Enseñanzas de la pandemia
“La crisis sanitaria evidencia que la escuela y la escolarización presencial son insustituibles, sensibiliza frente a experiencias educativas informales y confirma que la educación está condicionada por la distribución desigual de los capitales económico, social y cultural”.
Ante todo, que la escuela y la escolarización presencial son insustituibles. Crean vínculos comunitarios, permiten la transmisión interpersonal de la cultura, llevan a compartir los códigos simbólicos de la modernidad, liberan a los adultos para ejercer roles laborales y organizan la vida de infantes, niñas, niños y jóvenes, junto con habilitarlos para la vida adulta. Todo esto aparece ahora —por ausencia— como más vital e importante que nunca.
De hecho, la escuela ha sobrevivido a todos los embates de la historia: guerras, pestes, catástrofes, tiranos, inquisiciones y variopintas revoluciones. Es, junto a la universidad, una de las instituciones más duraderas de Occidente.
Durante su prolongada existencia ha sido acusada de excesivo clericalismo, autoritarismo magisterial, violencia solapada, disciplinamiento cuasi militar o propiamente fabril, hegemonía estatal, ánimo de lucro, positivismo agnóstico y mucho más.
Nada más que durante mi propia trayectoria generacional, la escuela fue motejada de reaccionaria, de ser un instrumento ideológico, ejercer violencia simbólica e inculcar rebeldía juvenil. Asimismo, fue manipulada, objeto de políticas aberrantes, maltratada a veces por la hacienda pública y, en los años 1960, se creyó que podía desaparecer por el ímpetu de los movimientos de desescolarización.
Igual como sucede con otras formas sociales y culturales cuyo desplome se ha previsto o deseado, pero que luego no ocurre, la escuela sigue ahí, incluso confinada y sin presencialidad. Paradojalmente, en medio de la crisis, hemos revalorizado su carácter comunitario, sus rutinas y la proximidad entre estudiantes y maestros. La pandemia pasará y la escuela no habrá muerto.
Al contrario, ya se inició el debate sobre una gradual reapertura de los jardines infantiles, escuelas básicas y establecimientos de enseñanza media. Renacerá la presencialidad escolar. Y nadie aventura, para un futuro cercano, un sistema escolar levantado íntegramente sobre plataformas de enseñanza y aprendizaje a distancia.
Efectivamente, los fines esenciales de la educación —aprender a ser, a conocer, a convivir y a hacer— no pueden obtenerse por acción remota, mediante contactos virtuales y la mediación de plataformas y pantallas. Más bien, la educación formal supone experiencias compartidas en un espacio de intercambios cercanos, alrededor del cual se despliegan variadas redes de información, comunicación e interacción mediatizada.
También aprendimos durante este tiempo que —más allá de la escuela— se producen múltiples experiencias educativas no formales e informales, respecto de las cuales quizá habíamos perdido sensibilidad.
Por un lado, experiencias educativas no formales, en el sentido de que no forman parte de la escolarización (obligatoria), sino que la complementan con variadas opciones de aprendizaje a lo largo de la vida. Estas benefician generalmente a personas adultas y no se estructuran como una trayectoria continua ni conducen a certificaciones y diplomas. Suelen ser de corta duración e intensidad. Habitualmente se ofrecen como cursos cortos, seminarios o talleres. Incluso antes de la peste, estas opciones venían multiplicándose sin parar, expandiéndose ahora con la explosión de cursillos, webinars, conferencias, paneles, coloquios, talleres disponibles 24 x 7 a un clic de distancia.
Por otro lado se despliega —igualmente bajo una infinidad de formas— el aprendizaje informal, modalidad no institucionalizada de educación que incluye actividades en el hogar, centros de trabajo, núcleos comunitarios o como parte del quehacer diario en juegos, conversaciones, entretención, amistades, participación en los medios de comunicación y en redes sociales. Nos forman como personas y miembros de una comunidad.
En estos días percibimos la enorme importancia —y también el potencial y los riesgos— de esa educación informal, de la cual depende que podamos dominar la pandemia y superar la crisis que atravesamos. En efecto, por su intermedio aprendemos ciudadanía y responsabilidad, pero también intolerancia y desconfianza que abundan la sociedad y las redes.
Además, la educación informal debe hacerse cargo ahora de llevar al hogar la educación formal impartida a distancia por la escuela. Efectivamente, se espera que los aprendizajes informales continúen su curso, pero que se combinen además —en condiciones a veces inhóspitas— con la escolarización de niños y jóvenes, dirigida desde la escuela y sujeta a guías, planeamiento docente, textos estandarizados y evaluación escolar. No ha sido fácil esta mezcla. La escuela no es el hogar ni este puede reemplazarla.
Con la crisis hemos confirmado, además, que la educación —formal, no formal e informal— está inextricablemente condicionada, desde la cuna hasta la tumba, por la distribución desigual de los capitales económico, social y cultural. Esta se refleja en una brecha de capacidades para reaccionar frente al virus, recibir apoyo de los padres, acceder a tecnologías, construir sobre los aprendizajes previos, aprovechar oportunidades y así por delante.
En estas circunstancias, ¿no resulta evidente que esa desigualdad solo podría mitigarse si actuamos decididamente sobre la calidad de la educación temprana y del cuidado infantil? La evidencia apunta en esa dirección; no se puede evitar la reproducción de la desigualdad sin alterar las condiciones que la originan. Si no se actúa oportunamente, ella perdurará a lo largo de la vida. Tal es otra lección de la pandemia.
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