Encrucijada: Pueblo electoral o pueblo elegido
El propio debate de anteanoche nos hizo ver como todavía el azar puede convertir “soberbios triunfos en funerales”.
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Frente a las elecciones del próximo domingo, nada resulta más evidente que la historia no obedece a ningún determinismo —económico, sociológico o de las ideologías— ni responde tampoco a alguna teleología histórica. Sencillamente, a pocos días de enfrentar la encrucijada, no sabemos qué ocurrirá. Más bien, esperamos que la diosa Fortuna nos asista y, por lo demás, que sea lo que tiene que ser.
Efectivamente, decenas de encuestas publicadas, centenares de análisis disponibles y miles de opiniones que circulan pública y privadamente, o en las redes sociales, no anticipan nada que no sean meras adivinanzas. Nadie ve venir los resultados. Ni siquiera los candidatos saben qué lugar ocupan en la tabla de posiciones y cómo aparecerán al llegar a la meta.
Incluso entre los cuatro presidenciables usualmente mencionados como los más fuertes, no se sabe a ciencia cierta cuáles dos ingresarán al balotaje, en qué orden y con cuál votación aproximada. Mucho menos puede anticiparse cuántos ciudadanos votarán; los expertos especulan que podrían ser un 50% del padrón electoral. Luego, nunca llegaremos a saber cuáles son las expectativas, preferencias y aspiraciones de una mitad del Soberano.
Tampoco puede afirmarse, como hacen algunos deterministas históricos, que la historia posee un sentido claramente trazado por una causa final (teleología). Tanto así, que por el momento no sabemos si acaso vamos dirigidos hacia la restauración de un orden jerárquico autoritario, o bien, por el contrario, hacia una refundación transformadora de la sociedad sobre la base de un orden pretendidamente dialógico e igualitario. Y, entre ambos extremos, hay variaciones posibles y circunstancias que no podemos siquiera imaginar. El propio debate de anteanoche nos hizo ver como todavía el azar puede convertir “soberbios triunfos en funerales”.
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En definitiva, reina la más completa incertidumbre frente a la encrucijada electoral, situación que se resolverá solo al momento de contarse los sufragios. Para luego entrar, de inmediato, en una siguiente etapa de incertitud, que durará hasta el 19 de diciembre próximo. Y, de ahí en adelante, se iniciará un nuevo ciclo de incógnitas, aún más intrincado e incierto, pues el gobierno que asuma en marzo de 2022 representará la culminación de un proceso en curso de renovación de la elite política. A su vez, los nuevos equipos tendrán que conducir un país alterado por la pandemia, debilitado económicamente, cargado de expectativas y en tren de estrenar un nuevo orden constitucional. Será un enorme reto para unas elites rejuvenecidas que aún no han tenido ocasión de probarse frente a las contradicciones de la historia.
Es cierto que la previsibilidad histórica es usualmente baja, como se manifiesta por el hecho de que la gente habitualmente reclama por la falta de previsión, la incapacidad de los gobiernos para anticiparse a los hechos y su escasa preparación ante lo imprevisto. Las oficinas establecidas para hacer frente a las emergencias son, por eso mismo, un blanco preferido de las críticas.
En realidad, las sociedades contemporáneas están sujetas a una espiral cada vez más acelerada de riesgos, según experimentamos dramáticamente en estos días con la pandemia por COVID-19, el calentamiento global, las catástrofes naturales, la sequía, los actos terroristas y de violencia, las crisis financieras y las fallas de los sistemas tecnológicos.
De hecho, la previsibilidad llega a niveles cercanos a cero cuando las sociedades atraviesan fuertes turbulencias y están expuestas al choque de fuerzas, el conflicto de ideologías e intereses y al movimiento geológico de sus estructuras, instituciones y creencias. Basta recordar nuestro terremoto político del 18-O, con la institucionalidad tambaleándose, el Estado de derecho superado en las calles, la institución presidencial a punto de caer y la violencia de las turbas.
En estas condiciones las previsiones propias de tiempos más estables y cristalizados se esfuman. Los resultados anticipados por las encuestas se tornan erráticos o marcan tendencias contra-intuitivas o simplemente dejan de ser creíbles. Los columnistas perdemos la habitual seguridad y declaramos, con un término de moda, que todo se ha vuelto demasiado ‘complejo’. Incluso los ‘grandes análisis’, las meta narrativas que sostienen al determinismo histórico y a la teleología política, se muestran confundidos.
