José Joaquín Brunner: El difícil balance entre seguridad y libertad
Si en Chile el balance entre seguridad y libertad se halla al momento inclinado hacia una intensa demanda hobbesiana, es porque el Estado aparece crecientemente sobrepasado por las fuerzas del crimen organizado y la violencia.
Vivimos un momento conservador en la sociedad chilena y, quizá, en el mundo entero, aunque se exprese de formas diversas y con diferentes manifestaciones. En el trasfondo de este fenómeno existe un desbalance entre las demandas por seguridad y libertad. Significa que por ahora, y quizá también tendencialmente en el largo plazo, prevalecen los motivos de preservación, protección, cuidado, tranquilidad, sobrevivencia y orden, tanto en el plano individual como en el colectivo, por sobre aquellos de iniciativa, elección, curiosidad, desembarazo, licencia, espontaneidad, cambio y aventura.
A nivel global, por ejemplo, se observa una percepción generalizada de comportamientos orientados por valores materialistas, de escasez y sobrevivencia (seguridad), propios de sociedades de menor desarrollo relativo y con extensas partes de sus poblaciones en situaciones de pobreza. Allí la seguridad es un imperativo existencial. Sin embargo, esta percepción afecta ahora también a muchas sociedades de alto desarrollo, donde antes predominaban valores relacionados con preferencias post materialistas, de auto expresión y emancipación personal, o sea, propios del reino de la libertad (Inglehart, 2018).
El mismo Inglehart, sociólogo bien conocido por sus macizos aportes al estudio del cambio social a partir de sucesivas olas del World Values Survey, sostiene que en la actualidad la inseguridad física y económica conduce a las sociedades, aún a las más ricas, hacia la xenofobia, la solidaridad interna de los grupos de pertenencia, el autoritarismo político y hacia una rígida adhesión a normas culturales tradicionales.
2
Efectivamente, los últimos años han traído consigo, a nivel global, grados mayores de inseguridad, independiente de la riqueza o pobreza de los países. Sin duda, la pandemia del COVID-19 jugó en esto un papel decisivo. No solo por amenazar directamente la sobrevivencia de las personas sino, además, por introducir una cultura orientada obsesivamente hacia la higiene, la evitación del riesgo, la previsibilidad y la indemnidad. Lo mismo ocurre con los fenómenos de migración internacional, crisis de las fronteras, campamentos de refugiados y situaciones de guerra, todos factores movilizadores de inseguridad. Igual como lo son el crimen organizado a nivel internacional y la amenaza latente del terrorismo global.
De hecho, la guerra de Rusia contra Ucrania ha creado una onda expansiva de desarreglos en las relaciones entre países, contribuyendo a expandir la inseguridad a nivel global, incluso los riesgos alimentario, nuclear y climático. Por su lado, las tensiones entre EUUU y la República Popular China, la inestable evolución de los países BRICS, y los conflictos comerciales y tecnológicos, crean una onda expansiva de inseguridad planetaria.
Este estado de cosas se ve reforzado por la vulnerabilidad de las redes globales de comunicación y transporte, la crisis financiera siempre presente bajo la superficie del capitalismo actual, el calentamiento global con sus catastróficos efectos perceptibles desde ya, la contradicción entre concentración del poder y la riqueza por un lado y la falta de recursos de todo tipo por el otro, el creciente temor a la pérdida de la intimidad y de la propia identidad frente a la intrusividad de las tecnologías de seguimiento y vigilancia.
Nada parece escapar a la lógica de la inseguridad creciente que por doquier levanta temores frente a la libre acción individual e impone un control burocrático cada vez más total y penetrante en nombre de la seguridad. A ratos, la República Popular China aparece como el paradigma de este nuevo tipo de sociedad de vigilancia total y permanente y la República Popular Democrática de Corea como su repetición tragicómica.
