La educación: ¿Todo o nada?
“No está al alcance de la educación instituir sociedades perfectas, bondadosas y solidarias. Ni siquiera puede compensar por sí sola —mucho menos, erradicar— las desigualdades de origen sociofamiliar”.
Se la proclama como el más eficaz antídoto contra la desigual distribución del ingreso, las oportunidades y la influencia, y una potente palanca de movilidad social. Además, se sostiene, impacta directamente sobre el crecimiento del país, la productividad del trabajo y la competitividad de las empresas. Tercero, se dice, contribuye al ejercicio de la ciudadanía, promueve la participación y favorece la deliberación democrática. En breve, la educación debería ser nuestra prioridad uno, dos y tres.
A esta retórica nos hemos abrazado durante los últimos treinta años. Convertimos a la educación en promesa, meta y medio. Y no fue un mero discurso ampliamente compartido.
El Estado y las familias invirtieron más recursos en educación que nunca antes, sobre todo en los niveles parvulario y superior. El acceso a jardines, escuelas y estudios superiores se multiplicó explosivamente. Hoy mostramos tasas de escolarización, en todos los grupos de edad, similares a las del promedio de los países de la OCDE. Modificamos la institucionalidad del sistema, cambiamos y profundizamos los planes curriculares, estimulamos la profesión docente, prolongamos la jornada escolar y multiplicamos las oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para segmentos cada vez más amplios de la población.
Incluso los logros de aprendizaje —medidos según diversos indicadores— se incrementaron durante dos décadas, entre 1990 y 2010, aunque luego se estancaron. Y, sin duda, ahora último han retrocedido dramáticamente por efecto de la crisis y la pandemia.
Como resultado de todo esto, la sociedad chilena experimentó una enorme transformación empujada por la educación: alteró comportamientos y expectativas, creó nuevos estratos sociales, generó importantes cambios en el plano de los valores y las creencias colectivas, contribuyó a disolver los patrones tradicionales de autoridad y dio paso a una nueva conciencia de derechos individuales y sociales. En breve, nos volvió una sociedad más diversa, individualizada, secularizada, movilizada, demandante y sensible frente a las diferencias de bienestar material, estatus, ventajas, posibilidades y accesos.
Sin embargo, no nos ha hecho más felices. Tampoco más justos y pacíficos. ¿Por qué?
Porque no está al alcance de la educación instituir sociedades perfectas, bondadosas y solidarias. Ni siquiera puede compensar por sí sola —mucho menos, erradicar— las desigualdades de origen sociofamiliar. Una vasta literatura lo pone en evidencia desde mediados del siglo pasado.
Tampoco las credenciales educacionales, cada vez más masivas y en constante ascenso, pueden crear mejores empleos, mejorar las remuneraciones u obtener una distribución más equitativa del poder y de las satisfacciones materiales y simbólicas.
Ni menos puede la educación, por sus propios medios, asegurar una democracia más eficaz y legítima, ni una ciudadanía más plena y participativa. Basta mirar la historia: los imperios y Estados más educados de su época han sido causa también de las más grandes barbaridades, inquisiciones, genocidios y violencias de todo tipo.
Al contrario, la educación —con sus propias evoluciones en cada país y en diferentes momentos históricos— suele ser una fuente inagotable de fricciones. Forma y alimenta a las élites, reproduce al infinito distinciones y diferencias culturales, acompaña a las clases sociales dominantes y subalternas, sostiene mitos y alimenta expectativas, tanto exalta lo sagrado como lo cuestiona, a veces cultiva y en ocasiones ahoga la creatividad.
Por todo esto, cabe ser en extremo cuidadosos a la hora de hacer nuevas promesas en relación con la educación y su rol en el ciclo político, económico y social que empieza a vivir el país.
La retórica sobre ella como primera línea en la solución de los males que aquejan a nuestra sociedad es infundada y engañosa. Más bien, en la actual coyuntura, es la educación la que debe abordar su propia crisis para ponerse nuevamente en pie. Antes que ofrecerla como el puente por donde transitar hacia el futuro, la política y los candidatos deben indicar qué harán para reparar este desvencijado puente, cuyo movimiento se halla interrumpido.
Efectivamente, la educación está dañada, la institucionalidad que la gobierna y administra es débil, hay incertidumbre entre sostenedores de escuelas, docentes, estudiantes y familias. En vez de disminuir las brechas, durante los dos últimos años se han expandido.
Retornar a un clima de mejoramiento no se percibe próximo. Al contrario, la discusión constitucional de la educación puede polarizarse fácilmente y profundizar la inestabilidad. Además, el gobierno entrante no podrá aumentar significativamente los recursos del sector. De modo que el futuro de la educación depende ahora de un gran esfuerzo de convergencia y realismo; todo lo contrario de convertirla en ocasión para ofertas demagógicas.
Como sea, su concurso al crecimiento económico, la deliberación democrática y una mayor integración social no es nunca directo ni inmediato, como asegura la falsa promesa. Cuando ocurre es de manera indirecta y en un tiempo que se mide en décadas. Supone asimismo que, previamente, la educación retome un camino que asegure su calidad, equidad y efectividad. Solo entonces podrá contribuir en serio a la solución de los problemas que enfrentamos en la década que se inicia.
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