FEBRERO 26, 2020
José Joaquín Brunner
Una pregunta concita la mayor atención en la sociedad chilena, desde los salones burgueses a los comedores populares, de las oficinas públicas a los centros comerciales, de los medios de comunicación a las redes sociales: ¿qué ocurrirá en marzo próximo, cuando terminen las vacaciones de verano, reinicien las clases y la gente retome sus actividades habituales? ¿Habrá otro estallido como el del 18 de octubre pasado? ¿O continuaremos experimentando las réplicas de este último, como viene sucediendo hasta ahora? ¿Volverá la violencia a las calles y, de ser así, con qué grado de intensidad? ¿Resistirá nuestra institucionalidad política y reencauzará la energía liberada por el estallido o se desplomará? ¿Podremos llegar hasta el plebiscito constitucional fijado para el 26 de abril próximo?
En este ambiente de incertidumbre la educación superior (ES) como fenómeno sociocultural —con todas sus ramificaciones profesionales y técnicas, económicas, urbanas, ciudadanas, de conocimiento e información, de prestigio y poder, de movilidad social y reproducción de élites, de expectativas y frustraciones, de localización y globalización— juega un papel central.
Hechos estilizados
Ante todo, la ES chilena es un sistema masivo. Alcanza una tasa bruta de participación de un 88 %, tan amplia como la de Finlandia y mayor que aquella exhibida por los sistemas de Alemania, Canadá, Francia, Inglaterra, Suecia y México (40 %). Supera el promedio latinoamericano (51 %) y el de los países de alto ingreso en el mundo (75 %). Se halla presente en todas las clases sociales y hogares, aunque desigualmente; constituye una expectativa ampliamente socializada; forma parte de la cultura cotidiana y de las trayectorias de vida de muchas personas. La última encuesta de hogares de 2017 indica que en el decil más pobre la tasa de asistencia bruta de jóvenes de 18 a 24 años es de 40 %; en el decil 5 de 50 %, y en el decil superior de 93 %.
La masificación del acceso ha significado asimismo un acelerado incremento del número de profesionales y técnicos superiores que se titulan cada año y buscan emplearse. De hecho, durante la última década dicho número más que se duplicó, pasando de 112 000 en 2008 a 182 000 en 2013 y 244 000 en 2018. Esto significa que en Chile la tasa de quienes se gradúan por primera vez de la ES es comparativamente alta. En efecto, con base en el patrón de graduación existente puede esperarse que un 60 % de los jóvenes chilenos se graduará de algún programa de educación terciaria a lo largo de su vida, frente a un 49 % en el promedio de los países de la OCDE y un 31 % en México. A su vez, la tasa de desempleo de las personas de 25 a 34 años con ES es relativamente baja en Chile: 6.7 % en 2017, aunque un punto porcentual superior a la de México (5.7 %) y levemente superior también a la del promedio de los países de la OCDE (5.8 %) ese mismo año.
Agréguese a lo anterior que si bien más de un 80 % de los adultos con ES obtiene un salario por encima de la mediana, igual que en México, y su ingreso promedio es 2.4 veces más alto que el de las personas con educación secundaria superior —2.0 veces y 1.5 veces en México y los países de la OCDE, respectivamente— los salarios chilenos en general son bajos y, en el caso de personas con educación terciaria, altamente heterogéneos. Son desiguales entre diferentes áreas de conocimiento, carreras profesionales y técnicas y, dentro de ellas, según institución de origen (su prestigio relativo), género, residencia, y capital cultural y social de las familias de origen. Incluso, un estudio estima que “aproximadamente el 7 % de los estudiantes en Chile está matriculados en programas con retornos esperados negativos; aunque este porcentaje también varía por área de conocimiento y tipo de institución de ES”.
Descritos así los hechos estilizados de la ES chilena, ¿qué puede decirse ahora de su lugar en las protestas desde el punto de vista del análisis sociológico?