De hecho, la incertidumbre respecto de los resultados del acto eleccionario del domingo próximo echa por el suelo varios determinismos y teleologías políticas que se habían venido imponiendo comunicacionalmente durante los últimos 24 meses.
Por ejemplo, la identidad construida entre pueblo y estallido del 18-O, revestida de un cierto aura —de pureza romántica, fuerza primitiva, violencia purificadora, cultura plebeya y la virtualidad de ser un poder alternativo— ha ido deconstruyéndose progresivamente. En efecto, perdió legitimidad simbólica (con la caída de Vade); coherencia política (al convertirse el pueblo en Lista y, ésta, en partido con ambiciones presidenciales, justo al momento que se hundía su candidato); autonomía e incontaminación rousseauniana (al aparecer como fuerza subalterna del PC en la Convención Constitucional), y perdió también su propia fisonomía, la de ser una suerte de aglomeración de movimientos sociales sueltamente acoplados (al desgranarse en una serie de individualidades).
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El mito del ‘pueblo-como-estallido’, nuevo sujeto histórico en continua rebelión (abierta o latente), aparece así, de pronto, cuestionado y carente de cualquier teleología política.
Sobre todo, la romantización de la violencia propia de nuestro 18-O —o sea, la idea de que ella fue la partera e ‘hizo lo suyo’ abriendo paso a la Convención Constitucional— comenzó a difuminarse y desapareció definitivamente durante el segundo aniversario del 18-O. Esta vez, incluso quienes dos años antes habían justificado la violencia en nombre de un contexto (imaginado) de rebelión popular —la condenaron como crímenes, delincuencia, saqueo, destrucción; ergo, violencia a secas. Su hechizo se rompió.
En vez de ese pueblo surgía ahora, desde las cenizas, otro; uno preocupado, se sostiene, por la seguridad y el orden, apegado a sus propios intereses, deseoso de proteger sus formas de vida. Un pueblo, por lo mismo, re-accionario.
¿Cómo explicar este sorprendente cambio de marea? ¿Como se pasó tan rápido del pueblo-del-estallido, que venía de despertar tras el letargo inducido por largos 30 años de ‘hegemonía concertacionista’, a este otro (pero mismo pueblo), ahora contra-revolucionario, conservador y restaurador?
Las explicaciones varían. He aquí algunos argumentos a manera de ejemplos: la gente se cansó del estallido; la pandemia agudizó la sensación de riesgos; ha existido una hábil campaña del terror; volvió a usarse la vieja manipulación anticomunista; se impuso un nuevo clivaje: orden y seguridad frente a desorden e inseguridad, desplazando el eje previo (y progresista) de cambio versus status quo. Sobre todo, se volvió más difícil sostener que la contradicción principal es pueblo contra elites.
Como sea, lo sucedido —a lo menos en la superficie— es más simple: ocurre que, desde hace algunas semanas, las vilipendiadas encuestas empezaron a entregar señales de un fenómeno inesperado. El candidato conservador de la derecha, descartado hasta ese momento ideológica y electoralmente por representar, se decía, nada más que una perversa nostalgia pinochetista, comenzó a crecer en las preferencias hasta situarse en el vecindario del candidato de izquierda, a su lado, algo por encima o levemente por debajo. Independiente de que esto haya sido cierto o no, el movimiento de opinión dentro de los círculos de la opinología local lo convirtió en una pseudo certeza (que no es lo mismo que fake news).
Esto encendió todas las alarmas dentro de las cofradías del determinismo histórico y la teleología política de izquierdas. ¿Cómo podía ser que el candidato que encarnaba el espíritu rupturista y transformador del octubrismo, el verdadero y único pueblo (elegido) a fin de cuentas, apareciese repentinamente con un apoyo similar al del candidato retrógrado? Y, más grave aún, con este último navegando aparentemente —a lo menos hasta el debate televisado del día lunes— a favor del viento, justo ahora que la carrera entra en su tramo final.
