José Joaquín Brunner, Doble poder: ¿revolución o refundación?
De Lenin a Allende al PC chileno hoy. Lo que hemos visto desde la instalación de la Convención es un persistente esfuerzo de parte de una ‘minoría activa’ —el PC y sus aliados— por convertirla en sede de una doble soberanía.
Por tanto, para profundizar bien en este asunto, hay que examinar si los innovadores se valen por sí mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar a cabo su obra tienen que rogar o pueden imponerse con la fuerza. En el primer caso siempre acaban mal y no consiguen llevar nada a término, pero si dependen de sí mismos y pueden imponerse con la fuerza, entonces rara vez se encuentran en peligro. A esto se ha debido que todos los profetas armados hayan vencido, y todos los desarmados hayan fracasado. Maquiavelo, El Príncipe, 1532.
I
Es verdad, la situación política chilena no se acomoda fácilmente al estereotipo de las situaciones revolucionarias donde el poder está próximo a ser arrancado a una clase social dominante para pasar a manos de las clases subalternas organizadas tras su vanguardia que cuenta con medios —de fuerza, organización e ideológicos— para hacerse cargo del Estado y la sociedad. Ese tránsito revolucionario es usualmente rápido —entre febrero y octubre en la revolución rusa de 1917, algo más lento y con mayores vaivenes en la revolución francesa— y atraviesa fases de extrema violencia (guerra civil) hasta culminar con el desplome estrepitoso del antiguo régimen.
En el transcurso de estos procesos, los estudiosos y practicantes del arte de la revolución detectan un eslabón que no podría faltar y que estaría presente en cualquier lugar y época en que ocurre una revolución. Se trata de una idea, una estrategia y un medio o tecnología —un dispositivo, en breve— que sería esencial para desestabilizar el antiguo régimen y eventualmente liquidarlo.
La tradición del pensamiento revolucionario llama a este dispositivo estratégico ‘poder dual’. Fue enunciado originalmente, se dice, por Proudhon, revolucionario anarquista francés, a mediados del siglo 19. Él lo caracterizó como una propiedad emergente, aunque semioculta, del nuevo orden: “debajo de la maquinaria gubernamental, a la sombra de las instituciones políticas, fuera de la vista de los hombres de Estado y los eclesiásticos, la sociedad secreta su propio organismo, lenta y silenciosamente, y construye un nuevo orden, expresión de su propia vitalidad y autonomía”.
Sin embargo, esta noción adquiere carta de ciudadanía revolucionaria solo más tarde, al pasar a formar parte del vocabulario bolchevique. Su elaboración táctica se atribuye a Lenin; su consagración como categoría de análisis, a Trotsky. En ruso el término técnico es dvoevlastie, que los traductores al castellano y el inglés rinden como doble potencia, doble soberanía o doble poder, siendo esta última la más habitualmente utilizada.
¿Qué significa un poder dual? Lenin se plantea esta pregunta en un famoso artículo publicado en Pravda, diario del partido bolchevique, el 9 de abril de 1917. Traduzco libremente del inglés: “al lado del gobierno provisional, el de la burguesía, ha surgido otro gobierno, hasta ahora débil e incipiente; pero sin lugar a dudas un gobierno que existe y que está creciendo, el de los soviets de los representantes de los trabajadores y soldados”.
Trotsky por su parte, de talante más intelectual que Lenin, zorro que sabía de muchas cosas frente al erizo que sabe mucho de una sola cosa, dio al doble poder un estatuto más elevado en la teoría revolucionaria. No era un fenómeno local, algo peculiar de la revolución rusa, afirma él. Más bien, surgía en momentos de conflictos irreconciliables entre clases y, por lo tanto, en épocas revolucionarias, “de la cual es un elemento fundamental”, escribe Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa.
Su explicación de fondo es que si bien las revoluciones parecen ocurrir de golpe, en una breve condensación de tiempo, sin embargo se preparan más lentamente. Para que una clase subalterna pueda elevarse a la condición de clase dominante, debe haber asumido previamente una actitud independiente frente a la clase dirigente y haberse dotado ella misma de capacidades y poderes que le permitan una acción autónoma. “La preparación histórica de una revolución trae consigo, en el periodo prerevolucionario, una situación en la cual la clase llamada a realizar el nuevo sistema social, si bien aún no es la clase gobernante, en la práctica ha concentrado en sus manos una proporción significativa del poder estatal, mientras el aparato oficial del gobierno se mantiene en poder de los antiguos señores. Tal es el inicio del poder dual en toda revolución”, concluye Trotsky, trágico profeta armado del poder sovietico que pronto lo aplastaría a él también.
