Se halla en pleno desarrollo una nueva crisis de gobernabilidad, cuyo desenlace resulta difícil de predecir. Pero cuyos signos externos son relativamente claros.
Un gobierno bloqueado por su propia incompetencia política. Y con su pieza principal, aquella más elevada con que se cierra el arco, seriamente debilitada, como muestra estar la presidencia. (Insistir que la falla es exclusivamente personal es no tomarse en serio el asunto; es la institución la que ha perdido sostén y fuerza, más allá incluso de la impopularidad del Presidente).
La coalición oficialista, parte esencial de ese sostén, en desbande, confundida ideológicamente, carente de disciplina, sin liderazgos ordenadores (o con varios en competencia), y de espaldas a su responsabilidad de gobernar.
Un Congreso donde la fronda parlamentaria —variadas oposiciones, fracciones oficialistas en rebeldía y volátiles figuras independientes— pretende salir de la situación de desgobierno a través de los medios de comunicación y la excitación del voto popular. Bajo la ilusión de representar a una aplastante mayoría pretende ahora aplastar al poder Ejecutivo, olvidándose de su propia, precaria, legitimidad.
Los opositores ‘naturales’, aquellos situados del centro hacia la izquierda en todos sus matices, más preocupados de prolongar y profundizar la crisis política antes que de superarla, mientras disputan entre sí por la hegemonía estratégica y pugnan por establecer quién está en condición de ofrecer más en la subasta pública de beneficios.
Por último, Congreso y Gobierno (el Presidente) envueltos, además, en un conflicto institucional que amenaza con escalar de las palabras a una contienda constitucional y más allá hacia una crisis del Estado, en una espiral indigna de actores sobre los que descansa el frágil entramado político de la democracia.
Todo lo anterior mantiene en extrema tensión al régimen político y reproduce un clima de creciente polarización y ofuscamiento, en medio de la grave crisis sanitaria y económica (empleo e ingresos). En vez de reducir la crispación y encargarse de producir soluciones y construir puentes, la clase política parece más interesada en dejar tras de sí una huella de escombros. Después de nosotros, el diluvio.
Leer los diarios y escuchar los programas dominicales de conversación política de la TV es descorazonador; un espectáculo de la polis en su peor versión. No un foro de ideas e intercambios para converger en torno a soluciones posibles sino la reiteración de querellas, acusaciones mutuas, discursos antagónicos, mala fe política, abusos de confianza y escaso razonamiento y reflexión.
Este ciclo diario y semanal nada nuevo promete; se consume en una circulación de palabras que achatan la política y la convierten en un juego autodestructivo. No lleva en cuenta que antes y después de ese desafortunado espectáculo semanal, las personas continúan en medio de la pandemia y el confinamiento, la incertidumbre y el tedio, las carencias y frustraciones, el trabajo informal y las deudas, la salud mental quebrantada y la inseguridad en las calles y barrios.
De modo que la ingobernabilidad no es un fenómeno solo del gobierno, el Presidente y su magro equipo de ministros y asesores, que por cierto son la cúpula de esta crisis, sino, además, de la coalición oficialista y sus partidos (unos más que otros) y su renuncia al deber de gobernar. También de las oposiciones que, en vez de entenderse a sí mismas como parte fundamental de la gobernabilidad, se dedican —salvo contadas excepciones— a agitar aún más la crisis, esperando arrancar ventajas del desfondamiento de la institucionalidad política cuyo control desean asumir, aún al costo de debilitarla al máximo.
La ingobernabilidad en curso se retroalimenta además al verse convertida en un continuo espectáculo, con el riesgo, sin embargo, de que el pueblo reciba más circo que pan a través de las comunicaciones de masas.
En suma, es un cuadro desolador.
Más encima, viene un ciclo electoral de extraordinaria intensidad, donde tendremos que hacer el esfuerzo mayor —cada cual en su propia esfera— por mantener los procesos deliberativos dentro de los cauces democráticos.
El momento constitucional que se avecina es —por su propia naturaleza— fundacional: un momento de acuerdos, normas y reglas; de orden y coordinación; en breve, de formación de una voluntad general. Pretender ‘rodearlo’, o tensionarlo al máximo, o desbordarlo, o someterlo a las tácticas de la funa, el acoso y la cancelación, sería precipitar al país, más allá de la ingobernabilidad, al abismo. Así ocurrió varias veces en nuestra historia del último siglo. Y sigue siendo un riesgo terminar entre escombros.
¿Qué se puede hacer, entonces?
Insistir, a tiempo y a destiempo, en la necesidad de un supremo esfuerzo por conciliar posiciones y evitar así un quiebre.
*Esta columna fue escrita antes de la resolución del Tribunal Constitucional que declaró inadmisible la solicitud del Presidente de la República sobre el tercer retiro del 10% de fondos de pensiones.
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