Izquierdas: Minorías activas o burocracias
Nuestros partidos progresistas contemporáneos son hoy organizaciones que gestionan poder burocrático, poder comunicacional y poder ideal, con el propósito de incrementarlo en favor de las propias creencias, intereses e influencias.
Lo muestra patentemente la situación de la FECH, donde, en la fallida elección de agosto pasado, apenas votó un 14% de los estudiantes y, por tanto, la Federación quedó acéfala y se halla en suspenso. Similares situaciones han vivido los estudiantes de la USACH y la Universidad de Concepción.
Una reducida movilización de adeptos exhibieron también los partidos —de derecha e izquierda, sin excepción— con ocasión de las recientes elecciones primarias para elegir candidatos a gobernadores y alcaldes. Concurrió a votar alrededor de un 3% del padrón electoral. En la región del Bío Bío no alcanzó siquiera al 2%. El FA participó en cuatro regiones (Metropolitana, Valparaíso, Tarapacá y Los Lagos), donde movilizó un total de 68.000 votantes: Independientes adscritos, 18,2 miles; Comunes, 16,7 miles; Liberales (que luego abandonaron el Frente), 12,6 miles; RD, 12,1 miles, y Convergencia Social, 8,4 miles.
Algo mejor le fue en estas primarias a la ex Nueva Mayoría, que compitió en las 16 regiones del país, movilizando un total de 254,6 miles de electores. La mayoría correspondió a la DC. El PS y el PPD volvieron a revelar el reducido alcance de su irradiación militante.
Por su parte, el PC y sus aliados sólo organizaron una primaria a lo largo del país, de suyo una señal de que sus candidatos a gobernadores serán elegidos burocráticamente. En cualquier caso, es conocido que en el caso del PC se trata típicamente de un colectivo que se autodefine como de cuadros; es decir, una minoría profesional y bien organizada.
Por último, el domingo pasado se convocó a la militancia de RD —principal partido (se supone) del FA— a una consulta online para optar entre una alianza con el PC o con la ex Nueva Mayoría. Votaron por Internet la triste cantidad de 795 militantes, un número aún más flaco que los 3,5 miles que habían elegido a la directiva de dicho partido en enero de 2019. Tras esta manifestación casi familiar de voluntades, la presidenta de RD comunicó, sin darse por enterada de la magra votación: “Optamos por volver a rechazar la vieja política y sus recetas tradicionales. Optamos por construir mayorías sociales que se conviertan en mayorías políticas para que nunca más en Chile se gobierne para unos pocos”, aseguró, lo que no deja de ser irónico. Igual de modesta ha sido la participación en las elecciones de los dirigentes de los demás partidos componentes del FA.
II
Así, la política de las izquierdas, usualmente de grandes aspiraciones e invocación a las masas, en la práctica ha ido convirtiéndose en un ejercicio de minorías activas y aparatos burocráticos, dedicados en lo esencial a tres cosas. Primero, administrar unos cargos parlamentarios y de representación territorial y el reclutamiento para esos cargos (incluidos los de gobierno, cuando el partido forma parte de una alianza oficialista). Segundo, administrar la presencia de los dirigentes de la organización en los medios de comunicación y las redes sociales. Tercero, administrar un conjunto de ideas y enunciados programáticos que confieren su identidad ideológica al grupo y lo posicionan en la competencia simbólica dentro del campo político.
En breve: nuestros partidos progresistas contemporáneos son hoy organizaciones que gestionan poder burocrático, poder comunicacional y poder ideal, con el propósito de incrementarlo en favor de las propias creencias, intereses e influencias.
Los partidos tradicionales del sector, en cambio, aspiraban históricamente, y antes que nada, a tener poder social —identificación de clase (trabajadora, de pobres del campo y la ciudad, de masas marginales, de jóvenes rebeldes e intelectuales críticos, etc.) y presencia activa en los movimientos orgánicos de la sociedad como sindicatos, juntas de vecinos, agrupaciones de mujeres, expresiones del arte y la cultura, etc. Entendían de esta manera formar parte de las luchas del pueblo para orientarlas y presidirlas.
Esta tradición se halla debilitada ahora, pero es parte todavía del PC, la DC y el PS. Aunque de maneras muy distintas, esos partidos se concebían a sí mismos —y aún ocurre a ratos— como vanguardias de movimientos de masas ya sea en la concepción leninista del PC, la inspiración pastoral de la DC, o los liderazgos fraccionales del PS.
Por su lado, los partidos de las nuevas izquierdas actuales constituyen más bien minorías activas que, seguramente, pertenecen al tipo contemporáneo de sociedad. Sociedades más diferenciadas, tecnificadas, secularizadas, individualizadas, orientadas al consumo y el espectáculo, sin ‘grandes relatos’, donde la noción misma de pueblo ha sido reemplazada por nociones como la ‘calle’, los ‘territorios’, la ‘gente’, las ‘audiencias’, los ‘públicos’, los ‘abusados’, los ‘excluidos’. Todas ellas son metáforas de aquel pueblo que en el antiguo imaginario de las izquierdas aparecía revestido de un carácter nacional-popular, plebeyo, de clase proletaria propio del tiempo industrial y la cuestión social, de las novelas realistas y los relatos heroicos de los ‘viejos’ y las luchas revolucionarias de antaño.
