Crisis en la educación
Carlos Peña: “…hoy todo parece deteriorar la autoridad del profesor. Se considera que el estudiante en la sala está en una situación igual a la del ciudadano frente al Estado y entonces cualquier actitud del profesor —como reprender, sancionar, corregir con severidad— aparece como un acto agresivo o de discriminación…”.
Si se mira con cuidado, se advertirá que hay algo profundamente contraintuitivo en la educación de masas cuando se la aprecia desde los valores hoy predominantes. El sistema escolar surge, en términos generales, cuando la sociedad decide sacar al niño de la incondicionalidad del hogar, donde se le quiere por lo que es, para introducirlo a una institución reglada, donde se le apreciará por lo que hace, por el desempeño que obtenga y el esfuerzo que haga. Este cambio de experiencia vital —desde la incondicionalidad del hogar a la medición del desempeño en la escuela— es el rasgo central de la cuestión educativa en la modernidad.
¿A qué se debe que las sociedades decidan hacer lo que se acaba de describir?
Las sociedades deciden hacer eso porque esa es la única forma de asegurar la transmisión de una misma conciencia moral de una generación a otra; de separar la trayectoria vital de las personas de la cuna en que nacieron; y de incorporar a los recién venidos a este mundo a la universalidad de la cultura y la racionalidad. Por supuesto, el sistema escolar nunca cumple cabalmente todos esos objetivos; pero una conciencia viva acerca de ellos es fundamental para resolver los problemas que, como consecuencia de los cambios sociales y la aparición de la diversidad, la escuela debe afrontar.
La transmisión cultural exige contenidos compartidos y de ahí la existencia del currículum obligatorio; evitar que la cuna marque a fuego el destino de las personas exige un sistema escolar que no se estructure al compás de las clases sociales; el aprendizaje de la racionalidad y el ingreso a la cultura de su tiempo demanda prestigio y autoridad de quien está a cargo de la enseñanza.
Basta dar un vistazo a lo que en cada uno de esos tres niveles está ocurriendo para encontrar motivos más que suficientes de alarma.
El currículum está siendo desplazado por actividades decididas por los propios estudiantes o por diversas formas de control disciplinario al que los profesores han debido dedicarse distrayendo así valioso tiempo para el quehacer que les es propio. Después de casi dos décadas de intentos de reforma, el sistema escolar sigue remedando, con fidelidad, la estructura de clases sociales. Y, en fin, el deterioro de la autoridad del profesor (al que muchas teorías pedagógicas han contribuido) lesiona severamente el aprendizaje, en especial de aquellos sectores que poseen bajo capital cultural inicial.
De esos tres quizá el más relevante —por lo difícil que será corregirlo si no se reacciona pronto— es el tercero.
Sin que se reconozca autoridad al profesor o profesora en la sala de clases es muy difícil que se produzcan aprendizajes de valor, se aprendan las disposiciones del carácter que se llaman virtudes o se estimule el mérito y el esfuerzo. Pero hoy todo parece deteriorar la autoridad del profesor. Se considera que el estudiante en la sala está en una situación igual a la del ciudadano frente al Estado y entonces cualquier actitud del profesor —como reprender, sancionar, corregir con severidad— aparece como un acto agresivo o de discriminación. La idealización de la comunidad escolar —que olvida que la escuela no debe ser fiel a la particularidad de los padres, sino a la universalidad de la cultura— es otro factor que deteriora la autoridad de quien enseña. Y, en fin, el sometimiento de muchas escuelas y liceos a las generalidades ideológicas que maneja una alcaldesa o un alcalde —a los que de pronto se les instituye en patrones del sistema escolar— acaba haciendo desaparecer el papel y el prestigio del profesor o profesora.
Y si se consiente que ello siga ocurriendo, no habrá aprendizaje posible.
En uno de sus textos, Wittgenstein (quien fue maestro de escuela, aunque debió abandonarla por ser demasiado severo) recuerda que para aprender es necesario contar con alguna certeza inicial que el propio aprendizaje podrá después corregir. Pero sin ella ni siquiera la comunicación es posible (como alguna vez lo mostró B. Bernstein). Transmitir esas certezas iniciales es propio de los profesores; pero para hacerlo ellos requieren que, en vez de relativizar su autoridad, se la fortalezca.
Hace días se veía en la televisión a profesores a cuya vista y paciencia se preparaban cócteles molotov. Es difícil, como se comprende, imaginar a ese profesor enseñando en una sala y que los alumnos que lo escuchan sientan que vale la pena oírlo. Todo esto, por supuesto, no es culpa de los profesores (aunque algunos han contribuido a deteriorar la comprensión de su propia tarea, intoxicados con alguna forma vulgar de constructivismo o malentendiendo a Bourdieu); pero si no se le enmienda, la propia institución escolar acabará perdiendo sentido y pesará más el origen familiar que el desempeño, que es justamente lo que el sistema escolar, desde sus inicios, ha procurado corregir.
Carlos Peña
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