¿Debe entenderse, entonces, que el pueblo emergido de la revuelta del 18-O no estaba determinado históricamente a imponerse, ni se hallaba teleológicamente destinado a conducir la refundación del país?
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El hecho es que a esta altura, a días de producirse la elección, los resultados se encuentran indeterminados y su causa final no existe, creándose, en vez, un espacio de ambigüedades abierto a un conjunto de interpretaciones posibles.
Sobre todo el pueblo, aquel sujeto histórico al que se imputa la agencia del cambio, o de la reacción, se ha convertido en una cifra (suma y compendio, emblema) del momento actual. Habla oscura y recónditamente de la indeterminación de la historia que estamos viviendo y de la ausencia de cualquier teleología política.
Tanto así que es interpretado por la intelectualidad de un lado y del otro, a todo lo ancho del espectro político, como esa misteriosa potencia que podría resolver la encrucijada electoral en una u otra dirección. ¿Cual será, en concreto?
No es posible saberlo. Pero tampoco la mitologización del pueblo —en el sentido de re-crear su realidad a través del discurso al punto de ‘naturalizarlo’ bajo esa forma re-creada— facilita la comprensión. Lo que vale por igual para las mitologizaciones de derechas e izquierdas.
Ambas, bajo el influjo directo del estallido del 18-O (en su versión inicial, romántica), atribuyen a ese pueblo-sujeto, nacido al calor de la revuelta popular, el carácter filosófico de un ‘acontecimiento’; o sea, una ruptura con la normalidad histórica.
Así, Hugo Herrera, académico y pensador de derechas, pone “el acento en la naturaleza del pueblo como ‘acontecimiento’, en su irrupción, su furia y el caos que conlleva. O sea, es en el pueblo mismo, en sus pulsiones y anhelos autónomos en donde residiría la fuente última de la crisis. El pueblo, irreductible a la razón y a la deliberación, es presentado como una fuerza telúrica que exige a la vez nuevos mecanismos de mediación institucional y nuevas modalidades de comprensión política de su realidad como acontecimiento” (Martucelli, 2021).
Al otro lado, Rodrigo Karmy (2021), académico del octubrismo destituyente, estructura su relato de una manera convergente: “refractaria a los grandes monumentos y sus luces, la revuelta deviene un ‘común estallido’ cuya importancia no reside en ella como un ‘hecho’, sino en el acontecimiento que abre; la revuelta deviene así el ‘torrente subterráneo que pasa por debajo haciendo que todo se estremezca’”.
En ambas versiones, el ‘acontecimiento’ como principio de historicidad arranca al pueblo de las condiciones sociológicas para situarlo directamente fuera del tiempo y el espacio y representarlo, mitologizadamente, como una emergencia que forma “parte integrante de una construcción narrativa constitutiva de una identidad fundadora” (Dosse, 2010); por ejemplo, la toma de la Bastilla, el mayo del 68 francés o el octubre chileno.
Sin embargo, este relato ‘eventual’ del nuevo-pueblo del estallido choca, a poco andar —solo 2 años han transcurrido desde el mítico ‘acontecimiento’— con la indeterminación del acto electoral del próximo domingo, donde la aguja de la historia puede apuntar tanto hacia Boric como a Kast, con una indeterminación que incluye, además, a Provoste y Sichel en un segundo círculo de posibilidades.
De modo tal que no hay aquí, propiamente, la emergencia de un nuevo sujeto-histórico, a la manera de una clase social llamada a encarnar un proyecto de emancipación, ni un colectivo con ligaduras socio-culturales fuertes y conciencia de su propia posición en la sociedad, si no algo más parecido a una conjunción de varios estratos emergentes que resultan de las transformaciones de la sociedad chilena de los últimos treinta años.
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En esta línea de sociologizar (o sea, des-mitologizar) al ‘nuevo pueblo’, hay varias interpretaciones concurrentes; yo mismo he planteado la aparición de un amplio y heterogéneo sector social cuyo acceso masivo a la educación superior representó, a la vez, el cumplimiento de una promesa de integración a ciertas formas de modernidad capitalista y su simultánea frustración por la propia masificación de las credenciales, incapaces de asegurar el status prometido (Brunner et al., 2020).
