Hasta dónde apoyamos a Ucrania. Habermas, el gran intelectual, aborda el dilema de Europa
Occidente debe medir cuidadosamente cada grado adicional de ayuda militar a Kiev. Vladímir Putin es quien decidirá en qué momento el apoyo occidental equivale a entrar en guerra
77 años después del final de la Segunda Guerra Mundial y a los 33 del fin de una paz salvaguardada por el equilibrio del terror, aunque siempre amenazada, las inquietantes imágenes de la guerra han vuelto a nuestras puertas, liberadas por el arbitrio de Rusia. La presencia mediática de los acontecimientos de esta contienda domina nuestra vida cotidiana como nunca. Un presidente ucranio que conoce bien el poder de las imágenes se encarga de hacernos llegar mensajes sobrecogedores, mientras que las nuevas escenas de brutal destrucción y espantoso sufrimiento que se producen a diario encuentran en las redes sociales de Occidente un eco autorreforzado. La novedad de la difusión y la capacidad calculada de causar impacto en la opinión pública de un acontecimiento bélico con el que no se contaba probablemente nos produzca más impresión a los mayores que a los jóvenes, acostumbrados a los medios.
No obstante, tanto con una hábil puesta en escena como sin ella, son hechos que nos crispan los nervios y a cuyo efecto estremecedor contribuye la conciencia de la proximidad geográfica de la batalla. Así, entre los espectadores de Occidente crece la inquietud con cada muerte, la conmoción con cada asesinato, la indignación con cada crimen de guerra, y también el deseo de alguna forma de oposición activa. El telón de fondo racional contra el que se agitan estas emociones en todo el país es la lógica toma de partido contra Putin y contra el Gobierno ruso que ha lanzado una guerra ofensiva a gran escala violando la legislación internacional, y que con su estrategia sistemáticamente inhumana conculca el derecho internacional humanitario.
A pesar de esta toma de partido unánime, entre los gobiernos de la alianza de Estados occidentales han empezado a surgir planteamientos dispares, y en Alemania ha estallado una estridente polémica, alimentada por los comentarios en la prensa, sobre la naturaleza y el alcance de la ayuda militar a la asediada Ucrania. Las peticiones de una Ucrania acosada sin culpa que convierte sin reparo los errores de apreciación política y las tomas de decisiones equivocadas de anteriores gobiernos alemanes en chantaje moral son tan comprensibles como naturales los sentimientos, la compasión y la necesidad de ayudar que despiertan en todos nosotros.
Y, sin embargo, me irrita la seguridad en sí mismos con que los acusadores moralmente indignados de Alemania se oponen a un Gobierno federal reflexivo y cauto. En una entrevista con la revista Der Spiegel, el canciller alemán, Olaf Scholz, resumía así su política: “Nos enfrentamos al terrible sufrimiento que Rusia está infligiendo a Ucrania con todos los medios a nuestro alcance, sin crear una escalada incontrolable que cause un dolor inconmensurable en todo el continente, y quizá incluso en todo el mundo”. Ahora que Occidente ha tomado la decisión de no intervenir en este conflicto como beligerante, hay un umbral de riesgo que impide comprometerse sin restricciones a armar a Ucrania. Este umbral ha vuelto a quedar patente con el reciente cierre de filas del Gobierno alemán con los aliados en la base aérea de Ramstein y la renovada amenaza de Serguéi Lavrov de utilizar armas nucleares. Quienes, con una actitud agresiva y autosuficiente, quieren seguir empujando al canciller en esa dirección sin tener en cuenta este límite, ignoran o malinterpretan el dilema en el que esta guerra ha sumido a Occidente. Y es que Occidente, con su decisión moralmente bien fundamentada de no ser parte de la guerra, se ha atado las manos.
