Evgueni Vodolazkin: «La civilización de la Era Moderna ha llegado a su fin»
El clásico contemporáneo en el género de la novela histórica ‘Laurus’ acaba de aparecer publicado en España. Daniel Capó conversa con su autor
Poco conocido aún entre nosotros, Evgueni Vodolazkin (Kiev, 1964) es uno de los grandes escritores rusos de nuestro tiempo y su libro Laurus -que acaba de aparecer publicado en España en la editorial Armaenia- un clásico contemporáneo en el género de la novela histórica. Así lo ha saludado la crítica internacional -con grandes artículos y reseñas- y así se ha considerado también en Rusia, donde ha obtenido los galardones literarios más importantes del país. Ambientada en el siglo XV, Laurus cuenta la historia de un joven médico que movido por la culpa y el amor recorre una Europa infestada por la peste y el miedo al apocalipsis. Como en un juego de espejos, Vodolazkin se propone interpretar nuestra época a la luz de la Edad Media, tanto como leer la Edad Media desde la perpleja mirada de hoy. De fondo, aparecen todos los grandes temas de la literatura y de la experiencia humana: el tiempo y el espacio, el amor y el sacrificio, la lealtad y la traición, el pecado y la redención. Este diálogo se ha realizado por correo electrónico y con la ayuda del traductor del libro, Rafael Guzmán Tirado, que ha traducido las respuestas de Vodolazkin en ruso para THE OBJECTIVE.
Me gustaría empezar agradeciéndole esta conversación. Usted es uno de los grandes escritores rusos y su novela Laurus (Ed. Armaenia, 2022), un clásico contemporáneo. Al leerla estos días, pensaba en unas palabras del director de orquesta Sergiu Celibidache refiriéndose a las sinfonías de Anton Bruckner. Decía el maestro rumano que «para una persona normal el tiempo es lo que llega después del inicio. Para Bruckner, en cambio, el tiempo es lo que surge después del final. Todos sus apoteósicos finales, la esperanza de otro mundo, la esperanza de ser salvados, de ser incluso bautizados de nuevo en la luz, no existe en ningún otro lugar de este modo». Pensaba en Celibidache y en Bruckner -dos de mis pasiones-, porque en Laurus, una novela que está ambientada en el siglo XV, la concepción del tiempo juega un papel fundamental. Por un lado, usted dice que «el tiempo es una maldición» porque se encuentra ligado al mundo material y a la expulsión del Edén y, por otro lado, este tiempo humano, que es el de la novela y el de nuestras vidas, apunta hacia un final que da inicio a algo más: esa, llamémosle así, «esperanza de ser bautizados de nuevo en otra luz». Me gustaría que nos hablara del tiempo y de su movimiento, tanto en la novela como en lo que concierne a la condición humana.
Gracias por su amable actitud hacia mis textos. En última instancia, la profundidad del libro depende de la profundidad de su lectura. En cuanto al tiempo, la mayor parte de mi vida ha sido un misterio para mí. Y aún sigo sin haberlo resuelto por completo. Lo que he comprendido de él se lo debo a mis investigaciones sobre la Edad Media. El tiempo es uno de esos fenómenos que diferencian fundamentalmente nuestra época moderna de la Edad Media. No se trata de distinguir una época de otra, sino de distinguir la conciencia religiosa de la no religiosa. El tiempo para la mayoría de las personas actuales es un eje horizontal. Los eventos, desde este punto de vista, no pueden existir de otra manera que en una secuencia cronológica estricta. No coexisten entre sí, sino que se suceden. Es por eso que un estilo sustituye a otro, y no solo lo sustituye, sino que también lo anula. De esto se deduce que el último evento histórico (hasta el momento) tiene ventajas sobre el penúltimo. De ahí que el culto al futuro fuera impensable en la Edad Media, y su producto es la utopía. Colocada en la base de la política estatal, como sucedió en la Unión Soviética, la utopía negó todos los tiempos excepto el futuro y se cobró millones de vidas.
En la Edad Media, además del eje temporal horizontal, existía un eje vertical. Desde cualquier lugar de su vida, el hombre tenía acceso a la eternidad. Por lo tanto, las personas y los fenómenos no estaban encadenados a su tiempo, no estaban encerrados en él. Por lo tanto, todas las palabras tenían el mismo valor, independientemente del momento de su aparición. En los libros medievales, textos creados con una diferencia de mil años podrían coexistir bajo una sola portada.
La vida del protagonista de Laurus, como cualquier persona medieval, se desarrolla en la intersección de los ejes horizontal y vertical. Pero así es como transcurre en los cristianos contemporáneos. También tienen la oportunidad de sentir la eternidad todos los días, conversando con Dios. Y su muerte es su nacimiento para la eternidad.
