Universidades, profesiones y humanidades
“La época actual necesita de centros reflexivos que generen conocimiento y logren formar el personal político-administrativo, gerencial, científico, profesional y técnico responsable de gestionar la superación de crisis complejas”.
En medio de los escombros materiales y del abatimiento espiritual tras la Segunda Guerra Mundial, Karl Jaspers publicó en la Alemania derrotada su famoso libro “La Idea de la Universidad” (1946). Sostenía allí que la universidad es el único lugar donde, por concesión del Estado y la sociedad, “una época dada puede cultivar una autoconciencia lo más clara posible. La gente se reúne ahí con el solo propósito de buscar la verdad”. En América Latina, esta misma idea fue entendida como que la universidad debía ser la conciencia lúcida o crítica de la sociedad y comprometerse con su emancipación. Desde la reforma universitaria de 1967, esta frase resuena como un llamado misional.
Estamos pues, frente a una idea de universidad de dos caras. Por un lado, ella sería un espacio privilegiado de la reflexividad propia de la modernidad, encargada de hacer sentido de su tiempo. Por otro lado, una instancia llamada a proveer conocimientos y expertos necesarios para enfrentar los problemas colectivos más intrincados.
La actual época —marcada por vastas y complejas crisis— requiere sin duda de estos centros reflexivos que generan conocimiento y forman el personal político-administrativo, gerencial, científico, profesional y técnico responsable de gestionar la superación de esas crisis.
En el plano del personal y los saberes especializados, nuestras universidades y demás instituciones de educación superior técnico-profesional parecen estar a la altura de su idea fundacional. El ejemplo más próximo es el desempeño del personal de la salud que enfrenta, en primera línea, el avance arrollador de la pandemia. Su intensa y eficaz labor ha sido reconocida casi sin excepción. Ese personal, sus habilidades y ética de suprema responsabilidad es, en parte, un resultado de nuestra educación superior.
También lo son las tecno-burocracias gubernamental, municipal y de organizaciones privadas proveedoras de servicios claves para sobrevivir a la peste —como transporte, logística, comunicaciones, energía, manejo fiscal, etc.— que se han comportado competentemente durante la emergencia. En conjunto, han evitado, hasta aquí, un colapso sistémico.
Incluso profesiones decaídas dan señales de recuperación. Por ejemplo, docentes y directivos escolares, a pesar del descalabro que supuso la paralización de clases presenciales, han logrado mantener en pie procesos de enseñanza y aprendizaje. Es un esfuerzo encomiable que las universidades deberán tener en cuenta para la reforma de sus programas de formación inicial docente. Algo similar —en escala menor— ocurre con grupos de economistas que, abandonando por una vez el dogmatismo disciplinario e ideológico que suele exhibir la profesión, ayudan a diseñar medidas de rescate económico que se espera puedan suscribir Gobierno y oposición. Diferente es el caso del periodismo televisivo que en estos días ha sido objeto de crítica generalizada a propósito de la truculencia con que suele comunicar la miseria, el dolor y la muerte.
En cuanto a su segunda cara —ser un lugar donde nuestra turbulenta época pudiese cultivar una autoconciencia lo más clara posible, como quería Jaspers—, no parece que la academia esté contribuyendo decisivamente a “hacer sentido” del momento histórico que vive el mundo, América Latina y la sociedad nacional.
Aquí, el rol de las facultades de humanidades y de las ciencias sociales interpretativas (que buscan comprender el sentido de la acción social) es esencial. Comprende a una gran variedad de disciplinas y enfoques —como filosofía, historia, teología, antropología, educación, sociología comprensiva, psicología social, estudios culturales, crítica literaria, etc.— que son vitales para la reflexividad de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, estas facultades y disciplinas ocupan frecuentemente un lugar subordinado frente a las “grandes facultades” (medicina, ciencias naturales, ingeniería y derecho, aunque esta última desprovista ya de su aura tradicional).
No se trata de que las facultades inferiores —donde desde la Edad Media se ubican las artes liberales— se encuentren aquejadas únicamente por debilidades organizacionales, un menor prestigio e insuficientes presupuestos. Además, debemos preguntarnos por qué los conocimientos que cultivan poseen una incidencia comparativamente menor. En Chile hay a lo menos dos razones que explican este fenómeno.
Primero, el carácter apasionadamente militante que suelen asumir las teorías en esta área, que gustan proclamarse críticas cuando en verdad no pasan de ser polémicas. Al ingresar al terreno político-ideológico se alejan del campo académico. Nuestros letrados acusadores, como pudo llamarlos Ángel Rama, prefieren ser partisanos antes que observadores comprometidos.
En seguida, está el hecho de que numerosos de sus practicantes, para comunicarse con sus públicos, recurren a lenguajes esotéricos, teñidos de oscuridad conceptual. Ellos importan ‘maîtres à penser’ que marcan moda intelectual —de Agamben a Zizek— quienes, sin mediación, son utilizados para leer el 18-O o para deconstruir los catastróficos efectos de la pandemia. El resultado suele ser una marginalidad relativa de esos letrados y una escasa circulación de sus ideas, restándolos del esfuerzo de la sociedad por alcanzar una conciencia más clara de sí misma. Al contrario, a veces contribuyen a provocar ciertas formas de alienación.
Por ambas razones, la posibilidad de que la universidad actúe como un espacio donde la sociedad chilena puede alcanzar una mayor reflexividad y tomar conciencia de sus crisis y futuro, se debilita y a ratos desaparece.
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