Brecha entre expectativas y satisfacciones
Lo primero que cabe notar es que, en las condiciones antes descritas, la sociedad chilena aparece como un terreno ricamente abonado para el ‘efecto de histéresis’ descrito por Bourdieu. Se recordará que en su libro La Distinción habla del desajuste estructural que se provoca entre las aspiraciones que el sistema educacional produce antes de su fase de rápido crecimiento e inflación de diplomas (títulos y grados) y las oportunidades que ofrece realmente una vez que éstas se masifican. Aparece ‘una generación desengañada’ de jóvenes que, habiendo creído en la promesa del status profesional, sus ingresos y estilo de vida, descubre —cuando ya es demasiado tarde— que los bienes de esa promesa se han desvalorizado por efectos de la masificación. La desilusión colectiva resultante de ese desajuste, dice Bourdieu, produce un “rechazo total …una mentalidad anti-institucional [que denuncia] los tácitos presupuestos del orden social, una suspensión en la práctica de la adhesión dóxica a los premios ofrecidos y los valores que profesa, y una retención de las inversiones que son una condición necesaria de su funcionamiento”.
¿No es esto precisamente lo que ha ocurrido también en Chile a propósito de la masiva transformación social que en poco tiempo trajo consigo la casi universalización del acceso a la ES? ¿Pueden los jóvenes que ahora egresan de la ES materializar sus expectativas y sueños de cuando cursaban la enseñanza secundaria? ¡Ya no es posible! Sobre todo si esas aspiraciones eran desmesuradas. Por ejemplo, la prueba internacional PISA del año 2006 informa que, consultados los estudiantes que entonces tenían 15 años (y ahora se han incorporado al mercado laboral), sobre su expectativa de ocupar posiciones directivas, de alto estatus (como legisladores, gerentes y profesionales universitarios en ocupaciones prestigiosas) en el futuro, cuando tuviesen en torno a 30 años de edad, un 70 % responde positivamente en Chile, situándose junto a México, Turquía e Israel entre los cuatro países con expectativas más exageradas. Diez años después la expectativa educacional continuaba hinchada. La prueba PISA 2015, muestra que Chile, después de Corea y EEUU, y junto a Canadá, ocupa el tercer lugar entre los países de la OCDE con la expectativa más difundida de completar estudios profesionales o técnicos; un 66.6 % y un 13.3 % respectivamente, comparado con 44 % y 15 % en el promedio de los países de la OCDE.
Desigualdades del acceso universal
En cualquier caso, el hecho de haber alcanzado un nivel generalizado de acceso a la ES tampoco es suficiente para satisfacer la demanda por igualdad de oportunidades. Más bien, esa expansión opera bajo el efecto de la “desigualdad efectivamente mantenida”, teoría enunciada por Lucas a comienzos de los años 2000. De acuerdo con ella, los actores económicamente aventajados invariablemente aseguran —para sí mismos y sus hijos—algún grado de ventajas, cuantitativas o cualitativas, toda vez que aquellas se hallen disponibles en el sistema. Así, mientras el acceso es restringido, los grupos aventajados aprovechan las oportunidades disponibles hasta saturarlas. Pero cuando el acceso se masifica y se acerca a la universalización, como ocurre en Chile, los grupos aventajados ocupan las oportunidades más valiosas, o sea, mayormente selectivas y, por ende, prestigiosas, asegurándose una educación cualitativamente mejor, mientras las clases medias y bajas aprovechan las restantes oportunidades creadas por la expansión.
Efectivamente, según señala un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en Chile “hay diferencias significativas en el tipo de instituciones a las que acceden. Los jóvenes del estrato alto estudian preferentemente en universidades de mejor calidad (medida por los años de acreditación), mientras que aquellos de estrato más bajo lo hacen en institutos profesionales y centros de formación técnica, así como en universidades de peor calidad”.
Una protesta educada
La pregunta es si las condiciones desiguales de acceso a la ES observadas y las desiguales trayectorias laborales —según origen de clase social, escolar y de institución de ES—, con el consiguiente efecto de histéresis entre expectativas y satisfacciones y de mantención de desigualdades cualitativas, son suficientes para explicar la participación de adultos jóvenes con ES en el reciente ciclo de protestas de Chile.