El tiempo es el reino de la memoria y Laurus es una novela de la memoria, que nos invita a recordar continuamente. Recordar, en español, significa «volver a formar en el corazón», que es como decir que el pasado vuelva a ser carne, presente, vida y, por tanto, de algún modo, también futuro. La memoria destruye nuestra soledad, porque nos recuerda hijos, y, por tanto, deudores. Laurus nace también de una deuda que no se puede pagar, la de un joven médico que no logra salvar a su mujer y a su hijo en el parto. Y que al perder lo que más ama en el mundo, decide ligar su vida al recuerdo de aquel amor que perdió y dar testimonio de ello en el mundo. La memoria, en este sentido, se sitúa también fuera del tiempo. Es como si apelara a la eternidad. ¿Qué es la memoria, para Evgueni Vodolazkin, y qué papel juega en su obra?
Hay una canción rusa en la que se dice que «la vida es un instante entre el pasado y el futuro». Así sería, si no hubiera memoria, personal e histórica. La memoria es una experiencia sin la cual una persona es imposible. Después de todo, la Biblia es en muchos sentidos un libro sobre la historia, que es una forma de memoria.
El tema de la memoria para mí es uno de los más importantes. No es sólo la novela Laurus, sino también la novela El aviador, en la que una persona con amnesia intenta recuperar su vida gracias a la memoria. Al mismo tiempo, recuerda no solo los eventos, sino también los estados emocionales, los sentimientos, los colores, los olores, todo lo que, sin lo cual, su mundo no será pleno. Y ahora estoy terminando una novela dedicada a la memoria. Se trata de una persona que tiene una capacidad fenomenal para recordar (este protagonista tiene un prototipo concreto). Su tragedia, a diferencia del protagonista de El aviador, es que no puede olvidar nada. Mientras tanto, junto con el gran Don de recordar todo, al hombre se le da también el gran Don de olvidar. La memoria y el olvido son una pareja tan inseparable como la palabra y el silencio.
¿Todas las memorias resultan igual de valiosas? ¿Hay una memoria que redime y otra que condena? ¿Hay una memoria que llama a la eternidad y otra que conduce al infierno? ¿Y qué relación mantiene con la historia como depósito de lo que sucedió verdaderamente?
El exceso de memoria, especialmente la memoria emocional, es capaz de hacer explotar el cerebro. Muchas cosas se olvidan porque resultan no ser importantes. Esto se expresa perfectamente en el poema de Joseph Brodsky Odiseo le dice a Telémaco: «… la guerra ha terminado. Quién ha ganado – no lo recuerdo».
Usted tiene razón: hay un recuerdo que se sumerge en el Paraíso perdido. Es, por ejemplo, el recuerdo de la infancia. Pero hay una memoria que se sumerge en el infierno. Es el recuerdo de la propia culpa. Ambos tienen su propio significado, como lo tienen la recompensa y el castigo.
Si hablamos de una forma de memoria como la historia, entonces la cuestión de la realidad de los eventos descritos es realmente importante aquí. Los eventos, como, por ejemplo, una obra literaria, permanecen en la memoria de personas concretas, con sus simpatías y gustos, y finalmente con lo que se puede llamar el estilo de la época. Debemos ser conscientes del hecho de que, al leer escritos históricos, no estamos tratando tanto con eventos como con ideas sobre ellos. Y eso es inevitable. La memoria histórica puede ser selectiva y no está determinada por los contemporáneos de los eventos, sino por aquellos que trabajan con estas descripciones posteriormente. Este fenómeno es muy común ahora. La historia es vista como un espejo en el que nuestros contemporáneos se ven a sí mismos. Con cualquier cambio social, la historia comienza a reescribirse de acuerdo con la conveniencia política. Todos nos convertimos gradualmente en personas con un pasado impredecible.
Del tiempo nos desplazamos al espacio. Rowan Williams ha señalado que lo que hace el protagonista del libro, Arsenio, más tarde llamado Laurus, tras la muerte de su mujer y de su hijo es retroceder y dejar espacio en su alma a Ustina, su mujer, para que ella viva y perdure a través suyo. Williams, que es un gran experto en literatura patrística, quizás estuviera pensando en aquella pertubadora cita de Agustín de Hipona, «Yo me rechacé para elegirte a ti». Arsenio entrega el espacio de su alma por amor, para que el amor no muera y el nombre de Ustina brille eternamente. ¿Qué relación hay entre el tiempo y el espacio? Y una vez que Arsenio se ha rechazado a sí mismo en nombre del amor, ¿ese amor es temporal o perdura en la eternidad?
El tema de la conexión del tiempo y el espacio fue desarrollado por el pensador ruso Mijail Bajtín, que llamó a su unidad indisoluble cronotopo. Mis personajes superan el tiempo y el espacio. Una de mis estudiantes, con una audacia propia de su juventud, definió la novela Laurus como cronotoless.
El espacio comprime el tiempo porque el viajero ve más personas y eventos. Otra cosa es que no siempre influya en su experiencia espiritual, que a veces es más fácil de obtener desde la comodidad de una celda monástica.