El dilema que pone a Europa en el peligroso brete de elegir entre dos males —la derrota de Ucrania o la conversión de un conflicto limitado en una tercera guerra mundial—es claro. Por una parte, de la Guerra Fría hemos aprendido que una guerra contra una potencia nuclear ya no puede ser “ganada” en ningún sentido razonable, al menos no con la fuerza militar en el plazo limitado de un conflicto caliente. La capacidad de amenaza nuclear significa que la parte amenazada, posea o no armas nucleares, no puede poner fin a la insoportable destrucción causada por la fuerza militar con una victoria, sino, en el mejor de los casos, con un compromiso que permita salvar la cara a ambas partes. No cabe esperar, por tanto, que ningún bando acepte una derrota que suponga su retirada del campo de batalla como “perdedor”. Las negociaciones de alto el fuego que se están desarrollando al mismo tiempo que se sigue combatiendo son una manifestación de esta idea: mientras duran, mantienen abierta la consideración mutua del adversario como posible socio negociador. Es verdad que la posibilidad de sostener la amenaza nuclear por parte de Rusia depende de que Occidente crea capaz a Putin de utilizar armas de destrucción masiva. Pero, de hecho, a lo largo de las últimas semanas, la CIA ya ha advertido de que existe el peligro de que se utilicen armas atómicas tácticas (que, al parecer, solo se han desarrollado para volver a hacer posible la guerra entre potencias nucleares). Esto proporciona al bando ruso una ventaja asimétrica sobre la OTAN, la cual, debido a las dimensiones apocalípticas de una guerra mundial —con la participación de cuatro potencias nucleares—, no quiere convertirse en parte beligerante.
Ahora es Putin quien decide cuándo cruza Occidente el umbral definido por el derecho internacional, más allá del cual él considera, también formalmente, que el apoyo militar a Ucrania representa la entrada occidental en la guerra. Dado el riesgo de una conflagración mundial, que debe evitarse a toda costa, la indeterminación de esta decisión no deja margen alguno a especulaciones arriesgadas. Incluso si Occidente fuera lo bastante cínico como para asumir el riesgo implícito en la “advertencia” sobre la utilización de un arma nuclear “táctica” —es decir, para aceptarlo en el peor de los casos—, ¿quién podría garantizar que pudiera detenerse la escalada? Solo queda margen para argumentos que deben ser sopesados cuidadosamente a la luz de los necesarios conocimientos especializados y de toda la información imprescindible, no siempre a disposición pública, a fin de tomar decisiones bien fundadas. Por lo tanto, Occidente, que no ha dejado lugar a la duda sobre su participación de facto en este conflicto con las drásticas sanciones impuestas desde el primer momento, debe medir cuidadosamente cada grado adicional de apoyo militar a fin de determinar si con ello podría estar sobrepasando el límite impreciso, por cuanto depende del poder de Putin para establecerlo, de la entrada formal en la guerra.
Por otra parte, el bando occidental, como muy bien sabe la parte rusa, no puede dejarse chantajear a discreción por causa de esta asimetría. Si se limitara a abandonar a su suerte a Ucrania, no solo sería un escándalo desde el punto de vista político y moral, sino que iría en contra de sus propios intereses, ya que no cabe duda de que entonces tendría que volver a jugar a la misma ruleta rusa en el caso de Georgia o de Moldavia, y quién sabe quién sería el próximo. Es cierto que la asimetría que podría conducirlo a un callejón sin salida a largo plazo solo existirá mientras Occidente siga evitando, con buen criterio, el riesgo de una guerra nuclear mundial. Así, al argumento de que no hay que arrinconar a Putin porque, en ese caso, sería capaz de cualquier cosa, se contrapone el de que precisamente esta “política del miedo” da vía libre al adversario para que siga extendiendo el conflicto paso a paso, como señalaba Ralf Fücks en Süddeutsche Zeitung. Por supuesto, también este argumento no hace sino ratificar la naturaleza de una situación esencialmente imprevisible. Porque mientras estemos decididos, por buenas razones, a no entrar en esta guerra para proteger a Ucrania, la clase y el alcance del apoyo militar se deberán decidir teniendo en cuenta estas condiciones. Quienes se oponen a una “política del miedo” con consideraciones justificables racionalmente se encuentran ya en el ámbito argumentativo de esa ponderación políticamente responsable y detallada e imparcialmente informada en la que insiste con razón el canciller Olaf Scholz.