Si las cifras entregadas por las encuestas son correctas, dicha participación ha sido masiva. Así, un sondeo realizado directamente a los protestantes de 18 años o más en las calles de Santiago entre los días 8 y 29 de noviembre de 2019 , indica que la edad promedio de los manifestantes es de 33 años, en su mayoría (49 %) provenientes de comunas típicamente mesocráticas. Hombres y mujeres participan en porcentajes similares. Su nivel educacional es sorprendentemente alto. Un 55 % de los manifestantes declara haber completado la ES (32 % ES universitaria, 13 % ES técnico-profesional, 10 % un posgrado), 9 % abandonó los estudios superiores sin completarlos, 32 % manifiesta tener educación secundaria superior o estar estudiando en el nivel terciario y un 3 % educación secundaria incompleta o menor. Estos datos muestran una clara sobrerrepresentación de las personas con ES, si se compara con su proporción en la población de 25 a 64 años donde alcanza a un 22 % en Chile, aunque aumenta a un 30 % en el tramo de edad entre 25 y 34 años de edad.
Con todo, no basta con el efecto de histéresis bourdieuano ni con el de Lucas relativo a las desigualdades efectivamente mantenidas para explicar la intensidad y duración de la protesta, ni para comprender por qué goza de tan amplio apoyo en la población en general. En efecto, una encuesta realizada entre los días 28 de noviembre de 2019 y 6 de enero de 2020 en todo el territorio nacional a las personas mayores de 18 años, muestra que un 55 % apoyó las manifestaciones, 11 % las rechazó, 10 % inicialmente las apoyó pero luego las rechazó, 7 % inicialmente las rechazó pero después las apoyó, 15 % no las apoyó ni rechazó y 2 % no sabe o no contesta. Es una amplia mayoría favorable a la calle, transformada en el nuevo actor que emerge de la crisis.
Disconformidad de clases medias
En efecto, nuestra “generación desengañada” no opera como un factor único desencadenante, por sí sola, de la reciente protesta social chilena. Lo hace en combinación con otros actores y procesos de los que forma parte, procesos resultantes de las transformaciones experimentadas por la sociedad chilena durante los últimos treinta años. Me refiero, ante todo, a la intensa modernización capitalista con la irrupción de una generalizada mercantilización de la vida, una individuación y contractualización de las relaciones humanas, la disolución de las comunidades tradicionales y la emergencia de una imprecisamente denominada “sociedad de clases medias”. Más bien, se trata del surgimiento de unas nuevas formas de estratificación de la sociedad en que aumentan fuertemente el número de profesionales, semiprofesionales y técnicos, trabajadores de cuello y corbata, personal de servicios calificados en el sector público y privado, personas con formación superior completa e incompleta que trabajan por cuenta propia junto a un vasto segmento de personas que, habiendo superado la línea de pobreza y adquirido alguna credencial educacional, o estando en vías de hacerlo apenas logran mantenerse por encima de esa línea. Cualquier accidente —desempleo, enfermedad catastrófica, entre otros— los devuelve a la condición de pobres, así como quienes cuentan como clase media baja pueden ser devueltos hacia la clase baja no pobre.
Todo parece indicar que la protesta social chilena de estos meses ha sido, básicamente, una protesta de clases medias en el sentido de esos tres grupos —bajo no pobres, medio bajo e incluso algunas fracciones no consolidadas del estrato medio intermedio—. Sus hijos y nietos, siendo uno de los segmentos más activos aquel conformado por estudiantes secundarios y de educación superior; jóvenes profesionales y técnicos de primera generación dentro de sus familias que cursan estudios superiores, y miembros de los estratos intermedios todavía inseguros de su posición, muchos de ellos afectados por deudas (de consumo, estudios e hipotecaria), la ralentización de la economía, la dificultad de encontrar empleo, los ingresos insuficientes y la precaria calidad de los servicios de salud, educación y previsión a los que ellos y sus familias acceden. Es un mundo que enfrenta cotidianamente los riesgos y miedos de la primera mitad del siglo 21. Como dice en una reciente entrevista un sociólogo analista de las izquierdas chilenas, refiriéndose al carácter de clase de la protesta: “hay un pueblo nuevo, que es el que construyó el neoliberalismo, que no es el pueblo del siglo XX. Es el pueblo de estos profesionales que no son clase media, que les vendieron un cuento que no es”. Sin estar de acuerdo del todo con esta metáfora pienso que viene al caso.
