Desde contextualizar lecturas históricas hasta precisar nuestra idea de comunidad educativa contribuirían a comprender y superar la situación de violencia que hoy se vive en las escuelas de Chile, considera el autor de esta columna para CIPER: «Sin embargo, el estándar comunitario es más exigente que aquel puramente distributivo. Demanda tomar decisiones sustantivas sobre el bien común, y requiere, por tanto, una reflexión más profunda de temas moralmente contenciosos, que un esquema liberal no alcanza a satisfacer.»
La educación parecía uno de los horizontes más claros para el gobierno de Gabriel Boric. Los cuadros políticos del Frente Amplio se formaron en la lucha por una mejor educación, y no es extraño encontrar entre sus filas a excelentes profesionales de distintas áreas que han decidido dejar el mundo de las ciencias, la ingeniería o el Derecho para pensar el problema educacional. El gobierno tiene experiencia en este lenguaje. Lo demuestra la elección del ministro Ávila, primer profesor en ese cargo, que porta la carga simbólica de reivindicar a uno de los gremios más abandonados de nuestro país. El ministro había sido hasta ahora uno de los mejores evaluados en el gabinete.
Pero en las últimas semanas la crisis del sistema educativo chileno ha desbordado la escuela. A violentas acciones al interior de los establecimientos [ver columna en CIPER: «El vínculo entre educación cívica y violencia escolar», 4/4/2022], se suman furiosas escenas protagonizadas por estudiantes de liceos emblemáticos que tensionan el compromiso explícito del gobierno con la educación pública.
Buses quemados, enfrentamientos entre encapuchados y carabineros, e incluso ataques directos al Municipio de Santiago inspiran opiniones simplistas que ven en tales actos «mero vandalismo» o la presencia de «elementos radicales». Para sectores de izquierda, en tanto, las escenas parecen resultar más ambivalentes: conjuran a la vez imágenes de antiguas movilizaciones estudiantiles junto con el ímpetu vertiginoso del estallido social. Acaso les recuerdan la fundación de la sensibilidad política del gobierno, pero también su límite.
La generación en el poder se acostumbró a modelar el problema educacional como una cuestión de justicia social. Sin embargo, una distribución desigual de oportunidades, acceso e infraestructura no es más que una parte —aunque sea fundamental— de la descomposición de nuestra educación pública. La escalada de violencia ha hecho imposible reducir los déficits del sistema a un problema distributivo.
El Ministerio de Educación se ha mostrado consciente de tal insuficiencia. Su reciente política de reactivación educativa integral «Seamos comunidad» es el primer puntal de un programa que pretende cambiar el paradigma educacional desde un enfoque en el estudiante individual a una perspectiva que se preocupe de la totalidad de la comunidad educativa.
Durante la Inauguración del año Académico de Posgrado en Educación UC, el ministro Ávila delineó la trama básica de esta transformación. La promoción de una pedagogía «basada en la inclusión, la colaboración y la participación» impactará en el fortalecimiento de las comunidades educativas. Profesores, funcionarios, padres y estudiantes podrían configurar así una comunidad más allá de las aulas [1]. El ministro presentó un esquema de reformas prudente, dividido en fases, que insistió en no partir de cero y aprovechar instituciones ya existentes. Este es el caso de la Ley General de Educación que, según Ávila, ya provee una visión de formación integral. También propuso una revalorización de los docentes que los incorpore al diseño de la política pública, dándoles mayor participación y distanciándose de la perspectiva punitivista basada en una lógica de control permanente. En general, su planteamiento se orientó a persuadir a la audiencia de «la creación de una comunidad en la que efectivamente todos se sientan parte», lo que permitiría enfrentar problemas sociales más profundos, entre los que, por cierto, se incluye el de la violencia.
La política de reactivación impulsada desde el inicio de la nueva administración en la cartera hace eco de esta orientación al afirmar que se promoverá «el protagonismo de las comunidades educativas y cada uno de sus integrantes», diseñando prácticas «en conexión recíproca con sus entornos y la comunidad local». En materia de violencia, se promoverá un ambicioso programa comunal que abordará la creación de redes de convivencia, capacitación de equipos, y el apoyo directo e intersectorial del ministerio a las comunidades. Además, se sugiere fortalecer la política nacional de convivencia.
Ciertamente las propuestas responden a la demanda de justicia educacional presente en el programa de gobierno, distribuyendo bienes sociales como la salud mental y una mejor convivencia a las comunas con mayores problemas de violencia. El ministro ya había mostrado tal énfasis redistributivo al ejemplificar la justicia educativa en la indignante inequidad tanto en infraestructura escolar como en el acceso a la universidad.
Sin embargo, el estándar comunitario es más exigente que aquellos puramente distributivos. Demanda tomar decisiones sustantivas sobre el bien común, y requiere, por tanto, una reflexión más profunda de temas moralmente contenciosos, que un esquema liberal no alcanza a satisfacer.
La mejor versión de un esquema liberal para un sistema de educación pública privilegia la igualdad de oportunidades para que así cada ciudadano pueda elegir libremente y dentro del marco legal el plan de vida que más le convenga. Sin embargo, la igualdad de oportunidades no es suficiente para un ideal comunitario fuerte. Una vida en comunidad consiste menos en vínculos voluntarios que en compromisos que hemos aceptado como parte de nuestra identidad [Sandel, 1998, p.152]. Decir que se escoge voluntariamente la orientación sexual, la fe religiosa, la afiliación a una organización política, o la pertenencia a un pueblo originario tergiversa la experiencia de participar en cualquiera de estas comunidades, incluída la pertenencia a una identidad nacional chilena.