Contra la sovietología
La cuestión aquí es tener en cuenta cuál sería, desde nuestro punto de vista, una interpretación aceptable para Putin de un límite conforme al derecho que nosotros mismos nos hemos impuesto. Los enardecidos detractores de la línea gubernamental caen en la incoherencia al negar las implicaciones de una decisión básica y trascendental que no cuestionan. La determinación de no participar no significa que Occidente se limite a abandonar a Ucrania a su suerte en su lucha contra un adversario superior hasta que la intervención sea inevitable. Es evidente que sus entregas de armas pueden influir favorablemente en el curso de una contienda que Ucrania está decidida a continuar aun a costa de grandes sacrificios. Ahora bien, ¿apostar por una victoria ucrania sobre la infernal estrategia militar rusa sin tomar las armas uno mismo no es acaso un autoengaño piadoso? La retórica belicista no se compadece con el palco desde el que se entona con elocuencia, ya que no anula la imprevisibilidad de un adversario que podría apostarlo todo a una carta. El dilema de Occidente consiste en que solo puede dar a entender a Putin —que, llegado el caso, podría estar dispuesto incluso a una escalada nuclear— su firmeza en lo que a la integridad de las fronteras nacionales de Europa se refiere prestando a Ucrania un apoyo militar autolimitado que no traspase la línea roja de lo que el derecho internacional define como una entrada en guerra. Ponderar con sobriedad la asistencia militar autolimitada se complica aún más cuando se tienen en cuenta los motivos que impulsaron a la parte rusa a tomar una decisión evidentemente mal calculada. La focalización en la persona de Putin lleva a conjeturas descabelladas que nuestros principales medios de comunicación difunden hoy como en los mejores tiempos de la sovietología especulativa. La imagen de un Putin decididamente revisionista que prevalece en la actualidad se tiene que equilibrar como mínimo con una estimación racional de sus intereses. Incluso si Putin cree quela disolución de la Unión Soviética fue un gran error, la idea de un visionario excéntrico que, con la bendición de la Iglesia ortodoxa rusa y bajo la influencia del ideólogo autoritario Alexander Dugin, ve la restauración gradual del gran imperio ruso como la obra de su vida política difícilmente refleja toda la verdad sobre su carácter. Sin embargo, estas proyecciones son la base sobre la que se apoya la suposición generalizada de que las intenciones agresivas de Putin van más allá de Ucrania y se extienden a Georgia y Moldavia, luego a los miembros de la OTAN de la región del Báltico y, por último, a los Balcanes.
A esta imagen de Putin como una personalidad nostálgica del pasado movida por su delirio se contrapone un historial de ascenso social y una carrera de buscador de poder racional y calculador formado en el KGB, cuya inquietud por las protestas políticas en los círculos cada vez más liberales de su propio país se agudizó con el giro de Ucrania hacia Occidente y el movimiento de resistencia política en Bielorrusia. Desde esta perspectiva, su repetida agresión se entendería más bien como una respuesta cargada de frustración a la negativa de Occidente a negociar su agenda geopolítica, principalmente el reconocimiento internacional de sus conquistas infractoras del derecho internacional y la neutralidad de una “zona colchón” que debía incluir a Ucrania. El abanico de estas y otras especulaciones similares no hace sino ahondar las incertidumbres de un dilema que “exige extrema cautela y contención”, como concluye el instructivo análisis de Peter Graf Kielmansegg publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung el 19 de abril de 2022.
“Crisis de identidad”
Pero ¿cómo se explica entonces el acalorado debate interno en torno a la política, reiteradamente afirmada por el canciller Scholz, de meditada solidaridad con Ucrania en sintonía con los socios de la UE y la OTAN? Para evitar confundir temas, dejaré de lado la polémica sobre la prolongación de una política de distensión con un cada vez más imprevisible Putin, que dio buenos resultados hasta la caída de la Unión Soviética e incluso después, y que ahora ha demostrado ser una grave equivocación. Lo mismo haré con el error cometido por los sucesivos gobiernos alemanes al hacerse dependientes de lasimportaciones baratas de petróleo ruso cediendo a la presión de la economía. Algún día los historiadores juzgarán la poca memoria de las actuales controversias.
