Cómo terminar con el lugar privilegiado de la educación privada en Chile
26.12.2020
Esta columna revisa la relación entre Estado y educación privada en Chile. Los autores recuerdan que la mayor parte del siglo XX existió un Estado docente; discuten el enorme impacto de las reformas de los ‘80 y las limitaciones de la ley de inclusión, todo lo cual derivó en la crisis del sistema público actual. El debate constitucional es una oportunidad para reconfigurar los equilibrios, y pasar del antagonismo a una relación de colaboración entre la educación privada y el sistema público, sugieren.
Esta columna está basada en publicaciones de ambos autores contenidas en el libro: A 100 años de la ley de educación primaria obligatoria: la educación chilena en el pasado, presente y futuro. Alejandra Falabella & Juan Eduardo García-Huidobro (Editores). Ediciones UAH. Disponibleaquí.
En Chile, la educación particular subvencionada no ha crecido junto a la educación pública, sino que ha crecido a costa de ella. De hecho, hoy en día se contabiliza un abrumador 63% de oferta particular (54% particular subvencionada y 9% particular pagada) versus un 36% del sector público.
¿Cómo llegamos a esto?
El régimen de Pinochet presentó a la educación privada como la salvación ante la supuesta “crisis de la educación pública”, y focalizó esta última en los sectores más empobrecidos. Esta transformación rompió con el histórico rol preferente del Estado hacia el sector público y creó una nueva organización del sistema educativo, sostenido en una competencia entre los establecimientos. Con el retorno de la democracia, las lógicas de mercado y de privatización se profundizaron. Esto benefició especialmente al sector privado, que pudo cobrar, lucrar, seleccionar estudiantes y obtener mejores resultados en el SIMCE que su competencia del sector público.
¿Puede la educación particular subvencionada jugar un rol distinto al de antagonista de la educación pública? La ley de inclusión (2015), abrió una posibilidad para que el escenario cambie: prohibió el lucro en la educación escolar, la selección de estudiantes y el financiamiento compartido. Estas medidas podrían disminuir la segregación actual. Sin embargo, el modelo de financiamiento basado en la competencia entre escuelas públicas y privadas se ha mantenido intacto, se permite el lucro encubierto, y el sector particular pagado, clave en la reproducción de las desigualdades, no fue incluido en la Ley.
Aunque el escenario descrito es adverso para pensar en una alianza entre el Estado y la educación privada[i], la relación entre la educación pública y privada no siempre fue de antagonismo y competencia. En esta columna hacemos un recorrido histórico para mostrar cómo se tejió esa relación de colaboración durante el llamado Estado docente; cómo la dictadura rompió dicho vínculo; y cómo el lugar privilegiado que ha ocupado la educación privada, en comparación a la frágil posición de la educación pública, hacen urgente un reordenamiento del modelo.
BREVE HISTORIA DEL VOUCHER EN LA EDUCACIÓN CHILENA
Ya en la Constitución de 1833[ii] se establece el rol “preferente del Estado” en la provisión educativa y la expansión de la oferta pública[iii]. Ello significó la confirmación de un “Estado Docente”, que se desarrolló junto a la “libertad de enseñanza”. Aunque no exenta de problemas y disputas, se configuró una alianza entre el Estado y el sector privado basada en una relación de beneficio mutuo.
Por una parte, el Estado promovió y exigió que privados – monasterios, congregaciones, fábricas, haciendas, asociaciones de la sociedad civil[iv], entre otros – formaran escuelas, lo que le permitió expandir la educación escolar a través del territorio chileno. Por otra, el sector privado, especialmente la Iglesia, pudo continuar propagando su religión y proyecto formativo. Esta alianza sirvió también para la generación de una oferta particular pagada que pudo satisfacer los intereses educativos de las elites conservadoras de la época y garantizar así su homogeneidad socioeconómica (Aguilar, 2011; Ilabaca y Corvalán, 2020).
En el marco de esta alianza, y con el fin de promover el crecimiento de la educación escolar, el Estado desarrolló tempranamente una política de subsidio por alumno. Los primeros decretos para formalizar el traspaso de montos públicos hacia escuelas particulares se emitieron en 1854 y 1871, sumado a ciertas regalías del Estado (por ej. entrega de terrenos; Aedo-Richmond, 2001). Este subsidio aumentó lentamente, aunque siempre se mantuvo como un monto menor a lo entregado a las escuelas públicas, en consistencia con un Estado Docente. A ello se sumó la entrega de donaciones, herencias y aportes del mismo sector privado.
En los años ‘20, el subsidio a las escuelas particulares subvencionadas oscilaba entre un 20-25% en relación al entregado al sector público[v]; luego, en 1951, la Ley nº 9.864 lo aumentó, llegando a representar el 50% de lo que entregaba a las escuelas públicas; y posteriormente, a fines de los 60 y principios de los 70, se produjo un nuevo aumento, lo que significó que el subsidio a las escuelas particulares llegase a ser del orden del 75% con respecto a lo que el Estado aportaba al sector público (Cariola y Vargas, 1999; Toro, 2014).
