En materia de educación superior, la pandemia no ha cambiado en nada el desafío de trabajar de manera continua por avanzar sostenidamente hacia el logro de los propósitos institucionales. Lo que sí ha hecho ha sido poner en evidencia que estos propósitos dependen de la capacidad de las instituciones para responder a las necesidades de los estudiantes y apoyar a docentes y personal administrativo ante las nuevas exigencias que enfrentan.
Desde hace un tiempo, se insiste en la importancia de situar al estudiante en el centro del proceso educativo y en que el foco debe ponerse en el aprendizaje más que en la enseñanza. La pandemia nos mostró que ese cambio – a todas luces necesario – era más de nombre que una forma distinta de abordar la docencia. Así, las instituciones descubrieron de manera dura e ineludible algo que sabían solo en teoría: la diversidad de sus estudiantes, las diferencias en sus condiciones de vida, de aprendizaje y de estudio. Al no poder seguir funcionando como si fueran todos más o menos iguales, se vieron obligadas a hacerse cargo de algunas de esas diferencias, dotando a sus estudiantes de laptops, chips, y otros elementos para poder llegar a ellos on-line. Pero no lograron abordar aspectos como la falta de espacio o la calidad del acceso a internet.
Los docentes tuvieron que virtualizar sus clases y descubrieron una nueva forma de relacionarse con los estudiantes. El desafío actual para las instituciones es aprovechar esta experiencia como instancia de aprendizaje institucional, para avanzar hacia una educación que sí esté centrada en los procesos de enseñanza y aprendizaje, que genere espacios de reflexión para modificar mecanismos que alguna vez fueron buenos, pero que ya no sirven, y que trabaje con los estudiantes reales de la educación superior y no con una población imaginaria.
El gran desafío que se viene es asumir esta realidad, para comenzar a ajustar la formación a las necesidades de los estudiantes y no obligarlos a ellos a ajustarse a las costumbres de las instituciones.
La mayoría de las universidades ha hecho lo posible por adaptarse a una situación para la cual no estaban preparadas. Se han encontrado con la resistencia de estudiantes (que convocaron a huelgas on-line) y con el agotamiento de docentes que tuvieron que aprender sobre la marcha como hacer cosas que nunca habían hecho.
La educación de calidad es un compromiso compartido de administrativos, docentes y estudiantes. En los casos en que cada uno asumió su responsabilidad, la calidad de la educación entregada ha sido tan buena como la que se daba presencialmente. Cuando alguno de estos actores se resta del esfuerzo, sucede lo mismo que en la educación presencial: la calidad baja.
En todo este proceso, los planteles de educación superior han enfrentado problemas de distinta índole. Entre ellos:
- La resistencia de algunos actores a asumir su responsabilidad en la organización y desarrollo del proceso de enseñanza y aprendizaje.
- La ignorancia (o dificultad de asumir) la diversificación ocurrida en los últimos años en la población estudiantil.
- La falta de formación tecnológica de muchos docentes.
- La tensión y el cansancio que genera en profesores y estudiantes concentrarse en clases virtuales, donde solo hay espacio para enseñar y aprender.
Dos brechas inesperadas
Otro problema que me parece relevante se refiere a los más de 300 mil estudiantes que ingresaron a la educación superior en 2020. Cursan su primer año y la mayoría no ha tenido la experiencia de la vida universitaria. No saben cómo es la educación superior; no tienen compañeros de curso ni participan en actividades sociales, deportivas o comunitarias; no conocen a sus profesores y no han estado en la sala de clases, la biblioteca o patios de su institución. Esto retrasará al menos en un año su formación general y su real inserción en la educación superior.
Y algo muy relevante es la gran brecha de género que impone la pandemia. En la educación superior la presencia de las mujeres es piramidal: muchas en la base y poquísimas en los puestos de autoridad o poder. Sin embargo, la pandemia ha hecho evidente que ellas están soportando una carga excesiva que les impide rendir igual que los hombres. Han debido asumir responsabilidades de cuidado (de niños, enfermos, adultos mayores); de trabajo doméstico; encargarse de la educación a distancia de niños y adolescentes y de mantener su trabajo.
Mientras los investigadores aprovechan el confinamiento para preparar estudios y publicar, las investigadoras prácticamente no logran hacerlo. Hay, por supuesto, hombres que asumen un grado de co-responsabilidad en el hogar, pero aun entonces, la carga es desigual. Esto puede tener consecuencias severas para el futuro, pues servirá para justificar el prejuicio acerca de la capacidad de las mujeres para ocupar puestos de responsabilidad cuando, en realidad, demuestra todo lo contrario.
Muchos planteles enfrentan una crisis económica aguda y la compra de tablets, chips y laptops, la capacitación de docentes, la necesidad de acceder a programas y cursos que faciliten el acceso virtual a la educación, les obligó a hacer cambios y reasignar recursos. La revisión de prioridades, desde la perspectiva de atender efectivamente las necesidades de estudiantes y docentes es esencial, pero difícil de llevar a la práctica. Afectará la conformación de equipos de trabajo, inversiones en recursos de aprendizaje, y la necesidad de reordenar los tiempos de autoridades y docentes para aprovechar la experiencia y el aprendizaje de este período.
Con el fin de asegurar la calidad en este contexto, muchas instituciones trabajan en un doble registro: profundizan el trabajo a distancia; buscan no dejar de lado el aprendizaje práctico, esencial en muchas áreas: apoyan a docentes, administrativos y estudiantes; reordenan calendarios académicos y revisan contenidos y competencias. Y comienzan a procesar las consecuencias de la pandemia; experiencias positivas o negativas; analizan prioridades a mediano y largo plazo para poder pensar el futuro, no desde la reacción a emergencias inesperadas sino desde una actitud proactiva que contribuya a enfrentar situaciones como el coronavirus que volverán inevitablemente a presentarse.
La calidad de la educación superior involucra dos compromisos. Uno con los estudiantes y otro con el conocimiento. La pandemia ha puesto en evidencia que estamos al debe en ambos. El compromiso con los estudiantes exige conocerlos, saber qué necesitan y cómo se ajusta la educación superior a sus necesidades, en vez de obligarlos a ajustarse a una enseñanza diseñada de manera muy similar a lo que se hacía hace años, con alumnos más homogéneos y seleccionados. Exige también darles oportunidades para transformarse, ampliar el mundo que han habitado y conocer otro más amplio y diverso en el que deben convivir con personas también diferentes y hacerse responsables de su aprendizaje y de su vida, y contribuir a construir una sociedad más justa y solidaria.
El compromiso con el conocimiento no se agota en el campo de la investigación. Exige entender lo positivo y lo negativo en la experiencia de la educación superior, aprender de errores y éxitos, desarrollar nuevos conocimientos acerca de cómo cada institución aborda la docencia, la investigación, la vinculación con el medio y utilizar ese conocimiento para avanzar hacia el logro de propósitos pertinentes y relevantes.
Ese debería ser el foco de los procesos de aseguramiento de la calidad, de la acreditación: cómo apoyar a las instituciones para ser más flexibles, más capaces de responder a las exigencias del medio, innovar y asumir la responsabilidad por la calidad de su desempeño.
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