Una encuesta de Ipsos administrada en 28 países de diferentes regiones del mundo sobre evaluación de amenazas globales revela un cuadro para el año 2021consistente con lo que llevamos dicho. Un 82% en el promedio de los 28 países declara estar muy o algo de acuerdo con la afirmación de que el mundo se ha vuelto un lugar más peligroso respecto del año anterior; 33% muy de acuerdo y 49% algo de acuerdo. Las cifras respectivas para Chile son 86%; 49% y 37%.
A nivel global, la percepción de que hay una amenaza real (muy y algo real) ese mismo año es en el promedio de los países de 75% para el evento de ser hackeado con propósitos fraudulentos o de espionaje (Chile = 79%); 70% tener una epidemia de salud en su país (Chile = 66%); 69% experimentar un desastre natural mayor en su país (Chile = 87%); 66% sufrir el mundo un ataque nuclear / químico (Chile = 75%); 62% tener un ataque terrorista en su país (Chile = 51%); 60% que su seguridad o la de su familia sea violada (Chile = 74%); 60% que explote un conflicto violento entre grupos étnicos o minorías en su país (Chile = 75%); 46% que su país entre en un conflicto armado con otro país (Chile = 36%).
Existe pues un clima global amenazante que se refleja en diferentes áreas y que, en el caso de Chile, envuelve a las demás preocupaciones y temores respecto del futuro, llevando a una intensa demanda por seguridad.
3
En efecto, una reciente encuesta de Criteria -cobertura nacional, población mayor de 18 años- dada a conocer el domingo pasado, revela que actualmente un 68% de la población chilena considera que si tuviese que elegir entre libertad y seguridad, elegiría esta última. Las tres formas de la violencia a la que los chilenos más temen son: delincuencia y seguridad ciudadana (59,2%), crimen organizado (45,4%) y violencia asociada al narcotráfico (44,9%). En los siguientes lugares aparecen (en orden decreciente de menciones): violencia de género, ataques terroristas en La Araucanía, violencia política urbana, convivencia escolar, violencia policial.
En cuanto a las respuestas ‘securitarias’ (intolerantes, autoritarias) frente a las difundidas percepciones de amenaza e inseguridad, en torno a un tercio de la población considera que frente a una situación de violencia y delincuencia generalizada, el gobierno debe tener el derecho a: arrestar a personas sin necesidad de una orden judicial (37,7%); intervenir las conversaciones telefónicas (35,1%); permitir que las policías revisen las pertenencias o domicilios sin la necesidad de una orden judicial (29%); monitorear toda la información que las personas intercambian en internet (29%); intervenir medios de comunicación (35,1%).
Cristián Valdivieso, director de Criteria, siguiendo en este punto a Inglehart citado más arriba, comenta que “un contexto de inseguridad que se ha vuelto cotidiano […] permite entender por qué el sondeo muestra que más de 2/3 de los encuestados considera más importante la seguridad que la libertad”. Hay, concluye, “un escenario en que la ciudadanía tiende a concordar en transar libertades por mayor seguridad y donde expresa altos niveles de acuerdo con la aplicación de medidas de corte autoritario”.
4
El hecho, entonces, es que la sociedad chilena vive rodeada de una atmósfera de inseguridad y temor que, como viene sucediendo hace ya un buen tiempo, genera un medio ambiente favorable -a través de medios de comunicación y redes sociales- para aquel balance de mayor seguridad a cambio de menos libertad sugerido más arriba.
En estas circunstancias el rol de los media se vuelve decisivo para sostener o cambiar ese balance, mas no al punto que a veces se sostiene, de responsabilizar a la comunicación de la inseguridad y el temor, por encima de los fenómenos reales de crimen y violencia.
Según señala una experta a este propósito, “primero, hay muy pocas investigaciones que confirmen con estudios empíricos que la gente tiene miedo porque ve los medios. Segundo, con las reformas, con la modernización de los medios de comunicación, cuesta hoy día definir qué son los medios. Antes uno decía los medios, la radio, la televisión, la cobertura de noticias; cierto. Hoy los medios son el teléfono, las redes, son tantas otras cosas que han penetrado la vida cotidiana de la gente que aún dificultan más saber cuál es el medio, cuál es el mensaje, quién es receptor, y quien es generador. Porque yo grabo un robo, lo mando por Whatsapp y se viraliza, y tal vez, en realidad, ni siquiera era un robo. Entonces, yo creo que todas esas situaciones complejizan aún más el fenómeno”.