En los 80, la reforma de la dictadura militar quebró radicalmente con el Estado Docente y su rol preferente hacia la educación pública
Este uso y crecimiento del subsidio como herramienta política sirvió como plataforma para el éxito de la reforma de Pinochet. Por consiguiente, aunque nos acostumbramos a creer que el uso del subsidio por alumno (voucher) era un invento de los 80’, lo que muestra esta revisión es que esta herramienta fue clave antes de la implementación de lo que conocimos como el mercado educativo.
Pero a diferencia de lo que ocurre actualmente, durante este período la libertad de enseñanza se desarrolló bajo el control del Estado. Los establecimientos particulares subvencionados debían cumplir con las normas y regulaciones del sistema, tales como gratuidad e implementación de los planes y programas nacionales. Además, el Estado tenía la labor de supervigilar las escuelas de instrucción primaria –públicas y particulares—por medio del sistema de inspección nacional, mientras que los estudiantes de liceos –públicos y particulares— eran evaluados por medios de los “exámenes finales” a cargo de la Universidad de Chile y el Instituto Nacional (Falabella y Ramos, 2019; Flórez, 2013; Gysling, 2015).
Estas regulaciones generaron diversos debates, en los que la Iglesia y los sectores conservadores abogaban por una oferta lo más libre de regulaciones, aduciendo razones de tipo ideológico, como el derecho “natural” de las familias a elegir la educación de sus hijos o libertades curriculares (oposición al cientificismo positivista y teorías evolutivas), y razones de tipo pragmático-políticas, como la ineficiencia del Estado y su carencia de recursos (Ossa, 2007; Toro, 2014). Con el tiempo, el sector privado ganó libertades, como la elección de textos escolares y la inclusión de miembros en las comisiones de los “exámenes finales”.
LA REFORMA MERCANTIL: DE LA COLABORACIÓN A LA COMPETENCIA
En la década del 80, la reforma de la dictadura militar quebró radicalmente con el Estado Docente y su rol preferente hacia la educación pública. Este nuevo escenario implica un nuevo ethos y reglas del juego, marcado por la competencia en el nuevo mercado educativo, el emprendimiento y la gestión gerencial. Así, la libertad de enseñanza se transformó en libertad para generar negocio y lucro. Estas transformaciones, sin embargo, no fueron hechas en el vacío, pues se asentaron sobre un sector privado que había ganado ciertas libertades y soportes estatales, como mostramos en el subtítulo anterior.
Lo anterior no se tradujo únicamente en leyes y decretos, sino también en prácticas, discursos y subjetividades que decantaron en un imaginario anti-estatal. La reforma del 80 vino de la mano de un discurso de crisis de la educación pública y la imposibilidad de su crecimiento, mientras que la educación privada era presentada como una salida de salvación (Falabella, 2015a). En palabras de Augusto Pinochet, “la posibilidad que el Estado expanda aún más su labor educacional debe considerarse improbable (…) por consiguiente, se estimulará con energía la ayuda que el sector privado presta” (El Mercurio, 6 de marzo, 1979).
Desde una racionalidad profundamente neoliberal, la educación pública se planificó para atender a las poblaciones más empobrecidas, como mecanismo de focalización estatal (Falabella, 2015b). En otras palabras, se diseñó deliberadamente un modelo segregado, justificado por razones de “eficiencia fiscal”. La educación pública ya no tenía una pretensión de expansión, sino que debía ofrecerse a las poblaciones que no pudiesen ser atendidas por la educación privada.
Las ventajas que obtuvo el sector privado no se tradujeron necesariamente en una oferta de calidad
Con el retorno a la democracia, las lógicas de mercado y de privatización se profundizaron, junto a políticas de centralización curricular, programas de focalización en sectores de mayor pobreza y medidas de rendición de cuentas según resultados en pruebas estandarizadas. Se ha mantenido, además, lo que se llamó “la igualdad de trato” entre el sector público y privado, es decir, iguales recursos para ambos sectores, sin un trato preferente hacia el sector público. Aunque en la práctica fue una relación más bien de privilegio que de igualdad, pues el sector privado subvencionado pudo cobrar a las familias (“financiamiento compartido”), lucrar[vi], seleccionar estudiantes, y aparecer, como resultado de lo anterior, en una mejor ubicación en los rankings del Simce (similar a los establecimientos particulares pagados).
Por otra parte, las ventajas que obtuvo el sector privado no se tradujeron necesariamente en una oferta de calidad. Han existido bajas regulaciones para quienes desean formar establecimientos educacionales subvencionados, lo que se observa en la amplia diversidad de sostenedores y su frágil “capital profesional”, como argumenta Carrasco, Bonilla y Rasse, (2019), así como también en la cantidad de colegios que cierran cada año (Grau, Hojman y Mizala, 2017).