En su obra, Trotsky aplica esta categoría del doble poder como un medio para analizar diversos procesos revolucionarios, exitosos o fracasados, partiendo por la comuna de París, la revolución francesa y luego las revoluciones bolchevique y alemana. Mucho más tarde, en un libro publicado en 1973, un brillante sociólogo boliviano, René Zabaleta Mercado, colega y amigo muerto tempranamente en el exilio en México, utilizó el marco de referencia del doble poder para analizar la revolución boliviana de 1952. Allí, de paso, dedicó unas páginas también al análisis —desde esta perspectiva— del proceso revolucionario chileno de comienzos de los años 1970.
A mí me trae a la memoria la consigna del MIR en las calles de ese tiempo prerevolucionario: “crear, crear, poder popular”. Efectivamente, en aquel breve período de intenso conflicto entre clases e ideologías, tamizados por las instituciones de un Estado democrático-burgués, según su calificación por las izquierdas de entonces, una parte de éstas últimas, la ultra izquierda y fracciones del PS, pero no el PC, creyeron estar construyendo un poder dual basado en cordones industriales, movimientos de masas, empresas bajo control obrero, brigadas de autodefensa, comandos comunales, tomas y campamentos poblacionales, etc. Como explicaba hace algunos años Franck Gaudichaud, investigador francés que estudió el fenómeno del contrapoder nacido desde abajo durante los mil días de Allende: “Y los cordones están vistos como una forma de poder dual en términos clásicos por muchos militantes miristas. De hecho, la discusión con el PC es si encarnar el poder dual o no. Es decir, piensan en el asalto al Estado, su destrucción o transformación desde adentro”.
El propio presidente Allende se vio atrapado en aquel torbellino de ambigüedades e ilusiones políticas, como fue creer que se estaba generando un poder dual del tipo Lenin-Trotsky que pronto podría llevar al asalto el Palacio de Invierno. Ya en plena crisis de la UP, causada por la confrontación entre la ultra izquierda y el reformismo institucionalizado favorecido por el PC, el presidente Allende (profeta desarmado), dirige una carta a los jefes de los partidos de la UP tomando posición contra la tesis ideológica del poder dual, profundamente equivocada e irresponsable, pensaba él, Escribió entonces:
“El poder popular no surgirá de la maniobra divisionista de los que quieren levantar un espejismo lírico surgido del romanticismo político al que llaman, al margen de toda realidad, ‘Asamblea Popular’. ¿Qué dialéctica aplican los que han propuesto la formación de tal asamblea? ¿Qué elementos teóricos respaldan su existencia?
Una Asamblea Popular auténtica revolucionaria concentra en ella la plenitud de la representación del pueblo. Por consiguiente, asume todos los poderes. No sólo el deliberante sino también el de gobernar. En otras experiencias históricas ha surgido como un ‘doble poder’, contra el Gobierno institucional reaccionario sin base social y sumido en la impotencia. Pensar en algo semejante en Chile en estos momentos es absurdo, si no crasa ignorancia o irresponsabilidad. Porque aquí hay un solo Gobierno, el que presido, y que no sólo es el legítimamente constituido, sino que, por su definición y contenido de clase, es un Gobierno al servicio de los intereses generales de los trabajadores. Y, con la más profunda conciencia revolucionaria, no toleraré que nadie ni nada atente contra la plenitud del legítimo Gobierno del país. […] Y no concibo que ningún auténtico revolucionario responsable pueda, sensatamente, pretender desconocer en los hechos el sistema institucional que nos rige y de que forma parte el Gobierno de la Unidad Popular. Si alguien así lo hiciera, no podemos sino considerarlo un contrarrevolucionario”. (Carta a los jefes de los partidos de la Unidad Popular”, 31 de julio de 1972).
II
Hoy estamos de vuelta al tema del doble poder o la doble soberanía, solo que en un contexto histórico distinto.
