Megacrisis y resiliencia
“Se debe pensar la educación para los tiempos que vienen, lo que supone ir más allá de sortear la crisis sanitaria y de retornar a los procesos conocidos de escolarización formal”.
Sucesivos e intensos remezones experimentados últimamente por la sociedad chilena —desaceleración del crecimiento, incendios forestales, sequía, estallido social del 18-O, crisis de gobernabilidad en los meses siguientes, la pandemia del covid-19 y la paralización de la economía por un coma inducido— hacen pensar que estamos al comienzo de un ciclo largo de dificultades y riesgos en aumento.
Efectivamente, el horizonte de mediano y largo plazo se percibe turbulento. Sin compartir yo las visiones apocalípticas en boga, parece evidente que no vienen tiempos mejores. Por ahora, solamente aspiramos a sobrevivir.
Las nuevas generaciones se hallan expuestas a shocks físicos —como riesgos climáticos y pandemias— que generan efectos exponenciales, regresivos y desestabilizadores. La economía y el empleo podrían verse envueltos en una depresión o, en cualquier caso, recibirán el impacto negativo de una recesión. Es probable, dice la Cepal, que América Latina vuelva a sufrir una década perdida. Aumentará la pobreza y se frustrarán expectativas.
La democracia liberal y las instituciones públicas pierden efectividad y no suscitan suficiente apoyo social. La cultura global se fragmenta en múltiples y opuestas identidades, visiones ideológicas, racionalidades expertas y valores religiosos, dando lugar a una explosión de significados y a una vorágine de interpretaciones. Cada vez se vuelve más difícil hacer sentido del mundo y de la propia vida.
En breve, un análisis de nuestra época muestra que estamos en medio de una doble crisis externa (del sistema-mundo o globalización y de la biosfera) y de una doble crisis interna (de sentido y de legitimación). Algunos autores describen el espacio demarcado por este cuadrilátero como el de una megacrisis; una nueva clase de adversidad con múltiples incógnitas y riesgos, como desastres naturales, intensos y prolongados conflictos, terrorismo, crisis corporativas, epidemias, desplomes financieros, ciberamenazas a infraestructuras vitales y megadesastres (Helsloot et al., 2012).
La pregunta clave, entonces, es cómo pensar la educación para los tiempos que vienen, en la perspectiva de un horizonte decisivo.
Las respuestas no pueden reducirse meramente a la coyuntura con la justificación de que por ahora lo único importante es sortear la crisis sanitaria y retornar a los procesos conocidos de escolarización formal. Si así fuese, bastaría con decidir burocráticamente sobre los aspectos técnicos del retorno: cuándo iniciarlo, bajo qué condiciones de seguridad, con cuántos estudiantes por sala de clase, con cuál currículo, cómo combinar trabajo presencial y a distancia, qué hacer con las notas y el Simce y cómo organizar la admisión a la enseñanza post-secundaria para 2021. Sin duda, habrá que resolver estos asuntos. Pero apenas tocan la superficie de las complejas y entreveradas crisis que enfrentamos.
Por lo mismo, la pregunta de fondo es otra; necesitamos discutir sobre orientaciones formativas para lo que resta del presente siglo. Según un pensador alemán contemporáneo (H. Peukert), se trata de saber cómo se puede existir sin desintegrarse frente a las experiencias radicales de contingencia y contradicción propias de la época, pudiendo soportar la presión cotidiana de los problemas globales e incluso abordarlos colectivamente para intentar solucionarlos.
La respuesta más probable es que necesitaremos formar para la resiliencia, la gestión de riesgos, el cuidado del entorno y los otros; en breve, ofrecer una educación que permita mirar de frente la megacrisis y aprender a convivir con ella y a trabajar creativa y perseverantemente para superarla.
Todo lo contrario, por lo mismo, de la educación moderna, nacida del optimismo científico-técnico y la racionalidad instrumental, bajo la idea de un progreso lineal y continuo a través del dominio de la naturaleza y la ilusión del hombre (ahora también la mujer) de ser “el pequeño dios del mundo”, tocado por “el reflejo de la luz celestial, a la que él llama razón y que usa solo para ser más brutal que todos los animales” (J. W. Goethe, Fausto).
Esa visión formativa aparece ahora como ingenua, precisamente porque en vez de llevar al reino de la abundancia y la libertad nos ha conducido, más bien, a una jaula de hierro donde intentamos resistir los embates de las megacrisis. Simbólicamente, íbamos al encuentro de la plenitud de nuestra autonomía y poder y nos encontramos confinados en la fragilidad de los riesgos que nosotros mismos hemos manufacturado.
¿Significa esto que una formación resiliente, como la aquí postulada, es nada más que una distopía para una sociedad y un tiempo de penumbras?
Todo lo contrario, es una propuesta para elevar al máximo las capacidades humanas frente a la adversidad, los shocks, traumas, privaciones y riesgos, que son el material del futuro a construir.
Entre esas capacidades se cuenta, en primer lugar, el desarrollo de una esperanza intramundana (no en milagros, sino sostenida por la acción, colaboración y resiliencia humanas), al igual que de la automotivación y autorregulación, las disciplinas prácticas dirigidas desde dentro de uno mismo, la perseverancia, el espíritu realista (mirar de frente la adversidad), el sentido de propósito y la inteligencia emocional. En esto consiste la resiliencia, la cual, en adelante, deberá ser el punto focal de la educación.
Su objetivo mayor es desenvolver habilidades personales, colectivas e institucionales necesarias para sobreponerse y adaptarse a circunstancias de extrema adversidad y sostenida incertidumbre. Es la capacidad de aprender no solo a resistir la negatividad cuando aparece como carácter de una época, sino a darla vuelta para superar el ciclo adverso, aprendiendo a absorberla y a adaptarse para sortear aquel ciclo y crear nuevas estructuras, perspectivas y posibilidades.
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