José Joaquín Brunner: Escenarios y actores al reiniciarse el proceso constitucional
Han transcurrido ya dos semanas desde el 4-S, con fiestas patrias incluidas, y el escenario político permanece abierto, incierto y con turbulencias a la vista.
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El gobierno y Apruebo Dignidad (AD) buscan recuperar la iniciativa y el control de la agenda, pero ahora en condiciones más débiles. Retardadamente comienzan a evaluar los daños insoslayables de su derrota. El cambio de gabinete fue un gesto, mas no suficiente. Lo que la sociedad necesita escuchar es una explicación coherente de la derrota por parte de sus principales responsables y, en seguida, cómo esperan enmendar el rumbo. El presidente Boric llamó a “avanzar —como creo, tengo la convicción, que nos llama el pueblo de Chile— con mucha decisión, con gradualidad, pero sin renunciar”. Sin embargo, no ha dado ninguna señal clara de hacia dónde él y su gobierno desean encaminarse “con mucha decisión, con gradualidad, pero sin renunciar”. Tal relato carece de poder de convocatoria y no da cuenta de la dirección en que el timonel desea orientar la nave. Al contrario, se parece a las típicas invocaciones lanzadas para cohesionar a las huestes propias en una situación adversa, como famosamente usó también el gobierno Bachelet 2 –“realismo sin renuncia«— en un momento de rápida pérdida de gobernabilidad de los cambios estructurales y paso hacia otro modelo, que había comprometido la ex Presidenta.
El gobierno de Boric y su coalición dura —PC y FA, en lo principal— debieron aprender de esa experiencia de transformación encabezada por la Nueva Mayoría, que pronto terminó en el fin de una ilusión. ¿Que había pasado? Que las transformaciones imaginadas (paradigmáticas, se decía) se frustraron por un gobierno con escasa capacidad de gestionar cambios simultáneos pobremente diseñados, un plan sin prioridades bien definidas ni respaldo técnico y político suficiente, una Presidenta que tempranamente perdió el respaldo social y de la opinión pública encuestada, y una coalición inestable y contenciosa, ideológicamente confundida e incapaz de corregir sobre la marcha.
El cuadro actual no parece ser muy distinto, aunque los actores se mueven en condiciones extraordinariamente más difíciles.
El Presidente, en vez de dirigir una autoevaluación en serio de su gobierno y el desempeño de su equipo, se concentró sobre el diseño del proceso constitucional post plebiscito, donde, a poco andar, debió reconocer que no estaba llamado a dirigir sino, por ahora, meramente a acompañar. En efecto, la correlación de fuerzas había mudado.
Los partidos de la coalición dura entraron de inmediato en la carrera por ganar posiciones (o, al menos, no perderlas) en la reorganización ministerial (finalmente con ventajas marginales para el PC sobre RD). En general, los partidos del FA, con su precaria estructura y escasa maduración ideológica, sencillamente hicieron mutis por el foro sin dar cuenta de las circunstancias, motivos y consecuencias de su derrota. Al contrario del PC que, primero, bajó una línea defensiva para sus militantes y la coalición —v.gr., la derrota fue producto de una enorme campaña de desinformación, temor y fake news impulsada por la gran empresa y sus ‘tontos útiles’ de la centro izquierda— y, luego, entregó una opinión oficial.
Esta sostiene “que el resultado del Plebiscito constituye una derrota electoral y táctica que, de no evaluarse en profundidad y con un sentido autocrítico, puede tener efectos retardatarios en el tiempo”.
O sea su importancia no sería tan grave como parece, pues no fue una derrota ‘estratégica’ como se diría en el antiguo lenguaje de las burocracias comunistas y, además, es meramente ‘electoral’, o sea, no compromete a los otros teatros de operaciones y formas de lucha, tal como la calle movilizada durante la revuelta. Al mismo tiempo, el PC llama a poner la atención sobre “la contraofensiva conservadora y neoliberal en marcha que no sólo busca contener y limitar la continuidad del proceso constituyente, sino desestabilizar y obstaculizar la concreción del programa del gobierno”. Es el último aspecto el que desea resaltar el PC, para elevar la presión sobre el Presidente Boric y así quedar en una posición de mayor fuerza para cuando llegue el momento, inevitable, en que el gobierno tendrá que reducir, redefinir y repriorizar su agenda transformadora para el resto del período de su administración.
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La parte secundaria de la coalición de gobierno, el Socialismo Democrático (compuesto por el PS, PPD, PR y socios menores), impulsor del ‘Apruebo con reforma’, sale paradojalmente fortalecido de la derrota, pues esta es atribuida por analistas y columnistas a las versiones más extremas del Apruebo a secas y, en cualquier caso, al mal cálculo de Boric y su coalición dura o de primera línea.
