Civismo como virtud democrática
José Joaquín Brunner, 16 d mayo de 2021
Estos días—en medio de nuestro momento constitucional y político—son ideales para examinar el vínculo entre educación y democracia. Es usual escuchar que las democracias modernas necesitan una ciudadanía educada para sobrevivir y florecer. Y hay razones que sustentan ese aserto.
Sin embargo, también es cierto que pueblos altamente educados han convivido con la barbarie del fascismo (piense usted en Alemania e Italia), o bien, se han inclinado ante líderes autoritarios que desprecian las instituciones y prácticas democráticas (como ocurrió con Trump en EEUU y sucede hoy en países culturalmente ricos como Hungría y Polonia). Incluso, otras sociedades europeas con sólidas tradiciones educacionales han visto crecer últimamente movimientos nacionalistas, intolerantes y reaccionarios. Norris e Inglehart (2019) llaman la atención al hecho de que partidos populistas de extrema derecha han accedido a coaliciones de gobierno en 11 países europeos, incrementado su participación de 5% a 13% en las votaciones nacionales y europeas y elevado su representación parlamentaria de 4% a 13%. Asimismo, constatan una pérdida de apoyo de los tradicionales partidos centristas de izquierda y derecha. América Latina no es ajeno a estos fenómenos.
De modo que el vínculo entre educación y democracia no es lineal ni corre en una sola dirección.
Ante todo, la educación formal—nuestro sistema de escolarización obligatoria—juega un papel fundamental. Forma conocimientos y habilidades imprescindibles para el desarrollo de una ciudadanía democrática. Familiariza a la población con las reglas de la polis. Enseña a apreciar sus instituciones y a comprender el rol que juegan para sostener la vida en común.
Sin embargo, sabemos que en esos aspectos nuestra educación cívica es débil y da lugar al cinismo frente a las reglas, a un sentimiento hostil hacia las instituciones y a una convivencia crispada por el resentimiento y sus portavoces en las redes sociales.
En perspectiva democrática, la escuela debería hacerse cargo, además, del progresivo desarrollo de la autonomía personal, el ejercicio de las propias libertades y derechos, la obligación de asumir responsabilidades y las capacidades para convivir dentro de un pluralismo cada vez mayor de ideas, creencias, valores éticos, orígenes étnicos y sociales, orientaciones y preferencias de estilos de vida.
Si nos atenemos a la evidencia sobre el deteriorado clima interno de numerosos colegios, la violencia latente en ellos (y que a veces estalla), la anomia y el deterioro de de la autoridad docente, el cuadro resultante es desfavorable para el futuro de nuestra democracia.
En efecto, la oportunidad de vivir una buena vida en una sociedad democrática requiere un conjunto variado de destrezas y virtudes: manejo de los códigos fundamentales de la cultura contemporánea como alfabetización comprensiva, numérica y digital; razonamiento crítico; capacidad de colaborar entre diferentes, y voluntad de participar en los asuntos de la comunidad y de deliberar en público sobre ellos.
Mas no cabe cargar a la escolarización K-12 toda la factura del sostenimiento democrático. Pues bien sabemos que al lado de este proceso institucional, y con un peso cada vez más gravitante, la educación no formal—del hogar y los pares, del vecindario y la comunidad, de los medios de comunicación y la cultura—juega también un rol crucial. Aprendemos y nos formamos en múltiples espacios que, sin haber sido diseñados con intenciones y propósitos propiamente educativos, sin embargo inciden en nuestras formas de pensar y de ser, de actuar y convivir, de hacer y saber; en fin, de conducir nuestras vidas en la esfera privada y pública.
Dewey, el famoso filósofo y educador norteamericano de comienzos del siglo XX, subrayaba precisamente esos factores como base para una experiencia social compartida. La escuela era un punto focal de ella, pero a su lado la educación no formal contribuía a lo largo de la vida. Para él, lo más importante del vínculo entre democracia y educación (título de su famoso libro de 1916)—era adquirir la capacidad de participar en los procesos de la sociedad y adaptarse flexiblemente a las cambiantes condiciones del entorno. Y el aprendizaje de esas aptitudes ocurriría tanto dentro como fuera de la escuela. Al final, sostenía él, lo decisivo es aprender a aprender, frase que Dewey, se dice, usó por primera vez en el sentido que hoy le atribuyen las ciencias de la educación.
Es evidente que nuestro entorno de vida y aprendizaje se ha visto alterado desde hace un tiempo por una conjunción de severas crisis—económica, social, sanitaria, institucional y de gobernabilidad—, lo que afecta de variadas maneras nuestros procesos formativos.
La educación democrática de la sociedad chilena se halla así puesta en tensión. Cuando esta noche empiecen a conocerse los resultado de la votación sabremos cuál es el futuro que deseamos construir. Y, en medida importante, ese futuro dependerá de las interacciones entre democracia y educación; esa continua experimentación, como diría Dewey, a través de la cual nos adaptamos a circunstancias cambiantes.
La pandemia, como ocurrió antes con el estallido de violencia y con la protesta social masiva, y luego con el plebiscito del 25-O de 2020 y la posterior búsqueda de acuerdos para salir adelante o hundirnos, nos ha enseñado resiliencia y forzado a vivir en medio de las fracturas y antagonismos que nos aquejan.
De nuevo, desde mañana, democracia y educación cívica volverán a ser los pilares sobre los cuales construiremos o desperdiciaremos nuestro futuro: la democracia podrá educarnos, o bien, nuestra deficitaria educación ayudará a disipar el espíritu democrático de la sociedad.
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