Diferente es el caso del debate que, bajo el enunciado cargado de significado “una nueva crisis de identidad alemana”, discute ya las consecuencias de un “cambio de era” en principio referido exclusivamente a la política del este alemana y al presupuesto de defensa. Porque este debate, ligado sobre todo a los portentosos ejemplos de conversión de espíritus pacifistas, parece anunciar la transformación histórica de una mentalidad alemana de posguerra ganada con esfuerzo e insistentemente denunciada por la derecha, y con ella el fin de un modo de practicar la política alemana enfocado al diálogo y la salvaguarda de la paz.
Esta interpretación toma como referencia el ejemplo de los jóvenes educados en la sensibilidad a las cuestiones normativas que no ocultan sus emociones y que han sido los que más han levantado la voz exigiendo un compromiso mayor. Da la impresión de que la realidad totalmente nueva de la guerra los ha sacado de golpe de sus ilusiones pacifistas. Asimismo, recuerda a la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, hoy convertida en icono, la cual, nada más empezar la guerra, dio una expresión auténtica a la conmoción con gestos creíbles y una retórica confesional. No quiere decir que con ello no representara también la compasión y el impulso de ayudar generalizados entre la población de nuestro país, sino que además otorgó una forma convincente a la identificación espontánea con el apremio vehementemente moralizador de los dirigentes ucranios, decididos a ganar. De este modo, llegamos al núcleo del conflicto entre aquellos que, con empatía pero bruscamente, adoptan la perspectiva de una nación que lucha por su libertad, su derecho y su vida, y los que han extraído una lección diferente de las experiencias de la Guerra Fría y, como los que protestan en nuestras calles, han desarrollado una mentalidad distinta. Los primeros solo pueden imaginar la guerra desde la alternativa entre la victoria y la derrota; los segundos saben que las guerras contra una potencia nuclear ya no se pueden “ganar” en el sentido tradicional.
Mentalidad posheroica
A grandes rasgos, las mentalidades más nacionales y más posnacionales de las poblaciones constituyen el trasfondo de las diferentes actitudes ante la guerra. Esta diferencia se hace patente cuando se comparan la admirada y heroica resistencia y la evidente disposición al sacrificio de la población ucrania con lo que, generalizando, cabría esperar de “nuestras” poblaciones de Europa Occidental en una situación similar. Nuestra admiración se mezcla con un cierto asombro por la seguridad en la victoria y el valor inquebrantable de los soldados y los reclutas de todas las edades, obstinadamente decididos a defender su patria de un enemigo militarmente muy superior. En Occidente, por el contrario, contamos con ejércitos profesionales a los que pagamos para que, llegado el caso, no tengamos que tomar las armas nosotros mismos para defendernos, y dejemos la defensa en manos de personas que ejercen la profesión de soldados.
Esta mentalidad posheroica pudo desarrollarse en Europa Occidental —si se me permite la generalización— durante la segunda mitad del siglo XX gracias al paraguas nuclear de Estados Unidos. En vista de la devastación que la guerra nuclear hacía posible, entre la élite política y la abrumadora mayoría de la población se extendió la idea de que, en esencia, los conflictos internacionales solo pueden solucionarse mediante la diplomacia y las sanciones, y que, en caso de estallido de un conflicto militar, este debe resolverse cuanto antes, ya que el peligro difícilmente calculable que conlleva la amenaza de la utilización de armas de destrucción masiva implica que es humanamente imposible poner fin a la guerra con una victoria o una derrota en sentido tradicional. “De la guerra solo se puede aprender a hacer la paz”, afirma Alexander Kluge. Esta manera de ver no se traduce necesariamente en un pacifismo por principio, es decir, la paz a cualquier precio. El propósito de acabar lo antes posible con la destrucción, el sufrimiento humano y la descivilización no equivale a exigir sacrificar una existencia políticamente libre a la mera supervivencia. A primera vista se diría que el escepticismo frente al empleo de la fuerza militar encuentra su límite en el precio de una vida asfixiada por el autoritarismo, una existencia de la que habría desaparecido incluso la conciencia de la contradicción entre la normalidad impuesta y la vida autodeterminada.