Además, esta segunda línea del gobierno se vio de inmediato favorecida por el cambio de gabinete y por el hecho que el trío de ministerios claves en términos estratégicos —Interior, Secretaría General de la Presidencia y Ministerio de Hacienda— quedó en manos del núcleo PS/PPD.
Asimismo, la negociación de la continuidad del proceso constitucional, con su centro de gravedad desplazado hacia el Congreso Nacional, será liderada allí por los presidentes de ambas Cámaras, militantes del PS y el PPD respectivamente. Ellos quedan pues en inmejorable posición para actuar como parteros de una nueva Constitución, corrigiendo de paso el enunciado de Marx de que “la violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”.
Adicionalmente, esta parte subordinada de la coalición de gobierno, su retaguardia, es la que aparece como garantía, simbólicamente hablando, tanto de la posibilidad de un proceso constituyente alineado con una doctrina constitucional de democracia social (al estilo del proyecto de Constitución enviado por la ex presidenta Bachelet al Congreso Nacional en 2018, cinco días antes de que dejara La Moneda), como de un giro hacia la ‘gradualidad sin renuncia’ que el gobierno ya anunció y, de hecho, ha comenzado (aunque todavía confusamente) a ejecutar. Incluso un investigador del Centro de Estudios Públicos, dos años después de presentado dicho proyecto de nueva Constitución, señaló en una entrevista que “es un proyecto que no hay que olvidar. No se puede echar a un saco roto, no sirve de nada olvidarlo, es importante tenerlo presente. Creo que es importante tenerlo presente porque tiene contenidos, por lo que pone un marco a la discusión”. Además, dijo, es “una respuesta a una demanda por mayores derechos sociales, económicos y culturales” (Lucas Sierra, 26 de marzo de 2020), igual como se supone existe hoy y estará al centro de los debates por una ‘mejor y buena Constitución’. Quizá, quién lo sabe, la historia juegue con astucia y dé a esta propuesta, que se dio por enterrada, una segunda opción.
Por último, es de suyo evidente que este socio menor de la coalición gubernamental, el Socialismo Democrático, está en condiciones —si tiene la necesaria habilidad y efectividad de liderazgos— de actuar como un pivote articulador entre la izquierda más ruda y la derecha (tradicional y nueva) dispuesta a asumir un papel constructivo. Además, cuenta con las redes político-culturales suficientes, heredadas de su pasado concertacionista (aunque se hallen deshilachadas), para operar convergentemente con los grupos que en la actual coyuntura se definan a sí mismos como de centro en el espectro ideológico.
En breve, el Socialismo Democrático, si administra bien su capital político, podrá convertirse en el real eje del gobierno asumiendo el liderazgo en ambas vías por donde deberá transcurrir lo que resta del período presidencial de Boric: (i) la continuación del proceso constitucional, hasta lograr una nueva Constitución (no refundacional ni maximalista) respaldada por 2/3 de la población y (ii) la puesta en marcha de una o dos reformas sociales esenciales, buscando para ellas un amplia base de acuerdos.
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¿Es esta una perspectiva realista, a lo menos especulativamente posible o una mera fantasía?
Su viabilidad, qué duda cabe, es altamente compleja (improbable dirán algunos). Y depende, en lo esencial, de tres factores. Dos ya hemos visitado: (i) la debilidad del gobierno que lo estimularía a cambiar de eje y (ii) la presencia de una coalición de reserva, el Socialismo Democrático, dispuesto a liderar y ejecutar este giro. El tercer factor, igualmente difícil de conjugar, es contar con una derecha a la altura del desafío que tiene por delante. Lo mismo me preguntaba yo hace unos días: “Pero, ¿se ha renovado [ella] ideológicamente? ¿Ha crecido en capacidad técnico-política e intelectual? Su último paso por el gobierno no lo sugiere. ¿Qué planteamientos adopta ahora que declara estar a favor (¡en buena hora!) de un Estado social de derecho?”. Son preguntas legítimas y ampliamente difundidas, incluso desde una actitud de neutralidad respecto al tema de la confianza que se podría depositar en este sector.
Por el contrario, una solución tan compleja y complicada como la que aquí se perfila, necesita partir del supuesto de que tal confianza existe, no como una convicción ética sino, menos exigentemente, como una condición realista para poder construir conjuntamente caminos de solución. Los primeros cuatro años de la transición democrática en Chile muestran que esto es posible.
Entonces, ¿qué debería esperarse de la derecha?