Hablando del espacio del alma, entendemos esta expresión como metafórica, ya que se trata de metafísica pura. De su yo, Arsenio elimina todo lo personal y lo que le pertenece a él. De hecho, a Ustina no la salva el «espacio vital liberado» del alma de Arsenio, sino su gran amor. En la hagiografía rusa, hay historias que se parecen en algo a la de Arsenio. Así, la famosa «loca por Cristo», Xenia de San Petersburgo, tras la muerte de su esposo, comenzó a llamarse a sí misma por su nombre y a vivir para la salvación del alma de él. El gran amor te permite aceptar a otra persona y estar con ella para siempre. Sin esa posibilidad, el amor, me parece, no tiene sentido.
Arsenio no se deja aprisionar por el presente, sino que continuamente es guiado desde fuera, como si fuera consciente de que la historia sucede aquí y ahora, pero que sus consecuencias resuenan en otro espacio y en otro tiempo. En realidad, se trata de un modo muy distinto de concebir la realidad. ¿De qué modo le habla la Edad Media a nuestra época?
En una ocasión, mi amigo, Aleksei Varlamov, escritor y crítico literario, me llamó y me dijo: «Ahora estoy en un examen oral de literatura rusa moderna. A una estudiante le ha caído una pregunta sobre la novela Laurus. Ella dice que leyó la novela y que estuvo llorando una semana entera. Pero cuando le pregunté que en qué siglo ocurría la acción, no pudo responder. ¿Qué nota le pongo?»
«El tiempo no existe»- respondí- Ponle un diez.
Hablando en serio, cualquier persona debe entender que el tiempo es solo un episodio de la eternidad, y no debe sobreestimarlo. Esto no significa que en la vida cotidiana pueda relajarse y no llegar a tiempo a ninguna parte. Se trata solo de que siempre esté presente la visión de sub specie aeternitatis, desde el punto de vista de la eternidad. Esa es la visión que nos da la Edad Media.
Algunos críticos han señalado que Laurus es una novela posmoderna. Yo no estoy tan seguro de ello. Creo que hay demasiada realidad y, por otro lado, demasiada esperanza para serlo. ¿Se siente cómodo con esa definición? ¿Qué hay de posmoderno en su novela?
En Laurus está realmente presente lo que parece corresponder a la poética del posmodernismo. Esto, sin embargo, no es posmodernismo. Esta es la poética de la Edad Media, con la que el posmodernismo ahora sorprendentemente ha comenzado a coincidir en muchos aspectos. Me refiero a la naturaleza centónica (fragmentaria) del texto, al debilitamiento del principio del autor y varias otras cosas. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: el texto medieval es «auténtico», y el posmoderno es un juego: es una combinación de citas, detrás de la cual, por regla general, no hay nada.
Laurus está tejido a partir de eventos reales, descritos en textos medievales. Estos eventos se dan en un orden diferente, pero no pierden su realidad. Yo sentí esta realidad de forma tan conmovedora que, cuando escribía la novela, lloraba.
Como resultado de su desarrollo, la cultura de la Edad Moderna, reflejada en el posmodernismo, aceptó en gran medida la poética medieval. Pero ahora también el posmodernismo está cambiando: los juegos también se han terminado allí, se está poniendo más serio. Estoy convencido de que la Era Moderna ha llegado a su fin. Ahora la cultura sigue aceptando y desarrollando las formas poéticas medievales. Solo queda adivinar cuál será el contenido en estas formas.
Una figura rusa poco conocido en la cultura española y que aparece en su novela, es la del «loco por Cristo»o yuródivyy. El propio Arsenio termina siendo uno de ellos. ¿Qué representan estas figuras en el imaginario simbólico ruso? ¿Y por qué son ellos -y se diría que sólo ellos- los que se atreven a anunciar la verdad?
Un loco por Cristo no es un bufón ni un excéntrico. A menudo es un excéntrico, pero su extravagancia no tiene nada que ver con el deseo de divertir. Es una especie de hazaña espiritual, un deseo de ocultar su piedad tras acciones ridículas. Las extravagancias del loco por Cristo son también una forma de desenmascarar los pecados. La naturaleza de su risa se explica bien en uno de los cánticos eclesiásticos: «Con sus extravagancias desenmascaró la locura del mundo». La risa de un loco por Cristo no es un fin en sí mismo. Como se dice en otro cántico, «de día se reía del mundo, y por la noche lloraba por él». Creo que solo alguien que es capaz de llorar puede reírse de cualquier cosa. Entonces esta risa no es cruel, sino amorosa.