Rehuir de las cuestiones éticas implicadas en la pertenencia a una comunidad y ceder a la exigencia de «separar nuestra identidad como ciudadanos de nuestra identidad como personas morales» [Sandel, 2009, p.248] no resuelve el problema. Más bien lo radicaliza. El multiculturalismo no provee soluciones a problemas centrales de nuestro pacto social como por ejemplo el aborto, en el que una ética feminista que afirma la libertad reproductiva se opone a un catolicismo tradicionalista que defiende la vida del que está por nacer. Tampoco las da a comunidades educativas donde prácticas normalizadas en antiguos establecimientos educacionales han sido denunciadas como acoso y hostigamiento sexual.
Así, el programa del ministerio responde parcialmente a los reclamos de una perspectiva comunitaria en educación. Se ha definido explícitamente el cambio climático como un desafío de la educación desde una lógica ecologista. También el ministro Ávila ha establecido un reconocimiento explícito de las comunidades de LGBTIQ+, integrando al programa una «agenda de educación feminista y no sexista» en el marco de una inserción legal del sistema educativo en el sistema de los Derechos Humanos [2].
Pero tal como este avance comunitario en la perspectiva medioambiental y de género se ha elaborado bastante menos en áreas fundamentales de la discusión pública, el mismo nivel de compromiso debiese permear el persistente debate por la violencia. Si pensamos la educación desde una idea de comunidad, es inevitable tropezar con la pregunta por el significado, la crítica y la definición de las formas en que la violencia se expresa. Esto es especialmente complicado si tomamos en cuenta el pasado colonial de nuestro país.
Un caso concreto sería preguntarse cómo se enseña La Araucana, de Alonso de Ercilla, frente a los conflictos territoriales entre el Estado chileno y el pueblo mapuche. Fragmentos de ese poema épico de 1569 acompañan a los estudiantes en el currículum de Historia desde primero hasta octavo Básico. ¿Cómo hablar críticamente de la ocupación colonial de los españoles? ¿De qué manera tematizar ese pasado frente a los actuales procesos de recuperación de tierras? ¿Qué consecuencias tiene contar la historia de la defensa de un territorio mientras se declara Estado de Excepción en la Araucanía? Por un lado, leer La Araucana puede legitimar manifestaciones violentas concretas a modo de defensa contra la ocupación y colonización del territorio de una comunidad por otro Estado, entre los que podemos contar el chileno. Por otro lado, dejar de leerla o presentarla como un proceso solo relativo al pasado conlleva una pérdida ingente para la comprensión de nuestra comunidad política.
Paradojas semejantes pueden emerger al intentar orientar a estudiantes en un proceso constituyente cuya génesis incluyó manifestaciones violentas de indignación popular. La inminente aprobación de la Constitución promete aumentar esta tensión vista desde un proyecto educativo de izquierda.
«La gran pregunta que nosotros queremos hacer —afirmó a inicios de mayo el Ministro de Educación— es de qué manera el espacio educativo es humanizante y permite la construcción de un proyecto común». Si hoy la violencia es el factor que más amenaza nuestro bien común, entonces reducirla es quizá la manera más urgente de construir ese proyecto. Pero en lugar de simplemente negarla o reprimirla, la escuela habilita un espacio para entender sus causas e imaginar otras vías para reconducir los tristes antagonismos sociales que la justifican. Otra vez la Educación chilena nos abre la puerta para pensarnos como comunidad, y es posible que en medio de la vorágine de agresiones recíprocas sea la escuela la que nos permita soñar con un país menos violento.
NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] Las perspectivas comunitarias tienen larga data en el debate educacional. La filosofía de la educación estadounidense, en particular, John Dewey y Alexander Meiklejohn inauguraron una reflexión que se expandió durante el siglo XX a todo el continente, generando tanto influyentes modelos pedagógicos como formas de responsabilidad institucional a través del concepto de comunidad de aprendizaje(Fink y Kurotsuchi, 2015). Además, ha sido muy importante la influencia del dialogismo en el pensamiento del psicólogo soviético Lev Vygotsky (Daniels, 2014). Propuestas actuales integran el debate filosófico sobre la comunidad al diseño de políticas educacionales (Baxter, 2008), y un mayor involucramiento con estándares educacionales internacionales como los 21st Century Skills (Tan, Chua y Goh, 2015).
[2] Hay que remarcar que los Derechos Humanos presentan una tensión conceptual con la idea de comunidad defendida por el Ministerio. En entrevista con The Clinic, el ministro Ávila tuvo que responder sobre las consecuencias de la diversidad sobre escuelas que profesan religiones excluyentes de la comunidad LGBTIQ+. El ministro declaró que sin importar la modalidad (municipales, particulares, católicas, masonas, evangélicas), ninguna escuela «puede cometer actos de discriminación». La justificación de este principio, afirmó, «no se trata de valores, se trata de Derechos Humanos». Pero sabemos que la interpretación de los Derechos Humanos no es universal, y por lo tanto no proveen un terreno neutral para decidir este debate. La opinión del ministro es una definición ética sustantiva sobre la prioridad de una interpretación de los Derechos Humanos por sobre la de otras identidades morales.
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