por Claudia Espinoza Carramiñana y Silvia Redón Pantoja, 4 marzo, 2021
Para la Dirección de Educación Pública Nacional, los énfasis están puestos en la gestión y luego en lo pedagógico. Así lo evidencia el primer plan anual del reciente SLEP de Valparaíso, organizado desde la lógica gerencial y sustentado en principios pedagógicos neoliberales que refuerzan una idea de calidad asociada a los rankings, las escalas de puntuación, las mediciones, la homogeneización del currículo, sin profundizar en los sentidos de la educación alojados en un territorio con características muy disímiles, como lo es Valparaíso y sus índices de cesantía, analfabetismo, alcoholismo, precariedad en formas de vida cotidianas muy indignas o indecentes, en palabras de Avishai Margalit (“La sociedad decente”, 1997).
La defensa de la educación pública es una bandera que enarbolan diversos sectores políticos en este país, entre otros, porque ha sido un tema relevante y gravitante en las demandas de los movimientos sociales, especialmente en la voz de los y las estudiantes en los últimos años.
La gran coincidencia entre sectores políticos de derecha y de izquierda, es que el país está en deuda con su educación pública y que reparar aquello es un gran desafío y tarea prioritaria. Lo que no queda del todo claro, es lo que cada sector político comprende por educación pública, qué principios fundamentales sostienen y dan sentido a la pedagogía, qué valores configuran la noción de lo público, quiénes son sus mejores interlocutores y cuáles son las estrategias para concretarla, fortalecerla y recuperarla.
Hay que recordar que la matrícula en la educación municipal decrece de forma sostenida y gradual en todos estos años, lo que fortalece al sector privado, especialmente a través del financiamiento compartido.
Cabe destacar que el último gobierno de la Nueva Mayoría intentó reparar esta deuda, promulgando leyes y políticas públicas que fortalecieran los principios que sostienen a la educación pública, pero estas solo operaron como maquillaje y barniz que no logra revertir de forma real el daño causado a la educación pública.
“En un intento postrero de reformas que no cuestionaron el esquema dominante, el gobierno de la Nueva Mayoría (2014-2018), bajo una fuerte resistencia del profesorado y el movimiento social por la educación, promulgó la Ley de Inclusión (2015), la Ley de Desarrollo Profesional Docente (2016) y la Ley de Nueva Educación Pública (2018). Dichas iniciativas no modificaron estructuralmente el modelo educativo heredado y profundizado por las administraciones anteriores. No erradicaron el carácter selectivo que sigue teniendo el sistema; se acentuó la estandarización, la competencia y el agobio laboral docente, quedando la estructura salarial asociada a factores variables, con la consiguiente pérdida de derechos laborales. No se transformó el carácter competitivo del sistema y se mantuvo el esquema de financiamiento vía voucher; así como tampoco se avanzó en procesos reales de democratización ni formulación de metas de expansión de cobertura del sistema público” (Caro & Reyes, 2020)
En este escenario, la nueva educación pública se concreta a través de la instalación de los servicios locales, que han operado y se han puesto en marcha con múltiples coincidencias. En marzo de 2021 se realizará una primera evaluación del proceso denominado Nueva Educación Pública, vinculado a la trayectoria y trabajo desarrollado de los primeros servicios locales (SLEP) que se han hecho cargo de la educación en diversas comunas del país.
En el caso de Valparaíso, el 1 de enero de este año, comenzó a funcionar el SLEP, producto de un recorrido oficial, según la Ley 21.040, que requería la constitución del Comité Directivo Local, creado en julio del año 2019. En la ceremonia de inauguración del SLEP, se expresaron discursos que ponen en relieve aspectos y principios éticos-valóricos en los cuales es difícil que alguien pueda estar en desacuerdo. La pregunta surge, tal como al inicio de este texto: ¿de qué hablamos cuando decimos educación pública?
Desde 2018, contamos con la Ley 21.040 que cumple con el anhelo de fortalecer una educación con sentido público. Los principios que inspiran la Nueva Educación Pública se vinculan con el desarrollo integral, la mejora continua de la calidad, la cobertura y garantía de acceso, la equidad e igualdad de oportunidades, el trabajo colaborativo en red, la inclusión, laicidad y formación ciudadana, la pertinencia local, los valores republicanos y formación ciudadana, así como la integración con el entorno y la comunidad.