Por el contrario, el pueblo del nuevo imaginario progresista es un conglomerado altamente diverso de individuos identitarios, marcados por sus opciones de nacionalidad y género, de adscripción a variados principios culturales y estilos de vida, de asociaciones a causas locales y creencias, de inserciones de status y clase, de preferencias contractuales y adhesiones líquidas.
III
Los partidos de izquierda actuales, por tanto, han dejado de ser canales de socialización y agentes de cultura, de manera similar a como ha ido ocurriendo con el debilitamiento del poder simbólico de la familia, la escuela y las iglesias y de todo el entramado de base comunitaria de la sociedad. De la misma forma han ido desapareciendo también los clubes radicales, las misas dominicales, los juegos de rayuela, las fiestas folclóricas, los grupos parroquiales, las artesanías y las costumbres honradas por el transcurso del tiempo.
Lo comunitario, sostén y alimento de las viejas estructuras partidarias, ha dado paso a los aparatos burocráticos, las invisibles redes del mercado, las asociaciones virtuales, la segmentación y contractualización de las relaciones sociales, la individualización de la propia sociedad y unos sentimientos difusos de alienación, malestar, soledad, desconfianza y abuso.
Efectivamente, sobre esa base deben levantarse y mantenerse ahora los partidos de izquierda. Y la experiencia muestra que resulta en extremo difícil hacerlo.
Los partidos con tradición de vanguardia y vocación de masas no logran adaptarse fácilmente al nuevo clima social. Sus discursos suenan huecos por lo mismo y apenas se escuchan. Sus liderazgos carecen de proyección. Tienen escasa penetración entre los jóvenes y las mujeres, sectores claves en los ordenamientos emergentes. Sus ideologías son confusas.
Con todo, mantienen una cierta presencia y permanecen como vectores de poder: el PC, el PS y la DC. Sus tradiciones tienen aún un cierto arraigo; se reproducen —aunque cada vez con mayores dificultades— y funcionan como organizaciones semiburocráticas, siempre bajo el riesgo de la oligarquización partidaria, como anticipó el sociólogo alemán Robert Michels a principios del siglo 20. Sus liderazgos se profesionalizan inevitablemente, surgen camarillas internas, los cargos dirigenciales corroen el espíritu, la organización deviene mero aparato, los militantes activos pasan a ser funcionarios y cabecillas de corrientes y la democracia del colectivo resulta ser nada más que un rito. Según enuncia la ley de hierro de Michels, “La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
Por su lado, los nuevos partidos, nacidos ya en el actual clima político cultural, son verdaderas empresas políticas bajo control de minorías activas que buscan incidir en la sociedad mediante el despliegue mediático y a través de las redes sociales. Sus líderes necesitan destacar por la reiteración de sus apariciones —de allí la suprema importancia de la ‘visibilidad’— y el ruido de sus intervenciones. Devienen una suerte de influencer político, talking heads, que surgen ante las audiencias anónimas por virtud de su popularidad, el impacto de sus opiniones y la cantidad de sus seguidores.
Se trata, entonces, de emprendimientos políticos individuales o de grupos que en vez del antiguo trabajo de terreno y el contacto cara a cara con militantes y electores, ahora se activan en las pantallas y las redes sociales, estableciendo sus canales propios de comunicación. Sobre todo, buscan incrementar su exposición pública, construir una ‘marca’ en el mercado de las imágenes identitarias y utilizar su ‘capital de reconocimiento’ en diferentes plataformas tecnológicas, incluidos los medios tradicionales de comunicación, en especial la TV.
El riesgo bajo el cual se desarrollan estas minorías activas de última generación es el personalismo extremo de sus emprendimientos partidarios, lo innecesario que para ellos se torna la organización colectiva, la fuerte orientación hacia novedosas formas de marketing político-ideológico (por cierto, no admitidas como tales) y la ausencia de una base humana comprometida con el proyecto partidario, como muestran las recientes votaciones del FA, sus desprendimientos fraccionales y los nuevos emprendimientos de sus líderes más activos y visibles.
En conclusión, puede ser que los partidos de izquierda —unos y otros, más o menos de siniestra, reformistas o revolucionarios— estén en tren de desaparecer dando un viraje desde su anterior arquitectura —sólida e inevitablemente burocrática— hacia nuevas formas ‘líquidas’, posmodernas, de emprendimientos infinitamentre adaptables según las exigencias cambiantes de la opinión pública encuestada y la competencia entre figuras mediáticamente visibles.
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