Explicaciones del capitalismo académico
Hace falta introducir un factor adicional, esta vez de carácter ideológico-cultural, para completar nuestro análisis. En efecto, el sistema chileno de ES y las políticas que impulsaron su expansión, configuran un tipo de capitalismo académico que por su avanzado grado de privatización levanta fácilmente el espectro del neoliberalismo y suele ser acusado de haber tenido como único motor el lucro y como resultado una suerte de estafa generalizada. Misma que habría convertido a la masa de nuevos técnicos y profesionales en víctimas de un engaño: el del mercado, la mercantilización de los estudios y el endeudamiento insoportable generado por ésta, la inflación de los diplomas y, finalmente, la precarización del trabajo intelectual y la proletarización de las ocupaciones técnicas y profesionales. Sin duda, en su versión más unilateral se trata de una caricatura que, sin embargo, se ha difundido ampliamente. Supone una masa inerte de individuos consumidores (estudiantes y profesionales jóvenes) completamente atrapados por un sistema de ES explotativo, tal como antaño se representó la relación entre un público de masas receptoras y una industria de medios de comunicación masiva omnipotente que vendía paraísos artificiales e ideologías domesticadoras.
Este discurso apocalíptico pasa por alto la explicación alternativa que aquí se asume: el papel central que la educación superior juega en los conflictivos procesos de integración de sociedades periféricas crecientemente articuladas en torno a estratos medios tecnificados y profesionalizados o semi profesionalizados. Bajo condiciones de capitalismo académico —esto es, de rápida masificación del acceso a credenciales— la sustentabilidad de dicho patrón de desarrollo, así como la continua expansión de los grupos medios, supone tasas de crecimiento económico y un Estado capaz de asegurar niveles de bienestar (mayores demandas de salud, educación, previsión y seguridad y otros bienes públicos) que se hallan en el imaginario de dichos grupos pero no al alcance de sus expectativas. Como muestra el caso chileno, esa brecha genera múltiples tensiones que tienen un alto potencial explosivo.
En efecto, existe el riesgo inminente de cortocircuitos y desbalances entre el rápido, desbordado, crecimiento de la ES, aumentado por fenómenos tales como: la ralentización del crecimiento económico, un estrechamiento de oportunidades laborales, el alza del costo de vida, deterioro de los salarios, extendido endeudamiento, crisis política, desplome de la confianza en las instituciones, pérdida de legitimidad del sistema político, débil popularidad del gobierno, concentración de los poderes corporativos, generalizada percepción de abuso, violaciones de derechos básicos, falta de libertades, quiebres intergeneracionales, abusos de clase social y estamentales, etc.
Un análisis más extenso de la reciente protesta chilena mostraría que todos estos fenómenos han estado presentes y contribuyeron a precipitar la crisis y potenciar su intensidad. Precipitan un momento de quiebre significativo donde, como dice Hall, los modos tradicionales de pensamiento se interrumpen, las antiguas constelaciones son desplazadas y elementos —viejos y nuevos— se reagrupan en torno a un conjunto diferente de premisas y temas. La propia ES chilena experimenta dicho momento de quiebre donde los efectos desencadenados en el seno de la sociedad por su acelerada masificación la obligan a pensar ahora cómo responder frente a la coyuntura y cómo proyectarse ella misma —su idea y prácticas— hacia el futuro.
José Joaquín Brunner
Profesor titular de la Universidad Diego Portales en Chile y Director de la Cátedra Unesco de Políticas Comparada de Educación Superior.
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