El loco por Cristo existía fuera de reglas y leyes, y por lo tanto, a veces era el único que podía decir abiertamente la verdad a las autoridades. Se creía que no se podía ofender a los locos por Cristo, porque son personas de Dios. Sin embargo, a menudo les pegaban, y a veces, los mataban también. Parece paradójico, pero toda la vida del loco por Cristo se construyera de acuerdo con las leyes de la paradoja. Por ejemplo, el loco por Cristo arrojaba piedras a las casas de los piadosos y besaba las paredes de las casas de los pecadores. La explicación es que los demonios eran expulsados de las casas de los piadosos, y se quedaban a la entrada, y por eso, el loco por Cristo los apedreaba. Pero de las casas de los pecadores eran expulsados, por el contrario, los Ángeles, y el loco por Cristo hablaba con ellos, y les daba besos, y les pedía que no se fueran. A los demás les parecía que estaba dándole besos a las paredes.
Otro personaje que aparece en el libro es el italiano Ambrogio, con quien Arsenio viaja a Jerusalén. La amistad entre los dos parece prefigurar el encuentro entre el occidente y el oriente cristianos, en un momento -el siglo XV- en el que ya se ha producido un gran corte histórico. ¿Cree que será posible, algún día, esa reconciliación definitiva entre ambos mundos?
Escribí la imagen de Ambrogio con mucho cariño, y esto refleja el amor ruso por Europa Occidental. Recordemos las palabras de Dostoievski: «¡Oh, los pueblos de Europa ni siquiera saben cómo los queremos!» Lo que digo en medio de los trágicos acontecimientos actuales puede no parecer demasiado convincente, pero lo es. Nos necesitamos mucho – tanto espiritual como culturalmente. Estoy convencido de que se superará el actual choque geopolítico. Porque todos somos representantes de la misma civilización Europea. Y realmente espero que los cristianos se unan. Ahora es difícil decir en qué forma sucederá esto, pero si Dios ve nuestro deseo de estar juntos, nos dará esa forma.
Las páginas finales de la novela son de una enorme intensidad, cuando el propio Arsenio, llamado ya Laurus, es abandonado por todos y se enfrenta a la muerte. ¿Es la soledad el destino de los mártires del amor en un mundo que no parece tolerar un exceso de bondad?
La santidad es, en términos generales, una anomalía. Como es anormal la oscuridad total, también lo es la luz brillante. Para una persona que vive en la penumbra de la vida cotidiana, la luz solar directa es difícil de tolerar, porque todos sus defectos y desperfectos se vuelven evidentes bajo esos rayos. Cuando Laurus es sospechoso de adulterio, todo el mundo se siente mejor: dado que el justo ha pecado, ¿qué se nos puede exigir a nosotros, personas corrientes? Honrar a los Santos se combina de una manera extraña con la espera subconsciente de su caída. Los Santos siempre están solos. Simplemente están en una esfera, inaccesible para el resto, y allí ven lo que otros no pueden ver.
Una última pregunta, ya para terminar. En un interesante artículo, publicado en 2016, en la revista First Things, y que se titulaba «La nueva Edad Media», usted afirmaba lo siguiente: «El pasado está regresando. Todo regreso supone una partida previa. Sin embargo, puede que el pasado nunca se haya ido, y que su ausencia resulte ser una ilusión. Ciertos rasgos incrustados en los genes no se manifiestan durante algún tiempo. Pero eso no significa que hayan desaparecido; simplemente están esperando el momento adecuado para emerger. Ese momento -el momento en el que estamos ahora- podría llamarse retorno». Seis años después, ¿cómo calificaría su afirmación inicial: «El pasado está regresando»? Y el futuro, ¿cómo será el futuro?
Sí, el pasado vuelve. Pero la forma en la que vuelve no es circular, sino una espiral: es un regreso a una nueva etapa. En su esencia, se asemeja a una rima: una transición a lo nuevo con la memoria de lo viejo.
Ya he dicho que, en mi opinión, la civilización de Era Moderna ha llegado a su fin. La globalización fue el último punto de su programa. En realidad, los dramas geopolíticos actuales son las primeras grietas del mundo globalizado. Ahora, obviamente, nos moveremos en la dirección opuesta, hacia una cierta atomización. Renacerá el interés por las culturas nacionales y, lo más importante, por el desarrollo espiritual de la persona. En este camino, redescubriremos formas antiguas. Esto no significa que todos nos sumerjamos juntos en la Edad Media. Creo que de ella tomaremos la habilidad de concentrarnos en la metafísica. Los ideales de la era del consumismo serán reemplazados gradualmente por algunas cosas más interesantes. Todo esto ya se está notando. Como bromea Julian Barnes, la idea ha superado la prueba de la práctica; ahora queda por ver si superará la prueba de la teoría.
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AMERICA'S MOST INFLUENTIAL JOURNAL OF
RELIGION AND PUBLIC LIFE
THE NEW MIDDLE AGES
The past is returning. Any return assumes a preceding departure. Perhaps, though, the past never left, and its absence will turn out to have been an illusion. Certain traits embedded in genes don’t manifest themselves for some time. That doesn’t mean they’ve disappeared, though; they’re simply waiting for the right moment to emerge. That moment—the moment we are at now—could be called a return.
