Sentido de la escuela
“La pandemia ha traído de vuelta al colegio como una institución insustituible. Sirve, junto a la familia, como el principal espacio de socialización y, entre otras dimensiones, permite adquirir el conocimiento, las conductas y los valores requeridos para participar en la polis”.
El covid-19 ha traído de vuelta al colegio como una institución insustituible que proporciona estructura a la sociedad y a la formación de niñas, niños y jóvenes (NN y J).
La escolarización es, entonces, en primer lugar, un dispositivo esencial de estructuración de las sociedades contemporáneas.
Sirve, junto a la familia, como el principal espacio de socialización. Produce la gradual integración intergeneracional a la comunidad local y otorga sentido de pertenencia a un colectivo mayor. Nos volvemos parte de un país, una civilización, de nuestra época —y asumimos pautas de convivencia grupal— en virtud de nuestra incorporación a un microcosmos escolar.
El mero núcleo familiar, o el hogar, con todo lo esenciales que son para la vida en sociedad, son insuficientes para sostener, por sí solos, dichos procesos de socialización e integración y la “humanización de la vida”, como llama Françoise Dolto a la educación.
Las propias familias han aprendido durante los últimos meses lo difícil que es hacerse cargo de estas tareas. Más difícil aún les resulta concebir procesos de homeschooling llevados a cabo íntegramente en la intimidad del hogar.
En seguida, la escuela contribuye a estructurar a la sociedad facilitando el aprendizaje de los diferentes códigos y lenguajes de la modernidad por parte de NN y J; en particular, aquellos más artificiales y abstractos que tienen que ver con las disciplinas del conocimiento (letras, filosofía, historia, ciencias, idiomas, matemáticas, artes). Mas no solo eso. Junto con enseñar a conocer, la experiencia escolar habilita para el comportamiento de acuerdo a reglas, el ejercicio de roles, la adquisición de valores sociales y el trabajo organizado con pares y adultos. En otras palabras, a ser miembros de una sociedad.
En una tercera dimensión, la escuela, a nivel de su potencialidad, permite adquirir el conocimiento, las conductas y los valores requeridos para participar en la polis y ejercer los derechos y responsabilidades propios de la democracia. Por tanto, enseña a jugar un juego regido por convenciones, respetando a los demás jugadores. La vivencia de ideales y conflictos, del pluralismo de visiones e intereses, de competir por preferencias y ponerse de acuerdo, discernir opciones éticas y deliberar, y distinguir entre fines individuales o comunes, son también un aspecto crucial de la educación escolar.
Por último, el colegio prepara para el ejercicio de roles productivos en la sociedad, sea en la esfera del trabajo o de iniciativas voluntarias. Algunos espíritus puros sostienen que la escuela debe estar ajena a los valores prácticos, en particular del mundo laboral y de lo útil. Al contrario, ella necesita formar en diferentes dominios del saber hacer. Y enseñar a NN y J a conducir sus propias vidas con efectividad y sentido de logro, contribuyendo así al enriquecimiento material y simbólico de la existencia colectiva.
El papel estructurador de la educación será tan fuerte como sean los colegios. Si no cumplen su objetivo en los cuatro aspectos mencionados, su potencial estructurante será insuficiente y tendrá bajo impacto en la sociedad. A su turno, esto puede dar lugar a fallas sistémicas en los procesos de integración social, a fenómenos de anomia y resentimiento, y a una preparación insuficiente para la ciudadanía y el mundo de las prácticas.
El segundo potencial estructurante de la escolarización mira hacia el individuo y su estructuración personal. Solo a través de la educación —enseñan Sócrates, Rousseau o Dewey— llegamos a ser sujetos humanos, a hacernos cargo de nosotros mismos y a conducir vidas reflexivas en el ámbito de la cultura. Y solo en virtud de los aprendizajes que desarrollamos en la escuela —según muestra una tradición de pensamiento que va de Platón y Comenius hasta contemporáneos como Jerome Bruner y Howard Gardner—podemos acceder a esa educación.
Sobre todo, la experiencia escolar nos introduce en un mundo simbólico estructurado que nos permite adquirir estructura. Es un aprendizaje de esquemas; del orden de las cosas y fenómenos, y de la relación entre ellos. Es una inmersión en las disciplinas, en el doble sentido de los saberes y las conductas. Adquisición, por tanto, de formas de conocer y de hábitos.
Para eso la escuela ha operado, a lo largo de siglos, con una intensa estructura de horarios, clases y jornadas; una organización curricular del conocimiento, la asignación de tareas, la regulación de impulsos, el estímulo al esfuerzo, exigencias reglamentarias, evaluaciones y exámenes, un orden comunitario y, al interior de esa comunidad, modos de autoridad y normas de interacción.
No se me escapa que hay quienes objetan o rechazan la estructuración escolar de la existencia de NN y J. Se acusa a la escuela de ejercer violencia simbólica, asfixiar la creatividad, crear una cárcel juvenil y alienar a los jóvenes. A mi juicio, es un profundo error. En un mundo que se ha vuelto líquido, incierto y se halla afectado por turbulencias cada vez mayores, donde las instituciones tradicionales se hallan en crisis y las sociedades parecen retroceder en sus niveles de humanización, es imprescindible recuperar el valor de la escuela y su potencialidad estructurante de la vida.
La escuela —aun en medio de las más grandes crisis— guarda la promesa de ensanchar los horizontes de la existencia social. Al nivel de su mayor potencial, nos integra a las estructuras simbólicas y prácticas de la sociedad, al mismo tiempo que nos enseña a estructurar y dar orden a nuestra libertad.
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