Me explico la conversión de nuestros antiguos pacifistas, celebrada por los intérpretes derechistas del cambio de era, como el producto de la confusión de esas mentalidades enfrentadas en el tiempo, pero históricamente asincrónicas. Este grupo distinguido comparte la confianza de los ucranios en la victoria mientras apela con la mayor naturalidad al derecho internacional conculcado. Después de Bucha, el eslogan “Putin, a La Haya” se propagó a la velocidad del viento, señalando hasta qué punto solemos dar por sentados los estándares normativos que aplicamos a las relaciones internacionales, o lo que es lo mismo, indicando el verdadero alcance del cambio que afecta a las expectativas y la sensibilidad humanitaria de la población.
A mi edad no oculto cierta sorpresa: con qué profundidad ha tenido que ser arado el sustrato de nuestras certezas culturales sobre el que hoy viven nuestros hijos y nietos para que hasta la prensa conservadora apele a los fiscales de un Tribunal Penal Internacional que ni Rusia, ni China ni Estados Unidos reconocen. Por desgracia, estas realidades también delatan la vacuidad de los fundamentos de la acalorada identificación con las acusaciones morales cada vez más estridentes contra la moderación alemana. No es que el criminal de guerra Putin no merezca comparecer ante un tribunal, sino que sigue teniendo derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y puede amenazar a sus oponentes con una guerra nuclear. Todavía hay que negociar con él el fin de la guerra, o al menos un alto el fuego. No veo ninguna justificación convincente para reclamar una política que, por doloroso y cada vez más insoportable que resulte ver el sufrimiento diario de las víctimas, ponga en peligro de hecho la bien fundada decisión de no participar en esta guerra.
Los aliados no deberían reprocharse mutuamente unas diferencias político-mentales que encuentran su explicación en una evolución histórica desigual, sino tomar nota de ellas como un hecho y tenerlas sabiamente en cuenta en su cooperación. Pero mientras estas diferencias que determinan la perspectiva permanezcan en un segundo plano, solo darán lugar a la confusión emocional —como ocurrió con las reacciones de los diputados alemanes a la llamada moral al orden del presidente ucranio en su discurso en vídeo ante el Parlamento federal—, a la mezcla desordenada de aprobación insuficientemente madurada, mera comprensión de la posición del otro, y el debido respeto a uno mismo. Descuidar las diferencias de percepción e interpretación de la guerra que tienen su origen en la historia no solo conduce a errores en el trato con el otro que acarrean múltiples consecuencias, sino, peor aún, a una incomprensión recíproca de lo que el otro en realidad piensa y quiere.
Esta constatación también arroja una luz más neutra sobre la conversión de los antiguos pacifistas. Y es que ni la indignación, ni la consternación y la compasión que motivan sus mal encaminadas demandas pueden explicarse por el rechazo de las orientaciones normativas de las que siempre se han burlado los llamados realistas. Más bien son consecuencia de una interpretación demasiado estricta de esos principios. No es que sus defensores se hayan convertido al realismo; es que se han precipitado sobre él. Ciertamente, sin sentimientos morales no puede haber juicios morales, pero el juicio generalizador también corrige el alcance limitado de los sentimientos que despierta la inmediatez.
Al fin y al cabo, no por casualidad los artífices del “cambio de era” son los izquierdistas y liberales que, a la vista de los cambios drásticos en la constelación de las grandes potencias, y a la sombra de las incertidumbres transatlánticas, quieren poner en práctica una idea pendiente desde hace tiempo, a saber, que una Unión Europea que no esté dispuesta a que su forma de vida social y política sea desestabilizada desde el exterior o socavada desde el interior solo será capaz de actuar políticamente si también puede valerse por sí misma en el plano militar. La reelección de Emmanuel Macron en Franciarepresenta un respiro, pero primero debemos encontrar una salida constructiva a nuestro dilema. Esta esperanza se refleja en la cautelosa formulación del objetivo según el cual Ucrania no debe perder esta guerra.
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