José Joaquín Brunner: Medir las consecuencias del Rechazo
Pues bien. No solo amarró la administración Boric la suerte de su programa al resultado del plebiscito, sino que apostó su propio poder al Apruebo, opción que el Presidente asumió como propia. La consecuencia es clara: el Presidente, su gobierno y su propia coalición (Frente Amplio y PC) experimentaron una derrota política de marca mayor. Esto llevó a un inmediato reacomodo del comité político del gobierno y a un nuevo balance de posiciones entre la coalición del Presidente y la coalición del ‘segundo anillo’ (PS, PPD, PR y aliados). Además, la continuación del proceso constitucional desplazó su centro de gravedad al Congreso Nacional, donde se incrementa el poder de la Oposición. Por último, el gobierno está forzado a redefinir su propia agenda programática y su aplicación, aspecto que voluntariosa pero inútilmente se resiste a admitir.
Un mínimo realismo político-estratégico terminará obligando al gobierno a reconocer su nueva situación de poder post derrota del 4-S.
De entrada, sus coaliciones internas —los ‘dos anillos’— giran en órbitas distintas. Sus concepciones y sensibilidades frente al cambio divergen. Mientras Apruebo Dignidad (FA y PC) posee un discurso rupturista, de aceleración del cambio, de avanzar sin transar y de una (pretendida) superioridad moral, Socialismo Democrático (PS, PPD, PR) se proclama reformista, de cambios consensuados, etapas sucesivas y realismo en cuanto a los fines y medios. Además, entre ambas coaliciones hay una pugna latente por la hegemonía del sector de las izquierdas, a la cual se agrega, más claramente ahora después de la derrota, una pugna al interior de la coalición principal, entre el FA y el PC.
Enseguida, las condiciones de contexto son adversas para estrategias de transformaciónorientadas más por la voluntad que por la realidad. La sociedad ha estado dos años bajo tensión física, mental, socioeconómica y de su normalidad cotidiana producto de la pandemia. Es más pobre, literalmente, hoy que ayer. Está afectada por el encarecimiento de la vida. Vive exasperada por la inseguridad en los hogares y las calles. No hay un crecimiento económico dinámico que alimente expectativas y cree oportunidades; al contrario, existe una sensación de estancamiento. Fenómenos críticos —como la migración desorganizada y la violencia organizada— parecen fuera de control del gobierno y revelan fallas de Estado. Hay una sensación generalizada de corrosión del sentido de autoridad en múltiples campos. Y una falta de perspectivas respecto de cuándo y cómo se recuperará la normatividad y las instituciones volverán a funcionar establemente.
Este contexto adverso provoca una difusa pero amplia e intensa demanda por orden, seguridad, certidumbre, regularidad, protecciones, cuidado y encuadramiento. Hay necesidad de límites, esquemas, organización, efectividad y legítima autoridad.
Es, por tanto, un clima conservador el que rodea a un gobierno inseguro de sí mismo, después del 4S, pero que se concibe como portador de un programa transformador acelerado, de gran envergadura, de refundación simultánea de muchos sectores de la sociedad. Que tiene más aspiraciones, entusiasmo, voluntarismo, intolerancia y sensación de un destino superior que realismo, experiencia, cálculo, conocimiento práctico, tolerancia a la frustración y el escepticismo propio de reconocer los límites impuestos por el complejo entramado de la sociedad.
De ahí, precisamente, que el rotundo Rechazo del 4-S tenga un significado tan especial para el gobierno y su autoimagen y relato de sí mismo. Fue algo así como un portazo dado a su manifiesto, expresión ideal de un movimiento generacional ascendente, proclama revolucionaria de una vanguardia que no reconoce antecedentes y que cree —al menos sus dirigentes— que viene a corregir 30 años de historia reciente y 200 años de historia larga.
Tal es, en efecto, el rol que en la dinámica imaginaria de la nueva izquierda jugó el texto de la Convención Constitucional; un texto refundacional, lleno de novedades, voluntarioso y entusiasta, rupturista incluso en el lenguaje y los valores subyacentes, sin concesiones ni al pasado ni al cotexto real, elaborado únicamente entre representantes de aquel país imaginario y lanzado como una flecha hacia el futuro.
Ahora que ha quedado atrás la extrema pretensión de esa propuesta y del espíritu (octubrista) que la hizo posible, al igual que el choque frontal y sonoro que experimentó al encontrarse con el pueblo al cual creía representar y dar voz, tal vez sea posible avanzar con mayor realismo, ajustando cada uno de los actores principales su programa a las nuevas condiciones. Necesitamos dar continuación al proceso constitucional, esta vez con mayor realismo y disposición para alcanzar acuerdos. Al mismo tiempo, necesitamos generar una agenda efectiva para hacer frente a las dificultades que perturban a la población.
El gobierno no puede volver a equivocarse y suponer que su programa máximo sigue en pie y aquí no ha pasado nada. Y la clase política dirigente, en todo el espectro, debe promover y facilitar estos ajustes, mostrando que tiene la capacidad de sacar adelante al país en un momento tan extraordinariamente delicado. Si volviera a fracasar —con relación a la nueva Constitución y a una agenda revisada para los próximos tres años— un renovado Rechazo nos llevaría, esta vez, al borde del precipicio.
*José Joaquín Brunner es académico de la UDP y ex ministro.
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