¿Ministros o ministerios?
“Cuesta creer que los parlamentarios, por ofuscados que se encuentren, piensen seriamente que el ministro Figueroa ha actuado de manera dolosamente indolente frente a los embates de la pandemia y a las dificultades que enfrenta el sistema escolar”.
Una muestra de lo equivocado que es el foco de los parlamentarios en asuntos de educación es la acusación constitucional que la oposición promueve contra el ministro del ramo. Anteriormente, en dos ocasiones, las respectivas mayorías opositoras lograron remover, primero a la ministra Provoste en 2008, y al ministro Beyer, en 2013.
Al poco tiempo quedó claro dentro del sector educacional que en ambos casos la decisión adoptada había sido injusta y, además, inútil. Que habían primado intereses netamente político partidistas por sobre consideraciones educacionales y jurídicas.
Y que, en vez de recurrir a la interpelación de él o la ministra para un razonable control político de su gestión, se había optado por simular un juicio e imponer una sanción a una persona con el único propósito de castigar políticamente al gobierno de turno.
Es probable que en el caso del ministro Figueroa, de concretarse la acusación en curso, ello ocurra por el mismo, estrecho, cálculo político, más evidente aún esta vez. Cuesta creer que los parlamentarios, por ofuscados que se encuentren, piensen seriamente que el ministro ha actuado de manera dolosamente indolente frente a los embates de la pandemia y a las dificultades que enfrenta el sistema escolar.
Es insensato; en vez de hacerse cargo del drama que vive el sector, se procede a aumentarlo, con la expectativa de un rédito político u electoral. Es un craso error. El ínfimo prestigio público y respaldo ciudadano de los parlamentarios tiene que ver, precisamente, con conductas atrabiliarias como la que comentamos.
En el desempeño de mi trabajo académico he conocido e interactuado con la mayoría de quienes han ejercido el cargo de ministros de Educación en Chile durante los últimos 30 años. Además, he colaborado con ministros y ministerios de Educación en varias decenas de países alrededor del mundo. Creo conocer bien, por lo mismo, los enormes desafíos que ellos, mujeres y hombres, enfrentan: la megaempresa de la que se hacen cargo al asumir; las constantes crisis del sector que ellos deben administrar y que se repiten a lo largo del tiempo —“la moda de este año es escribir sobre el problema de la educación”, escribía en 1762 el barón Melchior von Grimm, amigo de Rousseau y los enciclopedistas franceses— y las innumerables fallas organizacionales que padecen muchos de estos ministerios.
En verdad, lo que más llama la atención no es una particular debilidad o falta de diligencia o de responsabilidad moral con los deberes del cargo de quienes ocupan esta posición ministerial, sino las graves insuficiencias de todo tipo y las tensiones internas de la organización que son llamados a encabezar.
Inestabilidad del personal de alta dirección, escasez de capacidades profesionales, atraso tecnológico, sistemas rudimentarios de gestión, aversión a la innovación y el cambio, poca orientación hacia los usuarios, envejecimiento de las prácticas burocráticas, desconexión con los problemas a nivel de la sala de clases.
Los ministerios de educación son, efectivamente, una de las más grandes, extensas y complejas burocracias estatales. Se hallan permanentemente en tensión entre la necesidad de adaptarse a los cambios del entorno socioeconómico y cultural en que se desenvuelven y la relativa pesadez y el conservadurismo inercial de la burocracia ministerial. Esta dificultad se vuelve crítica en momentos en que los procesos educativos se aceleran y los ministerios requieren por lo mismo una especial capacidad de inteligencia y adaptación.
Recuerdo una visita al Ministerio de Educación de la República de Corea (del sur) en los años 1990. El primer encuentro fue con un notable centro de investigación, con varias decenas de PhD en las más diversas disciplinas, que trabajaba básicamente para apoyar al ministerio en la anticipación y solución de problemas del sistema educacional de ese país.
En Chile, por el contrario, la investigación educacional ocurre habitualmente lejos del ministerio, es escasa y dispersa, se halla subfinanciada y su impacto se mide por publicaciones indexadas en idioma inglés y no por su valor para el sistema, los colegios, las políticas y el mejoramiento de los aprendizajes de nuestras niñas, niños y jóvenes.
Hay una tendencia centralizadora en estos ministerios, cuya burocracia —de suyo débil— pretende comandar, coordinar y controlar a todo el sistema desde un grupo de oficinas en Santiago, sin reparar en la imposibilidad de lograrlo frente a una estructura institucional fuertemente descentralizada, territorialmente dispersa y con unidades de base que debieran gozar de autonomía profesional.
Tampoco ha podido nuestro ministerio adaptarse a una gobernanza que se ha vuelto necesariamente más compleja, con agencias de calidad, superintendencias especializadas del sector, diversos consejos y comités, múltiples instancias de colaboración público-privada y con necesidades de engarzarse más eficaz y eficientemente con la sociedad civil, el sector productivo y la institucionalidad de las ciencias y la innovación.
En breve, parece evidente que —dada la complejidad organizacional y funcional de este ministerio y sus dificultades para asegurar una educación de calidad para todos con independencia de su origen socio familiar— el foco de nuestra dirigencia política debe ser el ministerio, no el ministro.
Se requiere revisar la organización ministerial de arriba a abajo. Incrementar sus capacidades, sobre todo en el plano directivo, de las estructuras técnico-profesionales intermedias y de las administraciones regionales, provinciales y locales. Y mejorar su gobernanza, efectividad y coordinación, evitando divisiones burocráticas internas que terminan levantando silos separados.
0 Comments