Efectos formativos de la pandemia
“Debemos ofrecer una visión históricamente informada sobre las consecuencias de las grandes epidemias, de manera de estar preparados para la sociedad después de la emergencia. Esto debería ser parte de la asignatura de Educación Ciudadana”.
La pandemia ha afectado masivamente a los sistemas nacionales de educación justo cuando más necesitamos inculcar valores ciudadanos. Salir adelante supone procesar información y desarrollar habilidades, pero, además, cambiar comportamientos, cultivar hábitos y aprender nuevas maneras de ser, hacer, conocer y convivir.
Asimismo, debemos ofrecer una visión históricamente informada sobre las consecuencias de mediano y largo plazo de las grandes epidemias, de manera de estar preparados para la sociedad después de la emergencia. Esto debería ser parte de la asignatura de Educación Ciudadana que este año comenzará a impartirse en la enseñanza media.
Las catástrofes de todo tipo han tenido siempre efectos de largo aliento. Un autor contemporáneo sostiene, por ejemplo, que epidemias, revoluciones, guerras masivas y colapsos estatales son “grandes igualadores”. Es discutible. Otros pensamos que, más bien, sirven para subrayar y a veces amplificar las desigualdades.
Como sea, los efectos de larga duración de las pandemias han podido estudiarse a lo largo de siglos.
Según un artículo del Financial Times, el covid-19 podría repercutir fuertemente sobre la generación más joven; muchos se graduarán en un mundo sin trabajo, sobre todo si sobreviene una depresión. Recuérdese que la anterior, de 1929, trajo consigo una prolongada privación de bienes y trabajo, y condujo a suicidios, desnutrición y violencia social.
Mucho antes, la peste negra europea del siglo XIV causó variados y duraderos efectos, por de pronto demográficos. Murió entre un tercio y la mitad de la población “durante el pestífero tiempo de la pasada mortandad”, según lo designó Boccaccio; “era tanta la multitud de los que en la ciudad morían día y noche”, dice, “que asombraba oírlo decir, y más presenciarlo”. Suponemos que en las actuales condiciones de conocimiento y sanidad pública el impacto será menor. Aun así, la contabilidad de fallecidos repetida cada hora en la TV dejará una profunda huella psicológica y cultural.
Los efectos económicos de la enfermedad solían asimismo ser severos. De la muerte negra de los siglos XIV y XV se dice que afectó simultáneamente la oferta de bienes y servicios, su demanda, precios, los salarios e, incluso, la cantidad de cosas y dineros disponibles. No muy distinto de lo que vemos ocurrir hoy.
También aumentó la demanda de féretros, velas, medicamentos, hierbas, ropas y mortajas. Y de ciertos servicios calificados, como doctores, barberos-cirujanos, notarios, sepultureros y curas. Estos últimos escasearon a tal punto que el obispo de Bath, Inglaterra, comunicó en enero de 1349 que, “por no poder encontrarse sacerdotes, mucha gente muere sin el sacramento de la penitencia”. Por lo mismo, pedía persuadir a todos “que si están al borde de morir, deben confesarse unos a otros o, incluso, a una mujer”. El Papa mismo condonó esta práctica.
A su vez, los cambios en la producción y el consumo provocaron con el tiempo una reestructuración de clases y estratos, llevando a la adopción de una nueva legislación económica. Esta aumentó el poder regulatorio de las monarquías sobre el comercio y la fuerza de trabajo. Varios historiadores sugieren que esas medidas apuraron el fin del régimen feudal al debilitar la relación entre señores y siervos, junto con poner el germen del Estado absoluto. Esta discusión se asemeja a la actual, sobre si la pandemia acelerará el colapso del capitalismo o renovará el Estado de bienestar, y si debilita a las democracias liberales o fortalece el autoritarismo.
En el plano cultural aparecen varios fenómenos a consecuencia de la peste. En la Iglesia, por ejemplo, una mayor movilidad dentro de las jerarquías superiores provocada por la muerte de sacerdotes —la mitad de los dominicos en Florencia, 40% del clero en Barcelona—, unida a un reclutamiento poco cuidadoso del personal de reemplazo, produjo cierta relajación moral y habría gatillado, a su turno, una reacción moralizante de los feligreses. Se cree que, como resultado, el anticlericalismo creció después de la irrupción de la peste y pudo ser causa remota tanto de la reforma protestante como de la secularización de Occidente.
En colegios y universidades, la epidemia generó una pérdida significativa de su principal capital, los docentes. Los estándares de calidad se deterioraron. Se incrementó el home schooling. Al mismo tiempo, creció la literatura y la alfabetización en los idiomas vernáculos, en desmedro del latín. Hoy, en tanto, cerca de 1.600 millones de alumnos (91% del total) no asisten a clases presenciales. Y el inglés, junto con chino, acompañan la difusión del virus.
Por último, también las costumbres se alteraron. El “Decamerón” relata que si “una mujer, por gallarda, bella o gentil que fuese, enfermaba, no se recataba de tomar a su servicio a un hombre, joven o no, y le mostraba sin vergüenza alguna cualquier parte de su cuerpo, como habría hecho con otra mujer, si la necesidad de su dolencia se lo requería”. De allí, concluye Bocaccio, “que, casi forzosamente, nacieron entre los ciudadanos que permanecían vivos cosas contrarias a sus anteriores costumbres”.
Incluso, ciertas concepciones de mundo se modifican con los trastornos impuestos por la enfermedad. Según muestran las crónicas de esa época, los hombres se ven interpelados por la pregunta de quién está a cargo de los eventos humanos, ¿el hombre, Dios o la fortuna? Y las respuestas evolucionan desde una concepción medieval, en que fortuna aparece estrechamente conectada a la providencia divina, hacia una visión en la que la agencia humana —mediante su voluntad e industria, o ayudada por circunstancias fortuitas— decide o interviene en el desenlace de los sucesos. Quizá incluso en esta dimensión puedan encontrarse paralelos con las preguntas que hoy nos hacemos.
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