Por su lado, el sociólogo Carlos Ruiz, desde un ángulo académico-político más próximo al Frente Amplio, desarrolla una perspectiva similar: “Producto del ascenso inestable de los ingresos y el consumo, y la universalización privatizada de la educación superior, aparece una amplia zona de la sociedad que, en realidad, está sometida a formas de desigualdad muy heterogéneas. Aquí se registran grupos de reciente ingreso más bien sometidos a una alta rotación e incertidumbre que a esa publicitada alegoría de unas nuevas clases medias, por lo que detentan un bajo grado de formación de clase y unas condiciones de reproducción social altamente individuadas, carentes de formas asociativas relevantes y de una identidad sociocultural clara, menos aún de construcciones políticas” (Ruiz, 2020).
Efectivamente, entonces, el pueblo sociológicamente retratado no aparece como el sujeto-agente unificado del determinismo histórico y la teleología política, sino que representa un conjunto dinámico de nuevas estratificaciones y segmentaciones, tanto a nivel de su posición de clase media-baja y baja no-pobre (apenas), como también de sus subjetividades; en particular, en el eje de oportunidades-esfuerzo-méritos.
Según muestra el excelente estudio de la CEPAL-COES sobre Clases medias en tiempos de crisis. Vulnerabilidad persistente, desafíos para la cohesión y un nuevo pacto social en Chile (2021):
“Los datos son contundentes en mostrar que […] un 77% de la población representada estaría en desacuerdo con la idea de que ‘las personas tienen igualdad de oportunidades para salir adelante’, un 58% considera que ‘provenir de una familia adinerada es importante para surgir en la vida’ y un 59% declara que ‘el esfuerzo no es recompensado en el país’. A pesar de estos datos que apuntan a una descreencia del principio de la obtención de recompensa basado en el mérito, existe evidencia que muestra que para ganarse la vida es importante que el individuo sea portador de ciertos logros y actitudes: alcanzar un buen nivel educativo (92%), tener ambición (67%) y el trabajo duro (72%). Por lo tanto, más que de una mera crisis de la ideología meritocrática, estamos frente a una situación en la cual la población tiene incorporada la necesidad del trabajo individual como un aspecto imprescindible para avanzar en la vida, pero, al mismo tiempo, tiene una fuerte consciencia, probablemente con base en su experiencia, de los muy significativos obstáculos que la vida social impone al cumplimiento de las metas personales, en particular el anclaje de los logros a las oportunidades de origen y clase social”.
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Todo lo cual nos lleva a concluir que la forma como se procese este tipo de conflictos de posición social, expectativas disonantes y subjetividades interpersonales en los tiempos que vienen —elección del día domingo próximo, balotaje posterior del 19 de diciembre, inauguración del nuevo gobierno en marzo de 2022, resultados sucesivos del trabajo de la Convencion Constituyente que irán dándose a conocer hasta el plebiscito de salida (en algún momento antes de septiembre de 2022)— irá configurando el curso de los acontecimientos y nuestro futuro como sociedad.
Ningún determinismo histórico ordenará estos procesos ni éstos se dirigen en un sentido teleológicamente mandatado por alguna causa final inscrita en la historia. Esto no significa que el azar reine por completo y que estaríamos cien por ciento en manos de Fortuna. Por el contrario, según escribió Marx famosamente en el Dieciocho Brumario, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. Quiere decir que hay factores de contexto y del curso seguido por la historia —‘dependencia de la trayectoria’, se dice hoy— que condicionan las decisiones frente a las encrucijadas del presente.
Asimismo ocurrirá el domingo 21 de noviembre. Una vez más, será la agencia humana la que resolverá, de la mano de la diosa Fortuna (cincuenta por ciento cada una, si creemos a Maquiavelo) la encrucijada. Será pues el pueblo sociológico —altamente heterogéneo— el que hablará y el pueblo ciudadano el que definirá, mediante su voto, la situación. Para decirlo, otra vez, con palabras de Marx (en este caso como coautor de Engels): “¡La historia no hace nada, ‘no posee una riqueza inmensa’, ‘no libra combates’! Ante todo es el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso y realiza combates; estemos seguros que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para realizar—como si ella fuera un personaje particular—sus propios fines; no es más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos”.
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