Lo público de la educación: avanzar o retroceder
“El debate sobre derecho a la educación y libertad de enseñanza se encuentra enredado por una noción que reduce lo público a lo estatal. El derecho fundamental a una educación pública quedaría circunscrito a la esfera estatal. Y, la libertad de enseñanza, a una facultad de las familias para cooperar desde el mundo privado”.
Nuestro debate sobre derecho a la educación y libertad de enseñanza se encuentra enredado por una noción que reduce lo público a lo estatal, otorgándole un sentido estrechamente administrativo y económico. Público sería aquello propiedad del Estado, bajo control burocrático y financiado con recursos fiscales.
El derecho fundamental a una educación pública quedaría así circunscrito a la esfera estatal. Y, la libertad de enseñanza, a una facultad de las familias para cooperar con aquella desde el mundo privado.
Nos veríamos así puestos frente a una visión formal y empobrecida de lo público, que para nada conviene a la educación. En efecto, lo público representa para ella un ideal, una orientación según valores, un modo de relacionarse con la sociedad y las familias. No es un mero asunto de organización y financiamiento; un arreglo de economía política.
Desde antiguo, ese ideal vincula a la educación con el bien común, la convivencia dentro de la polis y el interés general. Allí reside la dimensión pública de la educación. En su filosofía, ética y política más que en su economía y administración.
Su sentido más profundo es existir en una esfera o espacio público que, como mostró Habermas, nace con la modernidad burguesa en torno a la conversación en cafés y salones, la deliberación sobre asuntos comunes, el intercambio de información, la comunicación y la crítica, las artes y la sociabilidad ilustrada. También la educación pública necesita hoy un sustento similar, expandido a lo ancho de la sociedad civil.
Es pública porque se orienta hacia una comunidad de ideales. En el caso de las sociedades democráticas contemporáneas esos ideales son múltiples y diversos. Prima el pluralismo de ideas, creencias y valores sujetos al libre escrutinio de las personas y a la deliberación entre ellas. La educación adquiere el estatus de lo público en la misma medida que forma parte, y cultiva, esa diversidad, independientemente de sus arreglos económico-administrativos.
Pero, además, debe hacernos parte de una comunidad más amplia, una esfera política, donde esa diversidad se expresa. De modo que la educación pública sirve, por un lado, para integrarnos a un fondo común de principios, valores, virtudes y conocimientos; aquellos necesarios para convivir democráticamente. Por otro lado, debe prepararnos para la diversidad de opciones en el plano de las filosofías, religiones, éticas, tradiciones, visiones de mundo, la política, la economía y la cultura.
La estrecha idea de que la educación se justifica a sí misma como pública únicamente si sirve administrativamente el principio de estatalidad —desprendida de las diversidades de la sociedad— ha sido superada y terminará siendo sustituida. En su reemplazo emerge la idea de lo público vinculado al pluralismo, la diversidad y a ese fondo común de disposiciones necesarias para participar en la misma comunidad imaginada.
La estatalidad educacional, en cambio, no asegura —por su sola dimensión económico-administrativa— ni una transmisión leal de ese fondo común de valores y comportamientos democráticos (piénsese en la crisis del Instituto Nacional)— ni la diversidad de opciones que caracteriza a la sociedad civil.
El argumento de que solo un sistema educacional estatal puede inculcar los ideales y fines acordados por una sociedad democrática, aparece cada vez menos fundado en sociedades pluralistas; solo resulta efectivo, por el contrario, en regímenes que buscan indoctrinar y controlar ideológicamente a su población.
Mas bien, existe el imperativo de producir arreglos institucionales —en la sociedad y el Estado— que aseguren el aprendizaje de principios y comportamientos democráticos propios de una ciudadanía crítica y reflexiva, y la capacidad de desenvolverse en medio de la diversidad cultural que caracteriza a las sociedades abiertas. Sabemos lo lejos que estamos en Chile de ese doble ideal.
Lo anterior supone que el derecho a la educación vaya acompañado de la libertad de enseñanza en sus tres dimensiones esenciales. Libertad de elegir la educación como una orientación de vida; derecho de los actores no-estatales (sociedad civil) a establecer colegios dentro del régimen público de la educación, y autonomía para que todos los establecimientos —de ese régimen— puedan perseguir lealmente sus proyectos educativos.
El Estado debe garantizar el marco institucional y de economía política para hacer sustentable una educación pública de calidad con esas características. En medida importante, el actual régimen educacional chileno, tanto a nivel escolar como superior, contenido en las respectivas leyes de 2009 y 2018, responde a esa exigencia. Sin embargo, no ha logrado despejar ciertas ambigüedades que subsisten entre la vieja noción de lo público como ensamblaje económico-administrativo de carácter estatal y el ideal de lo público como fundamento del pluralismo y la diversidad.
Esto ha impedido hasta aquí establecer una norma básica de igualdad de trato para todos los proveedores educacionales, a pesar de cumplir con las mismas reglas de admisión, poseer el mismo currículo nacional, jornada escolar, cuerpo profesional docente y hallarse sometidos a un mismo sistema de evaluación externa de la calidad, de supervisión y de financiamiento público para la educación obligatoria. Algo similar ocurre en el nivel de la educación superior.
Aquí hay pues una encrucijada para la Convención Constitucional. Deberá elegir entre profundizar ese régimen renovado de lo público o desandar el camino avanzado para retornar a un concepto de lo público exclusivamente estatal.
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