Una creciente preferencia por liderazgos ‘fuertes’, mediáticamente llamativos, con rasgos carismáticos, de ruptura con la clase política y sus élites, movilizador de emociones y que apela a las demandas populares como única razón para justificar una inflación de promesas y gastos, recorre el mundo, sacude a las democracias o instaura nuevas estructuras de poder.
Las expresiones de este tipo de liderazgos se multiplican: Bolsonaro y López Obrador en Brazil y México, Maduro y Ortega en Venezuela y Nicaragua, Modi y Erdogan en India y Turquía, Putin y Duterte en Rusia y Filipinas, Jansa y Orbán en Eslovenia y Hungría, y Trump en Estados Unidos. Sólo nombro a algunos entre aquellos que son gobernantes en funciones. Hace un tiempo la revista The Atlantic identificó a 46 líderes o partidos populistas que habían estado en el poder entre 1990 y 2018 en 33 países democráticos. Se trata pues de una onda global.
¿Que tienen en común unos liderazgos aparentemente tan variados? Un conjunto de elementos de distinto orden, como se desprende de la siguiente lista:
- Una ideología que gruesamente puede llamarse nacional(ista)-popular, sea de orientación de derechas (patria, orden, autoridad, soberanía, gran pasado histórico, religión, familia, énfasis en valores morales tradicionales, jerarquías) o de izquierdas (socialismo, igualitarismo, gran futuro, énfasis en valores comunitarios, laicismo, sentido de clase).
- Un rasgo fuertemente autoritario; el líder es un jefe exaltado. Está por encima de su pueblo pero también de las restricciones burguesas que le impone el sistema de separación de poderes. Léase Maduro o casi cualquiera de los mencionados más arriba.
- Una definición anti-establishment, anti-élites y de repudio de la política democrática ‘blanda’, consensualista, ineficaz, parlamentarista, corrupta y que semeja un pantano (swamp) al decir de Trump.
- Una identificación con el pueblo (explotado, abusado, agobiado) y sus variadas demandas que se unifican y expresan en la persona del líder, quien proclama representarlas, impulsarlas y cree poder satisfacer por cualquier medio a su alcance, incluso sobrepasando la ley si es necesario (Duterte, por ejemplo).
- El pueblo mismo es revestido en la narrativa populista con una serie de signos afirmativos: incontaminado, leal al jefe, experimentado, sufriente, fuerte, con una cultura propia anhelante de liberarse de las amarras y el trato abusivo que le imponen el establishment. Aquí los intelectuales arrimados al líder populista juegan un papel esencial usando su imaginación para transformar al jefe en una figura extraordinaria.
- Al llegar al poder, el líder populista crea su propia élite de fieles seguidores, los que habitualmente son reclutados clientelarmente y conforman nuevas redes de poder, que pueden ser de carácter familiar o nepotico, plutocratico, militar, patrimonial, basado en negocios y favores, estilo mafia o apoyado en un antiguo partido que el líder transforma en una plataforma personal según sus necesidades. Un ejemplo es Putin y sus oligarcas; otro Ortega y su mujer; o Erdogan y su partido.
- En general, el líder y la nueva elite buscan prolongarse en el poder ya sea mediante sucesivas reelecciones del jefe o su heredero (caso de Venezuela, Rusia y otros) o bien saltándose la legalidad o manipulándola de diferentes maneras (Nicaragua).
II
¿Puede ocurrir en Chile que emerja una ‘solución’ populista?
Por cierto que sí. Ya hemos aprendido la lección: Chile no es una excepción; tuvo su golpe de Estado y una dictadura militar; podría experimentar una regresión autoritaria y, qué duda cabe, está cultivando el terreno desde donde próximamente podría surgir una alternativa populista, de izquierda antes que de derecha según parece anticipar el actual ciclo de la lucha política.