En consecuencia, el sistema escolar chileno se fue configurando como una de las versiones más extremas de privatización y de lógicas de mercado, así como también de los más desiguales y segregados de la región (Bellei y Trivelli, 2014; Valenzuela, Bellei y de los Rios, 2014; OECD, 2016). Este panorama de segregación no solamente se creó a partir de las políticas nacionales, sino que también a partir del engranaje de prácticas locales de selección de alumnos de parte de las escuelas, como también por las decisiones de elección escolar de las familias (ver, por ejemplo: Canales, Bellei y Orellana, 2016; Carrasco, Falabella, Mendoza, 2015; Rojas, Falabella y Leyton, 2016).
LA LEY DE INCLUSIÓN: UNA OPORTUNIDAD PARA REPENSAR LA EDUCACIÓN PARTICULAR SUBVENCIONADA
La regulación más relevante para el sector privado subvencionado en el último tiempo ha sido la Ley de Inclusión Escolar nº20.845 (2015), que intenta dar respuesta a la intensa segregación social y desregulación del modelo de mercado educativo. Esta ley prohíbe el lucro en la educación escolar en el sector particular subvencionado, la selección de estudiantes y el financiamiento compartido. Es por ello que esta ley generó, en su momento, acalorados debates y defensas corporativas desde el sector privado subvencionado. A ello se sumó la Ley de Nueva Educación Pública (2017), que involucra el traspaso de la gestión y administración de la educación pública desde los municipios a nuevos entes autónomos, llamados Servicios Locales de Educación Pública.
La Ley de Inclusión –a pesar de sus limitaciones– abre una puerta para que la educación particular subvencionada emerja como un sector que contribuya a la inclusión socioeducativa y, al menos, disminuir la segregación actual. No obstante, se ha mantenido intacto el esquema de financiamiento competitivo entre escuelas públicas y privadas, un Estado no preferente hacia lo público, y un sistema evaluativo basado en la estandarización, competencia y sanción. Además, luego de varias negociaciones parlamentarias respecto a la Ley, se flexibilizaron algunas normativas iniciales, permitiendo, por ejemplo, el arriendo indefinido de la infraestructura escolar, una de las vías más usuales para encubrir el lucro.
Por otra parte, es importante constatar que esta Ley excluyó el sector particular pagado. Así, se continúa con una lógica histórica de protección que no aborda políticamente la educación de las elites, a pesar de que el impacto de esta es considerable a la hora de observar la reproducción de las desigualdades (Barrera, Falabella y Ilabaca, en prensa; Ilabaca y Corvalán, 2020). De este modo, internamente se han constituido como un subcampo al interior del sistema escolar chileno, orientado a garantizar el cierre social y homogeneidad interna de la clase alta.
“Hoy se permite el arriendo indefinido de la infraestructura escolar, una de las vías más usuales para encubrir el lucro
NUEVA CONSTITUCIÓN: RESITUAR LA EDUCACIÓN PRIVADA EN EL SISTEMA ESCOLAR
En base a lo expuesto, la interrogante que emerge en el contexto de una nueva Constitución es cómo resituar la educación particular subvencionada y pagada dentro del sistema escolar, de modo que opere en una misma dirección normativa junto al sector público, es decir, hacia un horizonte común de justicia educativa, como propone Dubet (2012). Ello demanda que la educación privada se comprometa activamente, y se haga exigible, con los principios de justicia e inclusión, gratuidad y no-lucro, y de democracia y participación de las comunidades escolares.
Para ello es necesario que el Estado asuma un rol rector sobre el sistema educativo, con un compromiso preferencial hacia la educación pública, que implique priorización de recursos y apoyos hacia ella. Esto significaría terminar con el financiamiento competitivo por alumno para la educación pública. Asimismo, debiera ser propósito del Estado que la educación particular retorne a un lugar de colaboración, en vez del de competencia que actualmente tiene. Cumplir con ello generaría mayores oportunidades para alcanzar una educación de calidad en un sentido amplio, ofreciendo una diversidad de proyectos educativos.
Se requiere, además, repensar el rol de la educación particular pagada y terminar con su estatus de elite, que pasa por alto regulaciones nacionales. Hoy en día la existencia de estos establecimientos constituye parte crucial de la (re)producción de la inequidad y la segregación social del sistema educativo[vii]. Ello implica, por su parte, pensar en medidas tales como la prohibición de la selección de estudiantes y el lucro, políticas de democracia en su administración, y pasar de ser instituciones libres de impuesto a cobrarles un alto impuesto para desincentivar y reducir su matrícula. Esto es contrario a la propuesta de crear becas estatales de gratuidad en colegios particulares (“becas Machuca”), que implica ampliar la matrícula de este sector y desincentivar la elección de escuelas públicas.
En definitiva, en el marco de la elaboración de la nueva Constitución Política, la educación particular tendrá sentido en la medida que ocupe un nuevo lugar dentro del sistema educativo, como soporte al interior de un ordenamiento público que tenga como norte el bien común y la justicia social, por medio de proyectos educativos diversos, inclusivos y participativos; y que reconfigure, por ende, un lugar de colaboración con la educación pública, en vez de antagonismo.
Editado por Juan Pablo Rodríguez. Sociólogo de la Universidad de Chile. Doctor en sociología por la Universidad de Bristol, Inglaterra.
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