Naturally enough, the idea of a return of the past isn’t new. Antiquity asserted the cyclical nature of time. Christian civilization rejected that circle, offering the spiral as a model. Yes, events repeat, but on another level, under other conditions. This understanding of the world was expressed by early Christian thinkers who saw Christ as a new Adam and the Virgin Mary as a new Eve. There are a great many such pairs: Melchizedek and Christ, the twelve tribes and the twelve disciples, Israel and the Church.
At the very moment when the past’s departure seems irrevocable, the spiral twists and the return gets its rolling start. We recognize old traits in new occurrences. The spiral can be likened to the DNA helix. Today the helix is turning yet again, and we see emerging from modernity a new Middle Ages.
Nikolai Berdyaev predicted this return in 1923 in The End of Our Time. He described the modern age, which is “colorful and individualistic,” as nearing its end, being replaced by an epoch that is much closer to the “profound and collective” Middle Ages. He saw that a revolution was beginning. (“Revolution begins internally, before it is exposed on the outside.”) Umberto Eco saw it as well, and announced that “our era can be defined as a new Middle Ages.” So what do “the Middle Ages” really mean to us in the present day?
Today, “medieval” is a swear word hurled at anyone we want to accuse of cruelty and ignorance, and so the return of the medieval is a possibility that fills us with dread. This attitude involves a serious misapprehension, but I will not attempt to correct it here. Rather, I will invite the reader into the medieval world, which is admittedly rather quirky. I will do so in terms of the written word, because as a scholar of literature and a writer (an ichthyologist and a fish), my exploration of the medieval and the modern must proceed through an examination of texts. I am not a philosopher capable of taking in the whole, but a philologist concerned with particulars. Even from this limited perspective, we can see that medieval culture constituted a system that was well-constructed and logical in its own way. If it had not been, it could not have worked successfully over the course of many centuries. The duration of the system’s existence speaks to its high stability and fruitfulness.
Medieval writings are fragmentary in structure, a literature of cut and paste, or “cento.” To borrow Nikolai Leskov’s vivid expression, they are like “the patchwork quilts of city women from Orel,” sewn up from scraps of fabrics a seamstress once worked with. What does that mean?
Texts were not so much composed as compiled in the Middle Ages. New texts contained, almost consisted of, fragments of preceding ones. Rather than retell an event, a compiler would just reuse the text from a previous account. The Primary Chronicle, the first Russian chronicle, tells of the death of the “accursed” prince Svyatopolk. In describing the prince, the chronicler combines two fragments from George Hamartolos’s Byzantine Chronicle: One is about the Syrian king Antiochus IV Epiphanes, the other is about Herod. Why did the chronicler borrow those particular fragments? The answer is simple. The prince’s escape and death in a foreign land led the chronicler to the idea of using the text about Antiochus, whose death was similar. The fragment about Herod was chosen because the epithet for Herod was “accursed” and so was that for prince Svyatopolk.
In a similar way, hagiographers would include in their texts fragments from other saints’ lives. These fragments were most often borrowed from the lives of saints with the same name. Some parts of the life story of the saint Kirill Novoezersky thus use text from the life of the saint Kirill Belozersky. Such borrowing might seem criminal to the modern mind. How could one person’s biography be supplemented with fragments from someone else’s? A medieval person saw the matter differently. If two saints had the same name—and names aren’t accidental!—then why shouldn’t their fates resemble one another? And why not draw on the one to illuminate the other?
Medieval texts are like Lego sets. They can be taken apart, reconfigured, and combined. This flexibility seems to pose many dangers. What becomes of causation? Extraneous insertions cannot help but ruin the logical procession of events, we think. There is no logic or strict sequence in the representation of actions. The Primary Chronicle in 1067 and 1069 depicts Prince Izyaslav as a villain, using corresponding stylistic devices. In 1073, that very same Izyaslav is described as a victim, this time using hagiographical shadings. As it happens, one particularity of medieval texts is the near absence of what we would consider cause and effect. In these accounts, unlike in contemporary histories, one event doesn’t lead to another. Any new event is in some sense a new beginning. Whereas contemporary historical narration takes as its basic structural unit the event, medieval historical narratives take as their basic structural unit a chronological period: a year in Russian chronicles or a reign in Byzantine ones. One event does not beget another; year follows year or reign follows reign.
History of this sort does not need cause and effect. There is no cause-and-effect connection even in hagiography, where events are the structural units. Lives of saints consist of small storylines strung one after another along a time-based axis. With rare exceptions, they do not cause one another. Chronology is the foundation of the composition here, too. In both genres, the cause of events is found in the realm of the providential. Take the following example: Ivan scolds Petr. Feeling offended, Petr strikes Ivan. Everything here seems clear from the perspective of contemporary notions of cause-and-effect connections. A medieval person would look at the matter differently, though: Ivan insulted God by offending Petr, thus God punished Ivan through Petr’s hand. In the contemporary interpretation of this incident, the connections are pragmatic and horizontal, but they are providential and vertical in the medieval understanding. Neither cause and effect nor even a strict sense of chronology hindered the medieval scribe when he set out to construct a new text.
