Jorge Volpi: “A nadie le importa ya contar los muertos en México”
El autor investiga en su nueva novela, ‘Partes de guerra’, los orígenes de la violencia y se pregunta qué convierte a un grupo de niños en criminales
El escritor mexicano Jorge Volpi todavía lamenta no haber estudiado ciencias. Tuvo profesores malos de física, buenos maestros de humanidades, descubrió con sus amigos la literatura y entonces se alejó de aquel interés. “Por eso terminé escribiendo En busca de Klingsor, una novela sobre físicos”, cuenta sobre el libro que lo lanzó internacionalmente hace dos décadas. Pero las matemáticas le marcaban el límite y en la última novela de esa trilogía, No será la tierra, empezó a explorar la psicología y las neurociencias. “Pensé, un poco arriesgadamente y un poco quizá vanidosamente, que podía decir cosas desde la neurociencia vinculadas con la literatura”. Con su nueva novela, Partes de guerra (Alfaguara, 2022), Volpi vuelve a esas disciplinas para indagar en los orígenes de la violencia y se hace una pregunta: ¿qué ocurre en los cerebros de unos niños que se convierten en criminales?
En Frontera Corozal, una ciudad limítrofe entre México y Guatemala, dos migrantes encuentran el cuerpo de una adolescente. El asesinato de Dayana ya está resuelto. Su prima y el novio de esta –dos adolescentes– en presencia de un niño de 10 y una niña de ocho la mataron y la tiraron al río Usumancinta. Un grupo de neurocientíficos llega entonces motivado por la misma pregunta que se hace Volpi. “Llevaba mucho tiempo con esta obsesión”, señala el autor (Ciudad de México, 53 años) a EL PAÍS, donde es colaborador. “Si en 2006 no hubiera habido en México el estallido de violencias distintas que hubo, tal vez yo hubiera seguido escribiendo novelas ubicadas en otros momentos históricos, en otros lugares y que trataran otros temas”, señala, “pero de pronto nos pasó a todos lo que decía la artista Teresa Margolles: ¿y de qué otra cosa íbamos a hablar?”.
Partes de guerra, cuenta, “surgió como una especie de torbellino” durante la pandemia. La novela está narrada en primera persona por Lucía Spinosi, una neurocientífica joven, envuelta ella misma en dinámicas de violencia. Lucía es el cruce entre la historia de los niños que asesinaron a Dayana y los científicos que llegan a estudiar el caso dirigidos por Luis Roth, su mentor, un hombre que no es lo que parece. “Necesitaba volver a la ficción para tener mayor control sobre la historia”, asegura. Cuatro años antes, Volpi había publicado Una novela criminal, el libro de no-ficción sobre un supuesto caso de secuestro con el que ganó el Premio Alfaguara. “Creo que las dos son maneras válidas de acercarse a la realidad”, agrega desde Madrid, donde en febrero fue designado director del Centro de Estudios Mexicanos de la Universidad Nacional Autónoma y desde donde espera “tender otra vez el diálogo” interrumpido por las tensiones políticas entre ambos países.
Pregunta. Los vínculos en el libro son sobre todo conflictivos. Con la familia, en el trabajo, con amigos, parejas, incluso con el cuerpo a través de la enfermedad. ¿Las relaciones humanas tienen que ser así?
Respuesta. No sé si tengan, pero no hay dudas de que la mayor parte de las veces así son. Solo existe la literatura –por lo menos la que a mí me interesa– si hay conflicto. Si no, se pierde lo más valioso de la literatura. Somos seres muy contradictorios y por lo tanto no sabemos exactamente lo que hacemos ni entendemos del todo lo que queremos. Si eso lo extrapolamos a los demás, pues inevitablemente vamos a entrar en conflicto.
P. El título de la novela, Partes de guerra, hace referencia a eso.
R. El título tiene esta doble lectura. Por un lado, los partes de guerra son los informes que envía cualquier militar desde el frente a sus superiores o la prensa para ir informando de cómo va una guerra. Es lo que la narradora, Lucía, va haciendo. Pero por el otro lado también esta es una guerra en partes, es una guerra partida. Todos los protagonistas del libro –y no solamente los niños de Frontera Corozal– están rodeados de pequeñas guerras, pequeñas luchas de poder que se dan en el mundo académico, en la familia y en las parejas.