Lo que hay ahora, ya lo sabemos, es una crisis dentro de nuestro sistema que involucra aspectos políticos-institucionales, económicos, sanitarios y de gobernabilidad. Todo esto en un ambiente de élites ideológicamente polarizadas, un debilitamiento del Estado en cuanto al control de la violencia, un incremento de la informalidad en la economía, servicios sociales fuertemente tensionados y un intenso ciclo electoral durante el segundo semestre del presente año. Envolviendo a esta compleja trama, segmentos de la sociedad chilena y de su clase política se mueven dentro de un imaginario —si no revolucionario— en cualquier caso refundacional.
Así, por ejemplo, un académico conocedor de las izquierdas chilenas, consultado tiempo atrás si consideraba que hay una revolución en Chile, responde: “No creo”. Y luego expone su propio diagnóstico: “Lo que creo es que estamos viviendo un momento refundacional. […] Las nuevas generaciones están mirando el pasado con los ojos de esta generación e intentando construir un nuevo país, un nuevo orden institucional, un nuevo Estado: el de ellos. Si habláramos en términos marxistas tendríamos que preguntarnos por las condiciones objetivas, eso sería lo primero. Tendríamos que ver si hay explotación capitalista, si hay pobreza, si hay organizaciones políticas capaces de llevar a cabo una transformación profunda. Y después faltaría una cuestión central, que es lo que yo creo que no pasó en el estallido [del 18-O]: el estado mayor de la revolución porque, si no hay estado mayor de la revolución no hay revolución posible, al menos hablando desde los clásicos marxistas. Lo pongo en otras palabras: un par de días antes del Acuerdo [del 15 de noviembre de 2019], cuando el gobierno estaba muy debilitado, si se hubiera constituido el estado mayor de la revolución, a lo mejor el poder hubiera cambiado de manos. No sé hacia qué ni hacia dónde, pero ahí probablemente se dieron condiciones objetivas y subjetivas. Pero no creo estar en presencia de una revolución. Me parece que el término es muy fuerte para los jóvenes de hoy en día. No creo que mis alumnos sean revolucionarios, aunque muchos de ellos digan que sí: una cosa es decir y otra muy distinta es hacer. Creo que estamos en un momento refundacional en que los sectores marginales buscan un protagonismo que durante toda la historia de Chile no han tenido. Se dieron cuenta de que son una fuerza motriz muy importante para hacer cambios, y están aprovechando para hacerlos. No hay ambiente prerrevolucionario, sino más bien de cambios ordenados, porque después de todo lo que pasó estamos metidos en una elección de constituyentes. Chile es así: al final resuelve los problemas, o por una guerra civil, con un golpe de Estado, o por una negociación, que es lo que lo que pasa ahora” (C. Pérez, 2021).
Ahora bien, si entre revolución y refundación hay un amplio margen de posibilidades intermedias, cabe pensar también que en ese intermedio hay espacio suficiente para una gran diversidad de estrategias de doble poder.
De hecho, el PC chileno ha venido construyendo una estrategia de ese tipo desde el momento mismo del estallido del 18-O. Ese día, y durante las semanas siguientes, defendió la rebelión popular, el uso de diversos medios de lucha, incluyendo grados variables de violencia, y se sumó a la consigna de los sectores de ultra izquierda que exigían “fuera Piñera”, con el fin de desestabilizar y probablemente desbarrancar la gobernabilidad del país.
Tampoco se sumó al Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución optando en cambio por una Asamblea Constituyente plenamente soberana, como una forma de acelerar la ruptura del régimen institucional democrático, que el PC insiste ahora sería una mera prolongación de la dictadura (luego de haber participado en plenitud en el gobierno de la Nueva Mayoría). El giro es evidente y llamativo. Según declara el Informe Político al XXVI Congreso Nacional del Partido Comunista de Chile, de diciembre pasado, “como fuerza política revolucionaria […] llegamos a la conclusión de que Chile necesita una auténtica Revolución Democrática y una Ruptura Democrática con el sistema que se instaló en el marco de la transición y de la “política de los consensos”, como eje de gobernabilidad para sostener y administrar el neoliberalismo”.