De modo que la dinámica psicosocial de los imaginarios de la violencia podría ir, dice la misma experta, por otros derroteros. Por ejemplo, conjetura, “todos los países latinoamericanos tienen algo en común y es que hayan subido o bajado los índices delictuales, la percepción de inseguridad es altísima, en muy pocos países baja. En la mayoría, la principal preocupación ciudadana es la seguridad y esa percepción ya está disparada y es autónoma de la victimización: el miedo, es un fenómeno social en sí mismo. De hecho, hay muchos estudios que muestran que la percepción de inseguridad afecta directamente la calidad de vida, porque la gente sale menos a la calle, no sale a la noche, desconfía del vecino, acepta menos libertad por más seguridad, es decir, el quedarse adentro tiene impactos sociales importantes”.
Un estudio del año 2013 indagó respecto a la incidencia que tiene en Chile el consumo de contenidos informativos provenientes de la televisión abierta, televisión de pago, diarios y radio posee sobre la sensación de temor. Arribó a varias conclusiones que en los años posteriores han sido confirmadasñ, las que cito casi a la letra:
- Primero, que existe una relación positiva entre el uso de algunos medios de comunicación y tener un mayor nivel de temor a ser víctima de un delito. Particularmente, ver una mayor cantidad de horas de noticias en televisión abierta se vincula con presentar un grado superior de temor, lo que no ocurre al consumir contenidos informativos en otros medios como televisión de pago, radio y diarios.
- Segundo, que hay una relación entre el miedo a los delitos y la frecuencia con que las personas conversan respecto a noticias sobre delincuencia. Esto da cuenta de que la incidencia de los medios se puede producir de forma indirecta y más compleja, interactuando con otras variables y formas de comunicación.
- Tercero, sin embargo, la variable con mayor impacto es la percepción de seguridad en el entorno: mientras más alta es la percepción de seguridad más bajo es el temor a la delincuencia.
- Cuarto, adicionalmente, el sexo y la edad son factores relacionados. Ser mujer, y cada año adicional de los entrevistados, incrementa la probabilidad de sentir miedo de ser víctimas de un delito.
- Quinto, en este modelo de correlaciones, la victimización previa (haber sido víctima de un delito durante los últimos doce meses), es un predictor de mayores niveles de temor.
- Sexto, estar expuesto a una mayor cantidad de programas que abordan temas de seguridad ciudadana está vinculado con pensar que el tema es uno de los más importantes.
Ahora bien, al ponderar el conjunto de factores y su incidencia sobre el temor en términos de mayor a menor influencia, la variable más relevante resultó ser la percepción de seguridad en el entorno, seguida de la edad, la victimización previa y el sexo. Sólo después aparecen las variables asociadas propiamente al consumo de medios.
5
En cuanto al estado actual de la cuestión de la inseguridad en Chile, como vimos a la luz de la encuesta de Criteria y del panorama global y su reflejo en la situación nacional, la percepción de seguridad en el entorno es aquí singularmente baja en este momento. Y ello, sin duda, se relaciona con la atmósfera comunicacional dentro de la cual nos desenvolvemos, donde los media y las redes sociales son un factor importante. Mas no el único y, según acabamos de constatar, tampoco el más decisivo.
Entre los demás factores cualitativos a considerar están, por ejemplo, las nuevas características del crimen organizado, incluyendo la mayor violencia y daños provocados por las acciones delictivas, su distribución a lo largo y ancho de la geografía nacional, la participación de bandas juveniles, la irrupción en escena del sicariato, la presencia de inmigrantes ilegales, la vinculación de la violencia criminal con el narcotráfico.