P. Entre la narradora –una mujer joven, neurocientífica– y Luis, que fue su maestro, después su colega y amigo.
R. Todas las relaciones en ese grupo, todas a fin de cuentas, son relaciones de poder. Esa es muy clara, porque Luis es el jefe de todos. Uno piensa que justo en la academia, en el mundo impoluto de unos científicos que se dedican a estudiar el cerebro, es donde menos se encontraría estas luchas por el poder. Sin embargo, aún siendo amigos, en muchas ocasiones aún queriéndose, no dejan de pelear por el poder.
P. ¿Estuvo en Frontera Corozal?
R. Viajé después de haber escrito la novela. Originalmente había querido hacer primero el viaje y luego la novela pero vino la pandemia. Me permitió ajustar muchas cosas: la geografía, el paisaje, pero también el lenguaje y el habla de los protagonistas. Fue muy importante para volver mucho más verosímil esta historia.
P. Podría haberse contado en otras zonas de México, ¿por qué en la frontera sur?
R. Por la relevancia que ha ido cobrando para nosotros. Una relevancia tanto política como simbólica. La frontera sur había sido durante mucho tiempo olvidada por completo por México, casi como si no existiera, como si no tuviéramos esos kilómetros de frontera con Guatemala y con Belice. Pero en los últimos años el fenómeno migratorio se ha invertido. Y los migrantes en México, tanto en la Administración de [Enrique] Peña Nieto como ahora, en la Administración del presidente [Andrés Manuel] López Obrador, están siendo frenados o expulsados como lo eran los mexicanos [que intentaban cruzar hacia Estados Unidos] en otro momento.
P. El libro vuelve a una pregunta: ¿cuál es el origen de la violencia? Los personajes tienen ideas diferentes. ¿Cuál es para usted el origen de la violencia?
R. La investigación que emprende este grupo de neurocientíficos también era en el fondo la mía. Desde que me interesó el tema de niños que asesinan o maltratan a otros niños, la pregunta era de dónde viene la violencia. Ya aplicándola directamente al caso mexicano, el libro intenta dar las múltiples respuestas.
Los neurocientíficos intentan encontrarla en la propia neurociencia; hay quien intenta observar cómo opera la violencia, por ejemplo, entre los primates y comparar las sociedades de los chimpancés, que suelen ser bastante violentas y patriarcales, frente a las sociedades de los bonobos, que están basadas en la alianza entre las hembras y son mucho más pacíficas; hay otro investigador que más bien intenta ver cuál es el origen de la violencia históricamente, en qué momento, ya existiendo el homo sapiens, empiezan a encontrarse vestigios de violencia grave intencional y parece que es sobre todo a partir de la adopción de la agricultura. Lo que van a tratar de entender, y por eso no lo voy a responder, es dónde está el origen de esta violencia que parece haber infectado a estos niños de repente.
P. El crimen ya está resuelto. El grupo de científicos intenta entender qué llevó a unos niños a matar y se pregunta también si somos malos o buenos por naturaleza.
R. Ese es otra vez la gran interrogante del libro y no solo del libro, sino una de las grandes interrogantes en sociedades que se han vuelto tan violentas como la mexicana. Probablemente México siempre lo fue, pero sobre todo a partir de 2006 se vuelve explícitamente violento, con unas cifras propias de una guerra civil, a partir de que se desata la guerra contra el narco en el sexenio de [Felipe] Calderón. ¿Somos intrínsecamente violentos y por eso la violencia también está en los niños? ¿O esa violencia es aprendida? Eso es un poco lo que intenta discutir la novela en todo momento. No hay una respuesta clara, hay indicios.