Sin duda, el populismo nace y florece en momentos de debilidad institucional de la democracia y de crisis de los partidos. Y se alimenta de los procesos de rápida transformación de una sociedad, procesos que dejan tras de sí una secuela de grupos disconformes y el surgimiento de otros cargados de expectativas. Los momentos de crisis de gobernabilidad y pérdida de legitimidad de las estructuras de intermediación política son particularmente favorables para incitar al pueblo a una aventura populista, de ruptura desde dentro de un régimen que da señas de agotamiento y carece ya de energías para renovar su organización y liderazgos. El cuadro actual chileno se aproxima bastante aproximadamente a esta descripción.
El populismo se crea desde arriba hacia abajo, aunque procure aparecer como un movimiento de las masas volcadas a las calles. No hay que confundir la coreografía —las muchedumbres en las calles, los quiebres del orden cotidiano, las explosiones de violencia y el sobrepasamiento continuo de los límites institucionales— con los actores, que son el líder y su grupo de seguidores. Crisis políticas mal manejadas hacen posible la aparición de un jefe (mujer o hombre a esta altura del siglo 21), que emerge recortándose sobre el fondo de esa coreografía y es ungido por el voto popular (o se impone por la fuerza de la revuelta) convirtiéndose en el eje ordenador de la nueva escena que se hace cargo del poder.
El proceso de surgimiento de un líder populista es siempre imprevisto: así fue con Perón, Fujimori y Chávez. Putin aparece en escena como un hosco ex oficial de la KGB y termina paseándose por los pasillos del Kremlin como un nuevo zar. Berlusconi, de manera similar a Trump, salta desde el dinero, los medios y escándalos sexuales y de negocio para convertirse en una figura carismática de la derecha italiana. Perón, Chávez y Ortega eran militares astutos; Cristina una política y viuda como Evita; Erdogan un ex jugador de fútbol y militante de la causa política del islam y Orbán un activista pro-democracia que se convierte en un dedicado hombre del populismo iliberal.
El comportamiento de los liderazgos populistas es similar en diferentes países, con toda las particularidades debidas a las condiciones nacionales del régimen político y su trayectoria. La principal lógica del populismo luego de acceder al gobierno es incrementar el poder del jefe, dominar el parlamento, neutralizar los tribunales de justicia, arrinconar a la oposición, moverse en el borde de la ley, hostigar a los medios de comunicación y desinstitucionalizar los demás poderes tradicionales.
Los populismos de derecha imprimen a esa lógica un carácter marcadamente autoritario, de restitución del orden, de acercamiento al poder militar, de control de los procesos de inmigración, de mano dura frente a la delincuencia y a quienes disienten de los nuevos poderes en formación. Los ejemplos están a la vista. En cambio, los populismos de izquierda dan a esa lógica un sello de ruptura con el modelo económico-social y buscan apoyarse en sindicatos y organizaciones de base de la sociedad civil, apelando al difundido malestar con las élites que pretenden sustituir por una nueva elite compuesta a la medida del líder.
La relación de los populismos con los medios de comunicación y las redes sociales es un fenómeno de la mayor importancia, en la medida que permite a líderes carismáticos en esta esfera —como Trump, por ejemplo— ejercer su influencia sobre las masas y la opinión pública encuestada sin intermediarios, de manera directa, 24×7. La demagogia y las fake news y la posibilidad de establecer una conexión carismática con el pueblo sirven a los líderes populistas en su carrera hacia el poder y una vez llegados allí. Al precio, claro está, de reducir la esfera pública deliberativa apenas a una caricatura y de corroer lentamente el espacio de la crítica política. A ratos uno percibe en nuestro propio medioambiente político señales que anticipan esta nueva cultura mediática donde desaparecen las fronteras entre la política y el show, entre los reality y el principio de realidad.
Todo esto va erosionando el clima democrático y da paso a unos comportamientos propios de lo que un destacado sociólogo llamó el bazar psicodélico, donde la política pierde seriedad y se transforma en parodia, un mero ejercicio de imágenes y pantallas, de intercambio entre ofertas y reconocimiento medial. De esos ambientes enrarecidos, que hablan de una bancarrota de la vocación política con su específico ethos y drama, surgen las figuras del populismo que, de alcanzar posiciones de liderazgo, transforman a la polis, efectivamente, en un bazar: un mercado público en que se transan productos muy variados y frecuentemente de escasa calidad.
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