Hacia una educación pública de verdad
“La recomendación de la Unesco en cuanto a que ‘los gobiernos deben considerar a todas las instituciones educativas, al estudiantado y al personal docente como parte de un único sistema’ es algo que hasta aquí no ha sido posible. Más bien, la tendencia suele ser a dividir el sistema y a oponer el segmento estatal al no-estatal”.
Mientras la relación entre componentes estatales y no-estatales de la provisión, gestión, financiamiento y orientación de la educación se vuelve cada vez más rica y sofisticada, en Chile vamos hacia atrás.
El debate sobre esta materia en la Convención Constitucional así lo muestra. Reinan un simplismo esquemático y el pensamiento mitológico. Se desconoce la realidad y la experiencia internacional. Justo en el momento que la Unesco da a conocer su Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo 2021/2, “Los actores no estatales en la educación: ¿Quién elige? ¿Quién pierde?”.
Este informe permite extraer varias lecciones para nuestro debate constitucional y político-educacional.
Por lo pronto, dos asertos centrales. Primero, no hay ningún aspecto de la educación en el mundo en que no participen actores no estatales. Y ella se halla en aumento. Segundo, en cada país esa participación es peculiar; históricamente condicionada por factores religiosos, políticos, culturales y de opción de las familias.
Chile es un caso evidente. Su sistema escolar reporta en 2021 una distribución de la matrícula donde 54,5% corresponde a colegios privados subvencionados; 35,5% a colegios estatales (municipales y servicios locales), y 1,3% a colegios de administración delegada (en corporaciones empresariales). Es decir, 91,3% se ubica en el sector de educación gratuita, de carácter público y financiada fiscalmente. El restante 8,6% corresponde a colegios privados pagados (Mineduc, 2021).
¿Qué significa esto? Que Chile, más marcadamente que otros países, posee un régimen mixto de provisión, y también de financiamiento en el caso de la educación terciaria, lo que obliga a atender la recomendación de la Unesco en cuanto a que “los gobiernos deben considerar a todas las instituciones educativas, al estudiantado y al personal docente como parte de un único sistema”. Es algo que hasta aquí no ha sido posible.
Más bien, la tendencia suele ser a dividir el sistema y a oponer el segmento estatal al no-estatal.
Resulta incomprensible limitar el carácter público de la educación a aquella parte provista por entidades administrativas del Estado, o sea, un tercio de la matrícula escolar y menos de un cuarto de la matrícula terciaria. Sobre todo, si se considera que el Estado financia la educación gratuita en todos los niveles y tipos de colegios, además de determinar y verificar las condiciones de provisión.
La futura Constitución debe reforzar este diseño mixto, sujetando a todos los actores estatales y no-estatales a un mismo marco de reglas, y así consolidar un sistema único de carácter público, compuesto exclusivamente por entidades sin fines de lucro, con procesos de admisión no-discriminatorios, sujetos a procedimientos comunes de evaluación, con docentes profesionalizados bajo un mismo estatuto y con un financiamiento igual por estudiante según niveles, donde solo pueda diferenciarse por vulnerabilidad y objetivos de inclusión.
Igual de retardatario resulta el intento por oponer el derecho (humano, cívico y social) a la educación (gratuita y de calidad), levantándolo contra y frente a la libertad de los padres para elegir y guiar la educación de sus hijos menores, y del derecho de los componentes no-estatales (sociedad civil) a crear y mantener colegios dentro del régimen público mixto de provisión y financiamiento.
Ambos lados de esta ecuación se hallan consagrados en los estatutos internacionales de derechos humanos. El más reciente, la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, luego de especificar las características y condiciones éticas y operativas del derecho a una educación encaminada a desarrollar la personalidad de cada uno y asumir una vida responsable, señala taxativamente que nada de lo allí dispuesto podrá interpretarse “como una restricción de la libertad de los particulares y de las entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, a condición de que […] la educación impartida en [ellas] se ajuste a las normas mínimas que prescriba el Estado”.
Llevar esta ecuación virtuosa al texto de la Constitución no requiere gran esfuerzo. Todos sus elementos están en los acuerdos internacionales y expresados también en las Constituciones de países como Alemania, Bélgica, Colombia, España o Países Bajos. Lo demás debe quedar entregado al juego democrático de la legislación, las políticas y la decisión de las instituciones educativas.
¿Hay asuntos de especial importancia en este último plano que enfrentar? Varios se vienen a la mente.
Un régimen público mixto supone un marco legislativo que reconozca la igualdad de los titulares del derecho a la educación y las responsabilidades del Estado, las familias, las comunidades escolares y demás componentes no-estatales del sistema. La legislación ha avanzado desde 2009, pero requiere esfuerzos adicionales.
Hay que mejorar las modalidades de asignación del gasto fiscal por alumno; consagrar el estatuto público de los proveedores estatales y no-estatales que cumplan las normas mínimas prescritas por el Estado; reforzar el proceso y la organización de los servicios locales; formular una política coherente y de largo aliento para igualar las oportunidades de aprendizaje desde el hogar y en la educación temprana y cuidado de los infantes.
Asimismo, hay que contrarrestar las tendencias hacia la segmentación social de la educación obligatoria, que ya Darío Salas denunció como nuestro “problema nacional” en 1917, y hasta hoy permanece entre nosotros.
Un tema especialmente delicado aquí es cómo asociar la educación privada pagada al régimen público de proveedores estatales y no-estatales, creando formas de colaboración que eviten profundizar esta antigua brecha.
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