Enseguida, expresiones de violencia en la esfera privada especialmente odiosas y llamativas como el femicidio, la violencia intrafamiliar, delitos contra menores de 18 años, adultos mayores y personas con discapacidad, violencia homofóbica o transfóbica en los colegios, el acoso o bullying y la violencia escolar en general y sus diversas formas.
También incide en la percepción de inseguridad, como bien señala la CEPAL, la acumulación y entrecruzamiento entre problemas vinculados con los efectos sociales y de salud física y mental dejados tras de sí por la pandemia, con impacto neto en la pobreza y miseria, así como un empeoramiento de los índices de desigualdad y crecientes tensiones sociales. Los datos entregados al respecto por la DIPRES son contundentes.
Lo mismo cabe decir del impacto en el sistema educacional. Allí, como señala S. Eyzaguirre, investigadora del CEP, “el daño causado aún no es cuantificable, pues este no solo causó un deterioro de la salud física y mental de los niños, sino también rezagos en los aprendizajes, pérdida de hábitos de estudio y sociabilización, aumentando de forma preocupante el número de niños que desertaron del sistema escolar y el ausentismo crónico escolar, que es el estadio anterior a la deserción”.
Según los directores de establecimientos de una muestra representativa de colegios del país consultados en mayo pasado, “la violencia por parte de estudiantes, la ausencia de docentes y/o equipos profesionales (debido, por ejemplo, a licencias médicas o renuncias) y el rezago en lectura fueron los desafíos más frecuentes identificados”.
A los factores anteriores se agrega otro de fuerte impacto en el clima y entorno dentro del cual las personas elaboran sus percepciones de seguridad / inseguridad y sus demandas al respecto, en este cambiante balance con otras demandas, como la libertad por ejemplo. Me refiero a la opinión que ellas se forman sobre la (real) capacidad del Estado de controlar la violencia, dominar los comportamientos desviados y las acciones contrarias a la ley, y mantener el pacífico y ordenado intercambio entre los miembros de la sociedad.
Efectivamente, es a Hobbes, filósofo inglés del sigloXVIII, a quien debemos recurrir para estos asuntos, pues según él, “la seguridad del pueblo es la ley suprema”. Y más adelante agrega, a manera de un resumen de los beneficios que asegura la existencia de un Estado: “1. Que [los habitantes] sean defendidos contra enemigos extranjeros. 2. Que la paz sea preservada en el interior del país. 3. Que [los habitantes] se enriquezcan en la medida en que ello sea compatible con la seguridad pública. 4. Que disfruten de una libertad no dañina. Los que tienen el mando supremo no pueden procurar al pueblo más felicidad cívica que la que proviene de librarles de guerras extranjeras y civiles, para que los súbditos puedan disfrutar pacíficamente de los beneficios que han conseguido con su trabajo” (De cive, Alianza Editorial, 2000: 213-214).
Hoy, como bien señala Zygmunt Bauman en Vigilancia Líquida (con David Lyon), todos “nos hemos vuelto adictos a la seguridad. Hemos asimilado la Weltanschauung de la ubiquidad del peligro, de la necesidad global de desconfiar y sospechar, de que sólo es concebible una cohabitación sana bajo un dispositivo de vigilancia continua, y nos hemos vueltos dependientes de la vigilancia obvia y de la subyacente”.
Nada contribuye más a la percepción de inseguridad y desprotección que un Estado que no es capaz de actuar hobbesianamente, haciendo respetar la ley mientras la respeta el mismo, agregado este último que la democracia moderna hace a Hobbes. Si en Chile el balance entre seguridad y libertad se halla al momento inclinado hacia una intensa demanda hobbesiana, es porque el Estado aparece crecientemente sobrepasado por las fuerzas del crimen organizado y la violencia. Ésta, en sus múltiples expresiones aquí visitadas, recorre como un fantasma las calles y carreteras, los campamentos y vecindarios, los liceos y las poblaciones, los espectáculos y estadios, llenando de imágenes y micro relatos todos los circuitos de comunicación hasta transformarse en una macro narrativa con la cual nos empezamos a identificar.
*José Joaquín Brunner es académico UDP y ex ministro.
0 Comments