The impression may form that a chaos of Brownian motion reigns in the world of medieval texts, but that’s not the case at all. There are certain regular patterns. Which works were preserved unchanged when the text was rewritten? (In scholarship, this is called textual stability.) The answer has to do with religion. The stability of a medieval text depended in large part on its closeness to the Holy Scripture, the primary book in the Middle Ages. The Holy Scripture—the text of texts, standing at the center of spiritual life—had a special fate. Any new manuscript copy of the Holy Scripture was produced by drawing on not one, but two or more manuscripts. The scribe looked after the integrity of the holy text by comparing manuscripts, and correcting possible errors and deviations from the canonical text. At the other end of the spectrum—the end with maximal distance from the sacred—one can see that the texts changed significantly when reproduced. Manuscript copies of Digenes Akritas, a secular Byzantine heroic epic that was translated into Rus, exhibit a very high degree of variation.
To one degree or another, the Holy Scripture set the tone for the majority of medieval compilations. All the loose ends of fragmentary texts found their unity in Scripture. Biblical quotations were natural in any context. The Bible is almost always present, since any medieval text was, no matter what its style, to some degree a continuation or concretization of the Holy Scripture. Characteristic of the priority given to the sacred is an excerpt from The Primary Chronicle that describes the Russian attack on Constantinople that occurred before Russia had adopted Christianity. Borrowed from the Byzantine Chronicle of George Hamartolos, this passage describes the attack with utter disapproval. This passage (and it is important) draws an analogy to pagan attacks on Israel in the Old Testament. In quoting the Byzantine chronicler, the Russian annalist does not make even the slightest attempt to edit a narrative that is unflattering to Russians: A Russian Christian looks at Russian pagans with the exact same disapproval as does a Byzantine Christian. Sacred history trumps national identity.
What mattered most in these texts was not so much who said something but what was said. This was the reason for the rise of “strange speeches” in medieval texts. Villains call themselves villains, people of another faith call themselves faithless, and pagan sorcerers quote the Psalter at length. Because these figures say correct things, no one questions the naturalness of the texts coming from their mouths.
Authorship was unimportant. The name of an ordinary scribe mattered little. What mattered was the text itself and its correspondence (or lack thereof) to truth. The medieval author felt more like a transmitter than an author. This is why medieval writings are, generally, anonymous. The absence of pretensions to authorship made “plagiarism” natural in the Middle Ages. There were exceptions, however. The Church Fathers were certainly significant. Others who had a spiritual or social right to do so signed their work: Kirill Turovsky, archpriest Avvakum, or, say, Ivan the Terrible.
Despite the availability of multiple drafts and versions, as a rule the text in the modern age has a canonical variant determined by the author. In the medieval text, though, each copy is its own version to some degree, just as each copyist is a coauthor to some degree. These medieval versions don’t possess rights of exclusivity, and a new version doesn’t cancel out the old. They exist in parallel. This is because a medieval text is, fundamentally, incomplete. The chronicles, which were continued by many generations of annalists, are a vivid example of this trait. For the Middle Ages, texts were dynamic systems with blurred borders and structure.
Now let’s have a look at things from the perspective of medieval readers. They didn’t “get sick of” their texts, as we do with our own, which can quickly go out of style. Medieval works possessed a longevity that’s inconceivable for an age in which ideas are bound up with innovation and the succession of styles. After being put into circulation, medieval works generally remained there and continued to be copied. Works with thousand-year differences in age could cohabit peacefully within one compilation. The absence of the idea of progress and the retrospective focus of the medieval mind deprived “fresh” texts of an advantage. On the contrary, the advantage went to anything that bore the sheen of the primordial. The medieval reader was pleased to encounter familiar fragments in a new text. Déjà vu was a merit rather than a sin. It was repetition of the indisputable.
The medieval reader read all texts as nonfiction, as “what happened in reality.” Reality was not just what had been but also what should have been. Ancient Russian hagiography offers examples of the medieval habit of equating what should be with what was. The life story of the northern Russian wilderness-dweller Nikodim Kozheozersky tells of how this saint, as is customary for hermits, ate only wild plants, an assertion that is not hindered even when the hagiographer announces in the next sentence that he also cultivated turnips for his diet. So, on the one hand, much of what fell within the realm of the “real” would be considered fiction today. On the other hand, anything declared to be invented was completely ruled out. Medieval writing did not recognize what was invented (it was a sin) in any form.
