiguen llevar nada a término, pero si dependen de sí mismos y pueden imponerse con la fuerza, entonces rara vez se encuentran en peligro. A esto se ha debido que todos los profetas armados hayan vencido, y todos los desarmados hayan fracasado».
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De hecho, producido el golpe, para el PC inicialmente el principal responsable de la derrota sería la ultra izquierda. Decía Luis Corvalán: «En el primer período que siguió al golpe de estado la culpa de la derrota se cargaba a cuenta de la ultraizquierda. Esta estuvo representada principalmente por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria […] Además del MIR, gran parte del Partido Socialista, el MAPU que dirigía Oscar Garretón y un sector de la Izquierda Cristiana, asumieron posiciones izquierdizantes o de ultraizquierda. Estas colectividades se esforzaron en crear un poder popular, paralelo y alternativo al poder real -aunque limitado-que encabezaba Salvador Allende».
Por su lado, en una entrevista realizada el 8 de octubre de 1973, el secretario general del MIR, respondiendo a la pregunta: ¿por qué cayó el gobierno de Chile?, señala: «El proyecto reformista que ensayó la UP se encarceló en el orden burgués, no golpeó al conjunto de las clases dominantes, con la esperanza de lograr una alianza con un sector burgués (…) La ilusión reformista la pagaron y pagan hoy cruelmente los trabajadores, sus líderes y partidos (…) confirmando dramáticamente hoy, la frase del revolucionario francés del siglo XVIII Saint Just: ‘Quien hace revoluciones a medias no hace sino cavar su propia tumba’”. Poco tiempo antes, aún en pleno gobierno de la UP, a través de dirigentes entrevistados en 1972, el MIR afirmaba: «El programa de la UP es un programa reformista, un programa de transición, no es un programa que tienda llegar al socialismo ni mucho menos, el programa de la UP es un programa antimonopolista, un programa antiimperialista y hasta ahí no más (sic), este programa también lo hubiera podido presentar el reformismo de derecha. Nosotros pensamos que la UP, como bloque, es fundamentalmente reformista. Reconocemos en el seno de la UP a sectores revolucionarios pero que no son hegemónicos, por ejemplo la Izquierda Cristiana, sectores del PS y sectores del MAPU».
Esta verdadera guerrilla verbal entre profetas desarmados acompañó al gobierno de Allende hasta el final, cuando fue acallada por las balas de verdad. Fue como la música de fondo de una propuesta revolucionaria inviable y de una desordenada acción gubernamental. Contribuía al enervamiento de la sociedad, a la parálisis de la economía, al barullo de la política y a la sensación de una radical ofensiva cultural, como sucedió con la propuesta de crear un «hombre nuevo», relato inofensivo pero impregnado de fervor revolucionario latinoamericano. Hacer creer que se estaba en condiciones de imponer una revolución, cuando ni siquiera se lograba administrar un par de decentes reformas, fue quizá la peor, ¡y fatal!, ilusión que sembraron las izquierdas y que las derechas usaron para ‘justificar’ su mortal reacción.
Aquella música, alimentada por un discurso oficial que oscilaba entra la profecía armada y el profeta desarmado, incluso en la figura trágica del Presidente Allende, terminó acumulando y detonando una violenta, terrible reacción; una ‘contrarrevolución preventiva’, más violenta y terrible, cómo no, que la revolución proclamada, soñada, imaginada, y ciegamente empujada por los profetas desarmados.
Tal reacción -fascista, autoritaria, securitaria, o como se la prefiera nombrar- estuvo acompañada por su propia tragedia; respondió con desproporcionada violencia a un proyecto que no podía imponerse pues no se valía por sí mismo y por ende, como dice Maquiavelo, estaba condenado al fracaso. La reacción autoritaria quedó así marcada a fuego -también ella- por la tragedia que desencadenó y los escombros de los derechos humanos que dejó tras de sí como su huella. Al igual que al «ángel de la historia» de Walter Benjamin «bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado». Pero la misma tempestad que provocó le enreda las alas y «es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas».
Las izquierdas crearon el fantasma de una revolución que terminaría con el orden social existente. Y fueron aplastadas por la reacción que esa amenaza (irrealizable) alimentó. Es una figura conocida de la historia: una restauración autoritaria tras una revuelta que promete poner de cabeza la sociedad o refundarla a través de una revolución.
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