P. ¿Cuánto influye que esos niños estén en México?
R. Tiene mucho que ver en muchos sentidos. En uno de los casos reales en los que se inspira la novela, algunos de los niños o alguno de los padres decían que habían cometido los crímenes porque les gustaba jugar a que eran narcos y a imitar a los narcotraficantes, o por lo menos a la idea del narcotraficante, que es una construcción cultural, una construcción política.
Si a eso sumamos la parte que tiene que ver con las fuerzas de seguridad, con el Ejército, con la Guardia Nacional, con las constantes violaciones a los derechos humanos, con estar viendo todo el tiempo en la televisión una violencia cada vez más normalizada… No estamos en la época del inicio de la guerra del narco, con Calderón, donde prácticamente todos los días los noticieros iban contando los muertos. Ahora a nadie le importa ya contarlos, simplemente se da la noticia y parece tan irrelevante como el clima. En realidad no deja de estar impregnando también a estos niños. Y si a eso sumamos otras condiciones tan típicas de México, pero no solo, que tienen que ver con violencia intrafamiliar, con violencia de género, con el alcoholismo, ahí hay evidentemente caldo de cultivo para la violencia.
P. La narradora se debate todo el rato entre si a los seres humanos nos mueve el cerebro o el corazón. ¿Qué opina usted?
R. Es parte del aprendizaje interior que tiene uno siempre cuando hace una novela. Desde el punto de vista de la narradora, es una novela que se debate precisamente entre las metáforas de la razón y de las emociones para tratar de entenderla. Yo siempre me había identificado también con la razón y siempre creí que con la razón se podría resolver cualquier problema, incluidos problemas, por ejemplo, de la violencia, pero cada vez estamos más seguros, sobre todo desde la neurociencia, que somos esencialmente seres emocionales. Es muy posible que la conciencia, que nosotros hasta hace muy poco vinculábamos sobre todo con la razón, con la corteza cerebral y con la capacidad de computar datos, en realidad esté mucho más ligada con nuestras emociones. Es decir, probablemente somos seres conscientes gracias a las emociones.
P. El libro muestra la violencia contra las mujeres que se da de forma transversal: en todas las clases sociales, en todos los niveles educativos, en todos los Estados… ¿Escribirlo le ha permitido entender algo de forma diferente?
R. Igual que ocurre con otras, también la violencia de género se ha vuelto muchísimo más visible desde hace unos años en México, pero todavía no hemos sido capaces de resolverla. Eso enlaza esta novela con mi novela anterior, que trataba el caso de Florence Cassez y de Israel Vallarta [una pareja acusada de secuestro en México cuyo caso provocó un incidente diplomático entre los gobiernos de Felipe Calderón y Nicolas Sarkozy]. Era una novela sobre cómo no funciona el sistema de justicia en México en ningún sentido. Lo mismo que decía del caso de Florence Cassez ahora lo podría decir de este caso, aunque sea imaginario: que en México ningún crimen se resuelve. En México la justicia en ninguna medida existe para ningún delito.
P. Después de Una novela criminal, ¿qué elementos le vuelve a dar la ficción para narrar la violencia?
R. Yo quería volver a la ficción. Escribir Una novela criminal fue algo muy extraño para mí porque no vengo del mundo del periodismo. Estar escribiendo un libro en el que tenía que estar tratando de comprobar cada frase, buscando las fuentes y no pudiendo decir lo que se me ocurría. Yo no podía en ningún momento saber lo que pensaban los personajes y me faltaban muchos elementos. Necesitaba volver a la ficción para tener mayor control sobre la historia. Creo que las dos son maneras válidas de acercarse a la realidad. Ambas a fin de cuentas son interpretaciones de la realidad con herramientas distintas.
P. ¿Alguna de las dos le permite retratar mejor la realidad de México?
R. Para mí ha sido una experiencia casi complementaria. Como si esta, Partes de guerra, fuera desde la ficción la respuesta que yo mismo me daba a Una novela criminal, o a la inversa. Las dos responden a realidades parecidas, las dos son para mí mis novelas mexicanas, las novelas en las que intento entender un poco a México desde la no-ficción y desde la ficción.
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