All of these particularities reflect a non-artistic perception of the written word. The concept of artistry in its fullest form is characteristic only of the modern mindset. It is inseparable from the modern idea of progress, under which some artistic achievements are replacing others. An ingenious writer bears the culture forward toward new truths, rather than a humble scribe recalling it to old ones. Despite the presence of elements of artistry—repetition, wordplay, and the like—the aesthetic qualities of medieval texts were not dwelled upon.
In speaking about literature today, it is common to invoke the philosophy and poetics of postmodernism. Whatever else that term means, the poetics of postmodernism and the poetics of the Middle Ages have much in common. This can be seen first in the fragmentary character of the contemporary text. In the postmodern version, this usually does not involve the actual repurposing of passages from preceding works, as it did in medieval texts. More commonly, allusion, quotation, retelling, and the like are used in a new form of compilation. One special type is the stylistic quotation: We find vivid examples of this in the work of my countryman Vladimir Sorokin. His texts encompass nearly all of Russian literature, from the Middle Ages to the classics of the nineteenth and twentieth centuries. He recreates medieval texts, in an imagined form, in Day of the Oprichnik; the style of Ivan Goncharov in Novel (also known as Roman); and the styles of Fyodor Dostoevsky, Leo Tolstoy, Anton Chekhov, Andrei Platonov, Vladimir Nabokov, and Boris Pasternak in Blue Lard.
Nothing within postmodernism’s framework impedes textual borrowing. In a certain sense, the postmodern way of thinking frees the text from the burden of being private property, returning it to what Karl Krumbacher called the “literary communism” of the Middle Ages. According to a more classically modern outlook, textual borrowing without reference to the source is plagiarism. This mindset hampered the reception of the work of Mikhail Shishkin, a popular contemporary Russian prose writer. Critics with traditional leanings refused to embrace Shishkin’s borrowings and repurposings. The most negative critical reaction came about because of his use of a fragment from writer Vera Panova’s reminiscences in his novel Maidenhair, which was misunderstood as plagiarism.
In the Middle Ages, quotations circled back to the Holy Scripture, directly or indirectly. Today, the role of super-book is fulfilled to a certain extent by the literary canon as a whole. A quotation becomes a sort of sign, an indicator of belonging to the tradition. Contemporary authors create their texts from literary quotations, in the same way that the medieval hagiographer Epiphanius the Wise weaves biblical quotations into lives of saints.
Despite its rather gloomy shadings, Roland Barthes’s statement about the “death of the author” in postmodern literature is another herald of the medieval’s return. Though the postmodern author, unlike his medieval counterpart, doesn’t refuse to sign the text (and receives, or should receive, royalties), there is a weakening of the authorial element that asserted itself for so long in the modern age. Through his borrowings, the author is to some extent an editor, and expects to be edited in turn. Thanks in part to the internet, a medieval openness and perpetual revisability—something book printing removed during the modern age—has returned to texts.
Strictly speaking, what was invented in modern literature was not really invented. For the most part, it too was a variation on reality. The events the authors thought up were, simultaneously, real. After all, authorial experience has to be based on something. Let’s put it this way: These are events that occurred in another place and another time, that were then transferred to the pages of the literary work. This was reality, structured differently. Reality broken down to its elements and reconfigured—in other words, a conditional reality, or what is conditioned to be considered reality.
As it happens, many current texts seek to reflect unconditional reality. The decision of the Nobel Committee to award the 2015 prize in literature to Svetlana Alexievich, a Russian-language author from Belarus, is symptomatic. Alexievich’s books are seen by many as issue-based journalism and documentary, rather than as art and literature. This is yet another point in their similarity with the Middle Ages, when texts settled smoothly into the nonfiction category. On the one hand, we see a drive toward nonfiction and “new realism,” and on the other, postmodernism’s surreal element. Both reflect a devaluation of the fictive but realistic “reality” offered by modern literature. Once again literature is becoming heterogeneous and, in a certain sense, limitless, as in the Middle Ages. The boundary between fiction and nonfiction, and literature and non-literature, is becoming shaky and plays an ever smaller role in our imaginations.
As in the Middle Ages, the world itself is becoming a text, though the texts vary in these two cases. The medieval world was a text written by God that excluded the ill-considered and the accidental. The Holy Scripture, which gave meaning to the signs that were generously scattered in daily life, was this world’s key. Now the world is a text that has any number of individual meanings that can be documented. Think of the blogger who describes, minute by minute, a day that has passed.
The modern age required, to one degree or another, a repudiation of previous works and previous poetics. The self-image of modern literature rested on an idea of progress that presumed the exchange of one style for another. In the Middle Ages, which did not know the idea of progress, either in public life or in aesthetics, the old and the new were not opposed: New texts incorporated old texts. We see the same sort of symbiosis in postmodern literature, which makes precursor texts a part of itself rather than rejecting them.
