Retórica educacional de principios y fines
“La educación hizo posible la idea de humanidad, de una formación plena, de ascendencia del espíritu, del bien vivir y los derechos humanos”.
Desde antiguo la educación fue objeto de elevadas utopías (Platón, Comenius, Rousseau), grandes relatos y abundante retórica. No debe sorprender. En efecto, ella aparece en la encrucijada donde se entrecruzan los más importantes fenómenos del poder, la religión y la cultura, la familia, la nación y la economía.
Puesta al centro de la vida de los pueblos, la educación hizo posible la idea de humanidad, de una formación plena, de ascendencia del espíritu, del bien vivir y los derechos humanos. Se es educado “para pronunciar palabras y para realizar acciones”, como proclama el viejo Fénix educador de Aquiles (W. Jaeger). Así, en el principio estuvo la educación.
Por lo mismo, el discurso educacional está presente en la filosofía y las ciencias sociales, ocupa un lugar privilegiado en las profesiones tradicionales (medicina y derecho), prepara para el mundo de las tecnologías y, desde su propia práctica, genera saberes de largo uso como las pedagogías y más recientes derivados de la profesionalización docente.
En el caso del derecho constitucional, sin embargo, encontramos dos aproximaciones diferentes a la retórica educacional.
Por un lado, aproximaciones minimalistas. Definen a la educación esencialmente como un derecho universal y gratuito durante el ciclo obligatorio. Es el caso de Finlandia: “Todas las personas tienen derecho a una educación básica gratuita”. La Constitución alemana señala: “El sistema educativo en su conjunto estará bajo la supervisión del Estado”. No se explicitan fines de la educación. Y, cuando ocurre, es de manera escueta: “La educación debe atender a las habilidades y las necesidades individuales, y fomentar el respeto por la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos”, afirma la Constitución de Noruega.
Los países con provisión mixta —estatal y no estatal o privada— ubicados dentro de esta misma aproximación, proclaman conjuntamente el derecho a la educación y la libertad de enseñanza. La Carta española dice: “Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza”. Además, se establece la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos y el derecho de las comunidades a establecer colegios financiados por el Estado. Es el caso de Bélgica y Holanda, que además establecen igualdad de trato entre los alumnos, padres, personal docente e instituciones educativas. Hay allí diversidad con igualdad frente a la ley.
En el ángulo contrario, se sitúan las retóricas constitucionales maximalistas de la educación, comunes en varios países latinoamericanos, incluyendo ahora también a Chile. El texto propuesto abunda en fines para la educación: construcción del bien común, justicia social, respeto de los derechos humanos y de la naturaleza, conciencia ecológica, convivencia democrática entre los pueblos, prevención de la violencia y discriminación, así como adquisición de conocimientos, pensamiento crítico, capacidad creadora y desarrollo integral de las personas, considerando sus dimensiones cognitiva, física, social y emocional. Una impresionante letanía. Y un espacio casi infinito para la polisemia.
Pero hay más. Al lado de esos fines, la educación deberá regirse por principios de cooperación, no discriminación, inclusión, justicia, participación, solidaridad, interculturalidad, enfoque de género, pluralismo, carácter no sexista y contextualizado, considerando la pertinencia territorial, cultural y lingüística, junto con hacerse cargo de “los demás principios consagrados en esta Constitución”.
¿Qué problemas trae consigo esta fuerte determinación de fines y principios constitucionales de la educación?
Primero, no se sabe si son mera retórica declarativa o si de verdad se pretende que gobiernen ceñidamente a los colegios, orientándolos en la esfera de valores, ideales y creencias. Esta última parece ser la pretensión en el caso chileno. En efecto, la carta fundamental propuesta señala que la ley establecerá la forma en que estos fines y principios deberán materializarse. Y luego agrega que la calidad de la educación se entenderá como el cumplimiento de esa panoplia de fines y principios. De ser así, el riesgo de un control panóptico del sistema en cuanto a sus orientaciones de fondo se torna inminente.
Efectivamente, ningún régimen educacional democrático moderno —basado en principios de autonomía, libertad, diversidad y autorregulación moral, ausentes por lo demás de aquel denso catálogo— podría florecer bajo esas condiciones, sobre todo si es de provisión mixta y ampliamente pluralista como el chileno.
Segundo, cabe preguntarse si la adopción de marcos declarativo-retóricos de fines y principios similarmente voluminosos tiene algún efecto positivo real sobre el clima cultural de las comunidades escolares, la conciencia ciudadana, el respeto de derechos y deberes, la vocación ecológica, la prevención de la violencia, la interculturalidad y así por delante. Desde ya sabemos que países con retóricas educativas maximalistas en su Constitución —como Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela, por ejemplo— no por eso han mejorado sus sistemas escolares ni tampoco se acercan al ideal proclamado.
Tercero, más bien, la experiencia comparada muestra que catálogos utópicos semejantes no alteran las características efectivas de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Tampoco sirven para resolver los serios problemas de nuestra educación, tales como desigualdades de base sociofamiliar, una débil profesionalización docente, el estancamiento de resultados y un grave deterioro del clima interno de los colegios.
Al contrario, mal usados —por políticas iliberales, o bien, por burocracias imbuidas en sentimientos de superioridad moral— tan exagerados código de fines y principios suelen conducir a climas culturales asfixiantes, incompatibles con la diversidad de proyectos y el pluralismo de valores educacionales.
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