Nuevamente, se enarbolan principios en los que todos y todas adhieren, pero al desmenuzar las hebras que tejen el concepto de calidad, por ejemplo, nos encontramos con polares contradicciones, igualmente con los conceptos de desarrollo integral, aseguramiento de la calidad, equidad e igualdad de oportunidades, etc. ¿Esta confusión y nebulosas de teorías, conceptos y significados, nos supone un cierto relativismo? ¿Implican estas contradicciones que al interior de un concepto cabe todo y nada al mismo tiempo? No y sí. No supone relativismo. Las contradicciones y nebulosas no debieran suponer relativismo, puesto que de eso se trata la academia, discutir, reflexionar, abrirse a diversas perspectivas, escuchar a los actores que componen a las comunidades educativas, especialmente a los padres y apoderados, profesores y profesoras que la constituyen en su gran mayoría, escuchar a la evidencia científica, pero, especialmente, escucharnos y reflexionar argumentativamente.
Sí es importante afirmar que estamos en un escenario de significantes flotantes y vacíos en los que muchas veces circulan palabras con mucha fuerza mediática que están vacías de contenidos, y en otras ocasiones sus contenidos son tan polares y contradictorios que se prestan para su utilización instrumental populista, como, por ejemplo, la utilización de conceptos como el de “calidad” o “equidad”, apuntando a fines totalmente opuestos, según de donde venga.
En este marco y contexto descritos, la puesta en marcha de esta Nueva Educación Pública está llena de contradicciones y formas de gestión, que van en dirección contraria a las declaraciones de buenas intenciones que hacen quienes lideran este proceso. Tomemos como ejemplo SLEP Valparaíso.
Para la Dirección de Educación Pública Nacional, los énfasis están puestos en la gestión y luego en lo pedagógico. Así lo evidencia el primer plan anual del reciente SLEP de Valparaíso, organizado desde la lógica gerencial y sustentado en principios pedagógicos neoliberales que refuerzan una idea de calidad asociada a los rankings, las escalas de puntuación, las mediciones, la homogeneización del currículo, sin profundizar en los sentidos de la educación alojados en un territorio con características muy disímiles, como lo es Valparaíso y sus índices de cesantía, analfabetismo, alcoholismo, precariedad en formas de vida cotidianas muy indignas o indecentes, en palabras de Avishai Margalit (La sociedad decente, 1997).
El concepto de evaluación en este plan educativo parece disociado de las trayectorias educativas y segmentado “solo a conductas observables de aprendizajes logrados”. Se ha desconocido un principio rector que ofrece la evidencia científica, respecto a la necesidad del trabajo colaborativo en red a través del diálogo simétrico. O peor, en sus proyecciones 2021 en contexto de pandemia, vuelven a centrar sus estrategias pedagógicas en la entrega de guías para avanzar con contenidos, en los casos en que la tecnología no permita la conexión virtual. U otro ejemplo de la ausencia de trabajo colaborativo, es la nula consideración de procesos participativos para planificar el retorno a clases, en lo que no han sido considerados los apoderados y estudiantes. Nada menos pertinente y que debería considerarse como un gran fracaso en la forma de concebir el proceso educativo.
A este escenario se suma el camino recorrido por el Comité Directivo Local, que desde su constitución ad honorem (julio 2019) ha trabajado rigurosamente por colaborar con el proceso de instalación del SLEP para la nueva Educación Pública y cuyos diversos aportes en las tareas encomendadas no han sido tomados en cuenta y se vislumbra con gran preocupación la conformación del Consejo Local de Educación, que debería ser la instancia de amplia participación, pero no hay evidencia alguna de procesos de participación real. Hasta ahora ni siquiera se ha alcanzado el nivel más básico y reducido de una participación consultiva.
Ello refleja una cultura política de la “no escucha” blindada por sus iguales, no permitiendo ni la más mínima apertura a discutir y argumentar visiones contrapuestas.
Cuando un pueblo deja de pensar, pierde lo que le hizo “humano”, y cuando deja de reconocer al otro como legítimo, pierde la democracia y toda posibilidad de justicia.
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