The progressive type of thinking that predominated throughout the modern age no longer feels like the only possible way to think. The sense of the end of history has been expressed, both in the extraordinary popularity of dystopias, as well as, paradoxically, in liberal philosophy that does not lack utopian traits (Francis Fukuyama). They are incompatible with the modern age’s progressive perception of the world. This is the most obvious trait that our new epoch shares with the Middle Ages. Any time in the Middle Ages was imagined as a potential last time. Even if periodic expectations of the end of the world are set aside, it was not an accepted thing during the Middle Ages to speak about the future, and certainly not about any sort of bright future. Once again today, the sense of an ending is all around us.
Children often turn out to resemble their grandmothers and grandfathers rather than their parents. The modern age developed an individual element in literature. It distinguished between and isolated texts, authors, and readers. Texts acquired borders, authors acquired individual styles, and readers acquired books from the segments of the market that fit their interests. Today’s phase in cultural development proves, however, that this state of affairs is not the last word. At no point since the Middle Ages has literature so closely resembled medieval writing. It seems that we are entering a time very much in keeping with the Middle Ages, as if in rhyme with it.
To examine the similarity between contemporary life and the Middle Ages, I turned to literary material, since that’s what’s closest to me. Yet literature is only a partial manifestation of a nation’s or culture’s spiritual state. Nikolai Berdyaev divides epochs into days and nights. Days include antiquity and the modern age. They’re colorful and magnificent, and they go down in history as moments of explosive display. The night epochs—such as the Middle Ages—are outwardly muted but profounder than those of the day. It is during the sleep of night that what has been perceived during the day can be assimilated. A night epoch allows for insight into the essence of things and for concentrating strength. We are now entering such a time.
As far as naming the coming epoch, it might be called, with a dose of humor, the Epoch of Renaissance, since it is reviving some qualities of the Middle Ages. Alas, it seems that the name is taken. In my view, the coming epoch’s intent attention to metaphysics, its intent attention not just to the surface reality but to what might lie beyond it, gives cause for calling it the Epoch of Concentration.
Each epoch resolves certain problems. What issues stand before the Epoch of Concentration? I’ll name two, though they’re actually one twofold issue: excessive individualization and the secularization of life. In the modern age, the individual required recognition. Faith required lack of faith so that the believer would have a choice and so that faith wouldn’t be a mere everyday habit. This train gathered speed but didn’t stop. It kept moving even after reaching its station. It now seems to have gone pretty far beyond its destination. The cult of the individual now places us outside divine and human community. The harmony in which a person once found himself with God during the Middle Ages has been destroyed, and God no longer stands at the center of the human consciousness.
The humanism of the modern age takes that the human being is the measure of all things. The same could be said of the Middle Ages, with one correction: The person is the measure of all things, if it is understood that the measure was given by God. Humanism becomes inhuman without that correction. As the rights set down for the individual multiply, a turn is inevitably coming for a right to cross the street against a red light. Because our concept of rights is anti-humane at its core, it activates the mechanism for self-destruction. The right to suicide turns out to be our most exemplary liberty.
If the West is able to move beyond its geopolitical disagreements with Russia and take a good look at the conservative project that’s taking shape in Russia now, it will see one possible future for our common European civilization. Today as ever—contrary to progressive conceits—it is possible for a society to recognize a place for religion and uphold traditional notions of marriage and family. Yet Russia’s attempt to do this will fail if a harsh dictatorship of the majority arises. This would destabilize society no less than, say, the dictatorship of the minority that we can observe at times in the West. If it becomes clear that this is a dynamic, self-regulating system capable of reacting to shifts as they arise, the project can be considered successful.
Be that as it may, social changes in Russia go hand in hand with literary changes, and we can consider them a single process. In that regard, I’m pleased to note that the practice of reading has changed somewhat in Russia in recent years. People haven’t begun reading more but they’ve begun reading, one might say, better: sales of thrillers, romance novels, and fantasy have declined as demand for serious literature has grown.
In conclusion, permit me to mention my own work. I have in mind my novel Laurus, which describes the life of a saint and is written according to the rules of medieval poetics. Translated and sold in around two dozen countries, Laurus is most popular in Russia and . . . the United States. I credit half of this success to Lisa Hayden’s excellent translation. The other half can be explained—yes, yes!—by the similarity of Russia and the U.S.
I came to love the U.S. last year when I visited for the first time: I suddenly realized how alike we are. Perhaps this is the reason for our misunderstandings, since the harshest confrontations involve similarity. These sorts of things, however—and here we can recall the rather complex history of relationships between European countries—have most often ended in mutual understanding, again, thanks to similarities. The fundamental values of our common Christian history that developed over the centuries connect us, although some of these have been forgotten. Will we manage to return to them in what would be, needless to say, a new phase? Perhaps the Epoch of Concentration will give an answer to the question. Everything depends on the degree of concentration.
Eugene Vodolazkin is the author of Laurus. This essay was translated from the Russian by Lisa C. Hayden.
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