Dentro de esta perspectiva estratégica, la Convención Constitucional —nacida del acuerdo político del 15-N de 2019– aparece como una pieza fundamental del puzzle de la doble soberanía, a condición de que pueda someterse a la estrategia del PC. No solo debe aproximarse lo más posible a la figura de una asamblea soberana y autoconstituyente, sin depender de una Constitución y un poder previo, sino que, además, debe ser ‘rodeada’ exteriormente por el pueblo movilizado en las calles. O sea, convertirse —desde dentro y desde fuera— en un engranaje del doble poder.
Es bajo la forma de la doble soberanía, en realidad, que al PC más le interesa la Convención. De allí el relato de que ella sería una emanación de la revuelta de octubre, incluso de la violencia, que en su momento habría introducido una ruptura democrática o, a lo menos, una fisura en la institucionalidad gobernante. Al mismo tiempo, debe impedirse ver a la Convención como resultado de un Acuerdo (del 15-N), cuyo poder derivaría de la actual Constitución reformada precisamente para ese efecto.
En la visión del PC y los grupos de izquierda maximalista, el doble poder o la doble soberanía surgidos de aquel relato de la Convención necesita sin embargo apoyarse externamente, de modo que dicho organismo no sea capturado por la técnica jurídica y la negociación de consensos que son las marcas del viejo orden llamado a desaparecer.
Precisamente “de allí la necesidad de rodear con la movilización de masas el desarrollo de la Convención Constitucional”, según proclama el Informe antes citado del PC, “impidiendo que las cocinas y el tecnicismo legal oscurezcan el sentido final de dicho organismo. […] Para asegurar que la Convención Constitucional no sea un debate entre cuatro paredes, hay que establecer que la convención en su reglamento tenga la obligación de realizar diálogos y debates con la representación de los cabildos, asambleas barriales, asambleas constituyentes populares, sindicatos, organizaciones sectoriales como frentes sindicales, feministas, medio ambientalistas, diversidad y disidencias sexuales, migrantes, culturales, pueblos originarios, estudiantiles, por el derecho a la vivienda. Integrando a todas las organizaciones y movimientos”.
En breve, de esa forma —a la manera de redes y movimientos, territorios y flujos, rizomaticamente— se iría construyendo en Chile un régimen de doble soberanía, un doble poder. Lo que persigue esta estrategia es usar cada situación, cualquiera coyuntura, todos los espacios, con un sentido de confrontación con el poder instituido, el Estado existente, de modo de construir, ampliar y movilizar contrapoderes; o sea, una naciente soberanía popular alternativa. Y, eventualmente, crear así una fuerza que haga posible una refundación del orden que pase a ser controlado, ahora, por unas nuevas élites políticas en nombre de las clases y grupos subalternos.
Lo que hemos visto desde el momento de la instalación de la Convención no es precisamente el ‘momento constituyente’ de los juristas de cátedra, como anunciaban algo ingenuamente los defensores de la metáfora del ‘hogar comun’, sino, por el contrario, un persistente esfuerzo de parte de una ‘minoría activa’—el PC y sus aliados— por convertir a la Convención en sede de una doble soberanía. En cada uno de sus momentos, exigencias, manifestaciones, votaciones, comunicación, arreglos internos y negociaciones entre grupos, este órgano estará cruzado por las tensiones que genera una estrategia que busca convertirlo en su contrario: un órgano destituyente del sistema para dar paso a una refundación de la sociedad ‘desde arriba’.
Este doble poder no es algo que se construya de un día para otro, igual como una revolución o una refundación toman meses o años en concretarse o fracasar. Esto vale, sobre todo, para un proceso de refundación que debe provocar una ruptura desde dentro de la institucionalidad democrática, buscando acumular fuerzas a través del conflicto, maximizando las tensiones con el poder instituido, ganando en las urnas y las calles, fomentando agitación en los territorios y las aulas, disputando el poder entre masas y en las plataformas digitales, creando entusiasmo y temor, imponiéndose simultáneamente en el campo de la memoria y de las utopías, en los nombres de las plazas y la cancelación de los monumentos.
Es un espejismo creer que porque nadie se ha tomado todavía el Palacio de Invierno no existe el riesgo de que a nuestro alrededor se esté creando, lenta y discretamente, como soñaba Proudhon, un doble poder o una doble soberanía que presagia el orden favorecido por los profetas armados.
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