Educación democrática de la sociedad
“Las cuestiones intrasistema, como un clima escolar deteriorado o la inseguridad en muchas aulas, palidecen en importancia y gravedad frente a los problemas que afectan a la sociedad en sus dimensiones educacional y cultural”.
Si hacemos un balance de la situación educacional del país tras nuestro annus horribilis y al comenzar uno nuevo, lo que apreciamos es un desplazamiento desde las cuestiones intrasistema hacia los problemas educacionales de la sociedad. Aquellas tienen que ver con la administración escolar, los colegios, profesores, estudiantes y los desafíos de calidad y equidad del sistema. Estos otros con la brecha que apareció—en las calles e instituciones, los espacios públicos y privados—entre ideales culturales y comportamientos individuales y masivos.
No es que las cuestiones intrasistémicas hayan sido resueltas. Al contrario, se acumulan: los resultados del aprendizaje se estancaron, los servicios locales (exmunicipales) no despegan, reina la inseguridad en muchas aulas, el clima escolar se deterioró, la academia se muestra confundida y la maltrecha PSU aparece como un símbolo de todos estos deterioros.
A pesar de eso, estas cuestiones palidecen en importancia y gravedad frente a los problemas que afectan a la sociedad en sus dimensiones educacional y cultural.
Ahí lo más decisivo es el debilitamiento del tejido democrático de la sociedad. Quizá no debamos sorprendernos. A fin de cuentas, y contrario al difundido mito, los fundamentos democráticos de la sociedad chilena nunca llegaron a instalarse sólidamente.
Las derechas tendieron a un autoritarismo clasista y la cultura burguesa a un apoliticismo conservador. Las izquierdas cultivaron el espejismo del socialismo real (conjunto de dictaduras soviéticas) y desahuciaron la democracia burguesa. Los partidos de centro se identificaron con el Estado y una modernización mesocrático-popular más que con una democracia en forma.
El desquiciamiento político de los primeros años de 1970, junto con la instauración de una dictadura autoritaria, interrumpieron la delgada experiencia democrática de las décadas anteriores. Ésta debió refugiarse en los intersticios de la sociedad, donde se mantuvo acosada y vigilada durante casi dos décadas.
Por tanto, la transición a la democracia no fue propiamente una recuperación o restauración de algo enraizado en las instituciones y la conciencia colectiva de la nación sino el lento desarrollo de un ethos y unas prácticas democráticas; socialdemócratas y liberales a la vez. Es decir, fue un proceso plenamente educativo para la sociedad, ciudadanía y élites incluidas.
¿Qué aprendimos durante ese tránsito?
A convivir de una manera razonablemente pacífica entre quienes terminaron—sufragio mediante— con la dictadura y quienes votaron por prolongarla. A proteger los derechos humanos civiles y políticos. A respetar la memoria de las víctimas. A construir consensos. A renovar nuestras ideologías con un sesgo reformista.
En suma, durante un cuarto de siglo hubo un proceso de enseñanza y aprendizaje de principios, prácticas y comportamientos democráticos.
Pero este mismo proceso, acompañado de un crecimiento desigual de oportunidades y satisfacciones socioeconómicas, creó tensiones cada vez más agudas en el seno de la sociedad. El desenlace fue un estallido de violencia contra el orden institucional y sus símbolos; movilizaciones masivas de protesta con múltiples demandas y objetivos; un acuerdo transversal de las fuerzas políticas para encauzar—por medio de un proceso constituyente—la lucha política desatada; y una crisis de gobernabilidad que envuelve al gobierno, sus partidos y a la oposición.
Este crítico cuadro pone al descubierto las flaquezas de nuestra previa educación democrática, ocultadas por los éxitos de la transición: una profunda grieta entre generaciones, con segmentos que atribuyen escaso valor a la democracia; la idea que la violencia se justifica por motivos de expedición del cambio; extendida desconfianza en las instituciones civiles y políticas que, por su parte, exhiben serias fallas de corrupción e ineficiencia; desprecio por la deliberación y los consensos; una crispación del lenguaje político y polarización de posiciones; movilizaciones enfiladas a desestabilizar al gobierno; un galopante oportunismo que aprovecha el debilitamiento del Estado de derecho para acelerar el deterioro del orden democrático.
Nuestra sociedad adolece pues de un serio déficit de cultura democrática. Oscila entre el autoritarismo y el desprecio de las legítimas autoridades; se ha vuelto intolerante; fácilmente se deja impresionar por el poder fáctico de las muchedumbres en las calles; tiene dificultades para distinguir entre acuerdos y transacciones; a ratos muestra síntomas de un pedestre antiintelectualismo manifestado en el rechazo a la deliberación y en el cultivo de lo políticamente correcto.
Quizá lo más grave sea el cultivo de un difundido sentimiento contrario a la política como profesión, representación y forma de gobernabilidad. En efecto, se va instalando la creencia en los modos directos de acción, la imposición por la fuerza, el descrédito y las funas como recursos válidos, las asambleas autoconvocadas y la preferencia por el sentido común frente a los juicios elaborados argumentativamente.
El balance, en consecuencia, es negativo. El aprendizaje democrático de la sociedad y las élites parecen haber fracasado. Hoy priman la confusión y la inefectividad en la conducción y representación políticas. Por su lado, la movilización en las calles sirve ante todo como telón de fondo para los ejercicios de violencia.
Con razón cunde la inquietud ante el arribo del mes de marzo.
Dedicado tradicionalmente al inicio del año escolar y académico, esta vez tales ceremonias pasarán a segundo plano, igual como viene ocurriendo con las cuestiones intrasistema educacional. A menos que también ellas se vean interrumpidas por la violencia, ratificando la débil educación democrática en nuestra sociedad.
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