Ante todo, una correcta evaluación de su poder y capacidades para incidir en el proceso que viene. El Rechazo se impuso más allá de la votación de la derecha, con una decisiva contribución de votantes que antes no habían concurrido a las urnas y la pública conducción de personalidades, ideas y estilo de centro-izquierda y de organizaciones de la sociedad civil. No fue, pues, el triunfo de una postura reaccionaria ni menos cavernaria. Al contrario, redujo la brecha entre el Aprobar para reformar y el Rechazar para mejorar, cuestión seguramente determinante a la hora de la votación. “Queremos una nueva Constitución, pero no esta” fue, sin duda alguna, la frase más acertada de la campaña del Rechazo, en la misma medida que permitió a la mayoría de los votantes salirse del rincón puramente negativo de un rechazo a secas para pasar a ocupar terreno como un con el adversario, “queremos una nueva Constitución”, solo que desaprobando el texto propuesto, “pero no esta”, debido a sus contenidos y forma de producción.
De manera que el valor principal del Rechazo, puede decirse, es su compromiso con avanzar hacia una nueva Constitución, distinta de aquella surgida de la Convención, que eventualmente pueda ser apoyada por dos terceras partes de la población (o más).
Esto es lo que debe honrar la derecha y de allí le viene su fuerza para el nuevo ciclo del proceso; no del hecho de haber concurrido —como era previsible— al Rechazo sin más. No es algo menor. La derecha ingresa a la nueva etapa no como la vez anterior —esto es, expresión de una minoría derrotada y aislada como resultado del plebiscito de entrada; en actitud reaccionaria, defensiva, de mera conservación (anacrónica) de la Constitución originada en dictadura—, sino como una fuerza legítima dispuesta a hacerse parte, en pie de relativa igualdad simbólica frente al futuro de la patria, tan reiterada y llamativamente invocada durante las recientes fiestas.
Lo anterior exige de la derecha, claro está, además de una adecuada evaluación de su poder negociador, una seria y rotunda disposición negociadora. O sea, un compromiso, desde el primer día, con el resultado final: una nueva Constitución construida deliberativamente con las demás fuerzas de la política chilena e instancias de sociedad civil que se dispongan a concurrir al proceso.
Dos condiciones son esenciales para ello.
La primera, demarcar los ‘bordes’ —como está de moda decir— de la coalición negociadora de la derechay actuar, a través de ella, con las menores contradicciones posibles. Hasta el momento, Chile Vamos parece lograrlo. Desde el comienzo había demarcado su borde (extremo u orilla de algo) alrededor del trío de partidos integrado por RN, UDI y Evópoli.
Luego, durante el proceso que condujo al plebiscito de salida, guardó —aunque más por necesidad que por virtud— una actitud de discreción dentro del bloque del Rechazo, cediendo la ‘visibilidad’, bien intensamente apetecido en la sociedad del espectáculo, sin a la vez crear equívocos respecto de su evidente apoyo.
Por último, desde la primera hora de anunciado el resultado del plebiscito, ha reiterado su voluntad de participar decisivamente en la elaboración del nuevo texto. En este último punto Chile Vamos ha separado aguas respecto del Partido Republicano, el cuarto de los partidos de derecha que, invariablemente, ha manifestado su preferencia por mantener la Constitución vigente, pero sin descalificar su participación en las conversaciones que darán curso a la continuación del proceso constitucional. A la vez, el propio Partido Republicano reconoce tácitamente que no fue un actor relevante ni decisivo del Rechazo.
La segunda condición, sin duda la más importante, es que la derecha —sus partidos comprometidos con una nueva Constitución, centros de ideas afines a este sector, académicos, intelectuales y expertos constitucionalistas de este lado del espectro ideológico-cultural— muestre sus propuestas y las someta a debate.
En varios aspectos sustantivos, incluso entre los más polémicos, ha adelantado posturas constructivas, como por ejemplo la voluntad de ir hacia un Estado social, el que podría ser enunciado constitucionalmente de varias, distintas, formas. Por ejemplo, el proyecto de nueva Constitución de Bachelet-2 enunciaba así esta idea en su artículo 2: “La República de Chile es un Estado de Derecho democrático y social. Su organización territorial es unitaria. Su administración es descentralizada y desconcentrada, pudiendo adoptar otra modalidad que disponga la ley”. Esta descripción se inspira en la fórmula empleada por la Constitución alemana y es seguida también por las Constituciones de España y Colombia.
