Volver al orden normal de la educación o renovarlo
31 de enero de 2021
El retorno educativo no tiene una regla previsible ni resultará de un decreto de autoridad. Al contrario, será inorgánico, diverso y zigzagueante.
El desafío es renovar el orden de la educación nacional y no meramente restaurar el anterior. Supone, ante todo, un serio esfuerzo por acordar el marco constitucional de nuestro sistema educacional.
El continuo debate sobre el momento preciso del retorno a clases presenciales en todos los niveles del sistema educacional, crea una falsa impresión: que habrá un día determinado en que se retoma el orden normal de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Este razonamiento falla en sus dos cláusulas: no existirá ese instante crítico de relanzamiento del sistema educacional, ni hay un orden normal, un estado natural, del fenómeno educativo al cual regresar.
A lo primero, la historia de las grandes pestes nos enseña que no se produce tal punto de inflexión; una nítida ruptura entre un antes (la duración de la peste) y un después (post Covid-19).
Cuentan las crónicas sobre la peste negra europea del siglo XIV, que la educación de la época—en colegios y universidades—solo pudo retomarse gradual, desigual y progresivamente cuando la catástrofe comenzó a ceder. No había suficientes profesores habilitados. Las circunstancias locales de la enfermedad mudaron de maneras muy distintas entre ciudades, en Florencia, París, Oxford o los principados germanos. Había un grado variable de desorientación, predisposición al riesgo y ánimo de estudiar y enseñar entre niños, jóvenes y adultos. La crisis económica prolongó el hambre, mantuvo en vilo los mercados y desgarró el tejido comunitario.
Sobre todo, la cultura de las élites quedó trastocada en sus percepciones y valores y profundizó la distancia entre los que favorecían el carpe diem (vive el momento, aprovecha la ocasión) y quienes asumían el quotidie morimur (morimos cada día) que lleva al ascetismo y a la vida en serio de “aquel que nunca olvida / ser polvo, en el halago del tesoro” (F de Quevedo).
De igual forma observamos hoy que el famoso momento del retorno educativo no tiene una regla previsible ni resultará de un decreto de autoridad. Al contrario, será inorgánico, diverso y zigzagueante dependiendo de un sinnúmero de factores, como muestra la experiencia internacional: caída de los contagios percibido por los vecinos; éxito del proceso de vacunación; escuelas bien preparadas y comunicadas con las familias; colaboración de los maestros y su gremio (cuya directiva aparece reiteradamente en posiciones poco constructivas); voluntad de los sostenedores; opinión de los alcaldes en sus comunas; recursos disponibles para ayudar en estos procesos, y capacidad del gobierno (hasta ahora menguada) para transmitir confianza sin generar confusión.
La segunda gran dificultad del razonamiento de un regreso a la normalidad educacional, su estado natural, es que—bien sabemos—no hay mayor interés de parte de los alumnos, sus familias, los docentes y directivos, los ciudadanos y expertos por recuperar el statu quo ante bellum, que consideraban como desigual y de insuficiente calidad.
Con razón, pues ese orden educativo no sólo había dejado de responder a las expectativas de las familias y los estudiantes, sino que su efectividad social era de bajo rendimiento en ciudadanía, productividad, movilidad, reflexividad y cultura. Y su mejoramiento, en general, era lento y disparejo.
Símbolos de esta realidad insatisfactoria abundan: el mejor colegio público se destruye a sí mismo, los colegios privados más caros exhiben logros académicos pobres en comparación internacional, los servicios locales creados en reemplazo de la educación municipal no levantan vuelo, el sistema de educación superior se ha frenado, un exceso de controles burocráticos asfixia a la educación y la moral del personal docente da señas de agotamiento.
Luego, el desafío es renovar el orden de la educación nacional y no meramente restaurar el anterior.
Supone, ante todo, un serio esfuerzo por acordar el marco constitucional de nuestro sistema educacional. Su carácter mixto—de provisión y financiamiento—volverá a ser tema de discusión. Igualmente, los alcances del derecho a la educación, la autonomía de los establecimientos y sus proyectos, y el rol orientador y conductor del Estado.
En seguida, se impone un rediseño y una reingeniería de los procesos de enseñanza y aprendizaje en todos los niveles: su filosofía formativa para el siglo XXI, arquitectura de grados y títulos, marco nacional de cualificaciones, prioridades curriculares, secuencias y modalidades de los estudios, métodos pedagógicos, uso de plataformas tecnológicas, procesos de certificación, evaluación del desempeño y aseguramiento de la calidad.
Si nos tomáramos en serio estos retos necesitaríamos trazar una hoja de ruta y emprender ordenadamente los cambios posibles, cuya necesidad y urgencia están ahora aún más a la vista que antes de la pandemia.
Por cierto, hay otros desafíos adicionales que deberemos enfrentar si deseamos renovar nuestro sistema educacional: cómo expandir seriamente la calidad de la atención de infantes, niñas y niños; qué tipo de programas e instrumentos utilizar para reforzar el mejoramiento de las facultades de educación; qué hacer, desde el Mineduc y el nuevo Ministerio de Ciencia y Tecnología, para dar un vigoroso impulso a la investigación educacional o cómo financiar al sistema sustentablemente, en el largo plazo, con recursos fiscales y privados.
Seguramente muchos de estos asuntos aparecerán en la esfera pública durante los próximos meses. Pasarán a formar parte del torbellino electoral que nos envolverá próximamente. Someterán a examen nuestra capacidad para fijar una nueva agenda educacional, acordar prioridades y construir acuerdos de base. Solo si lo superamos exitosamente podremos avanzar sin demagogia ni de manera improvisada, como hemos hecho en ocasiones anteriores.
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