En cualquier caso, en el ámbito decisivo de los derechos sociales, culturales y nuevos, como han sido llamados, y respecto de su forma de tutela o garantía, el informe de la OCDE preparado para el proceso constitucional chileno contiene una valiosa e instructiva discusión, como puede apreciarse en el siguiente párrafo: “Por ejemplo, la Constitución de España contiene varias cláusulas que indican que ciertos derechos específicos son justiciables, otros son aspiracionales, y otros son justiciables, pero solo en determinadas circunstancias. Los detalles del lenguaje varían de una jurisdicción a otra, pero es importante reconocer las diferencias entre las “fuerzas” de los derechos y considerar (y especificar) cómo se incluirá cada derecho en particular en la constitución”.
Asimismo, en otras materias, existen desde ya elementos y declaraciones que servirían para elaboraciones convergentes de las correspondientes disposiciones constitucionales. Por ejemplo, diversos voceros de Chile Vamos concurren con la idea de pluriculturalidad o interculturalidad en relación con el reconocimiento de los pueblos originarios y su integración al Estado nacional. Lo mismo ocurre con la paridad y con la necesidad de una perspectiva ecológica y de protección del medio ambientecompatible con un desarrollo de las fuerzas productivas de la economía.
También en otras materias esenciales hay bases posibles de acuerdo, luego de la traumática experiencia de la Convención Constitucional. Por ejemplo, en una vigorosa consagración de los derechos y garantías individuales propios e inseparables de una democracia liberal, como el pluralismo, la libertad de creencias y expresión, la privacidad y la autonomía de las personas.
Asimismo, en cuanto al carácter del sistema político, donde parece existir una clara disposición mayoritaria favorable para una separación y equilibrio entre los poderes del Estado, la vigorosa independencia del Poder Judicial, un régimen presidencial con algunos atemperamientos, y la simetría entre ambas cámaras en el caso del poder legislativo, junto con establecer mecanismo y procedimientos que faciliten la gobernabilidad.
Nada de lo dicho significa que vaya a ser fácil encontrar un lenguaje común para estos asuntos. Pero en el nuevo clima post plebiscito, con una mayor sobriedad de imaginación lingüística e ideológica y un menor deseo de imponer utopías académicas, debería ser perfectamente posible enunciar acuerdos que sean razonablemente satisfactorios (y a veces, incluso, aceptar los menos malos).
Probablemente se producirán debates intensos en materias de régimen económico y rol del Estado. Mas tampoco cabe exagerar. En efecto, es de suyo evidente que la discusión se sitúa dentro de las alternativas que ofrece el capitalismo, de manera que no conviene exagerar la disputa ideológica elevándola al grado de una guerra cultural si no, más bien, operar con realismo y a partir de la experiencia del propio desarrollo del país.
La presencia fuerte del Estado (moderno, integrador, orientador, promotor del desarrollo, regulador, evaluador y garante de la seguridad de las personas y de la defensa nacional) debe reconocerse al igual que la presencia activa de la sociedad civil: la iniciativa de los privados, los movimientos sociales, las organizaciones no gubernamentales, el emprendimiento, la propiedad privada y los mercados. El concepto de subsidiaridad ha dejado de ser un buen articulador entre ambos lados de la ecuación. Por tanto, habrá que encontrar un lenguaje de régimen mixto con componentes estatales y no estatales, de colaboración estatal y privada, de competencia (antimonopólica) y regulación pública, sobre todo en los campos de los servicios públicos esenciales como salud, educación y seguridad social.
Por último, hay también materias en que deberán buscarse arreglos entre visiones de mundo dispares, o donde los valores y las percepciones morales resultan inconmensurables, pues en eso consiste, precisamente, el pluralismo propio de las Constituciones democráticas. En encontrar un lenguaje constitucional que mantenga abierto el ámbito de esos conflictos entre visiones incompatibles y otorgue reglas y procedimientos para continuar regulando los desacuerdos a nivel legislativo, de instituciones y de políticas, permitiendo de esta manera que la propia sociedad y cultura vayan acomodando sus diferencias a lo largo del tiempo. Por ejemplo, típicamente, en temas de libre elección en varios ámbitos, objeción de conciencia, libertad de cultos, derechos sexuales, bienes comunes y otros.
Corresponde ahora al conjunto de las fuerzas políticas, a los expertos y a las instancias de la sociedad civil buscar la forma de llevar adelante el nuevo proceso constitucional. Este, mediante la deliberación pública, debería conducirnos a un texto razonable y aceptable. Sería esperable que este tenga la mitad o menos de los artículos del texto rechazado (por excesivo, entre otras cosas) y obtenga idealmente el doble de los votos del Apruebo o, en cualquier caso, dos tercios a su favor en el siguiente plebiscito ratificatorio. Es extremadamente difícil pero no imposible. Sigamos pues.
*José Joaquín Brunner es académico UDP y ex ministro.
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