¿Cuántos jóvenes que se esmeran en la escuela acaban descubriendo que en la realidad de Chile, por regla general, más que el esfuerzo importan las ventajas del origen? Negar ese hecho que dibuja, como un síntoma, una de las grietas de la modernización chilena, no es posible sin negar la evidencia que se conoce desde hace años.
El rechazo a la PSU por parte de un grupo relevante de jóvenes —jóvenes dispuestos a impedir que otros como ellos la rindan— plantea un importante problema que no es estrictamente hablando de orden público o de mero desorden, sino cultural.
¿En qué consiste ese problema?
Para saberlo es necesario recordar la índole de la PSU.
La PSU es un test estandarizado que tiene por objeto formar una escala ordinal entre todos quienes aspiran a la universidad. Y como en Chile las universidades son abundantes, en realidad la PSU no distribuye los cupos universitarios, sino que mediante ella se asignan los cupos que son más valiosos, aquellos cuya obtención hace más probable situarse por arriba en la escala invisible del prestigio y del poder. De alguna forma, la asignación de cupos universitarios valiosos es una forma temprana de distribuir las posiciones en la sociedad. Es lo que la literatura llama “credencialismo”: el empleo de certificados prestigiosos como una forma de acceder a puestos de privilegio.
Pero como ocurre que en Chile —todavía— el sistema escolar está estratificado al compás de las clases sociales, la PSU en vez de medir el desempeño tiende, en los grandes números, inevitablemente a reproducir la pertenencia familiar, por decirlo así. Por supuesto hay excepciones; pero el hecho indesmentible es que la curva del rendimiento en la PSU está correlacionada, hasta casi coincidir, con la curva de la estratificación social. Esta es una verdad acreditada una y mil veces.
Y así las credenciales obtenidas acaban disfrazando ventajas de origen. Como quien dice el credencialismo oculta el clasismo.
Esa realidad de la PSU resulta profundamente contradictoria con la cultura del mérito que se ha expandido en la cultura —la idea de que cada uno merece tanto como esfuerzos hace— y los jóvenes de menos recursos viven en medio de esa contradicción: una cultura que les enseña, o quiere enseñarles, que para tener oportunidades hay que esforzarse porque así cada uno tiene tanto como merece, por una parte, y una realidad educacional que niega esa promesa, por la otra.
En otras palabras, la sociedad chilena no ha logrado estar a la altura de una de las promesas que esgrime para legitimarse. La clave de las sociedades está en la forma en que legitima las desigualdades. En el caso de la sociedad chilena, y vinculada al tipo de modernización que ha experimentado, una de las narrativas que legitiman la desigualdad es el ideal meritocrático; pero la principal estructura que debiera hacer plausible ese ideal, hacerlo creíble, que es el sistema escolar, parece diseñado para negarlo. Es verdad que así y todo el esfuerzo importa —y sería excesivo vincular todas las posiciones al origen—, pero en la inevitable mezcla entre desempeño y cuna, entre esfuerzo y herencia, que configura toda vida humana, todavía esta última, la cuna, pesa demasiado.
Esa contradicción entre el ideal meritocrático y un sistema escolar que lo niega se vive en forma más aguda cuando todos los jóvenes están incorporados al sistema escolar (un objetivo que Chile alcanzó recién al comenzar el siglo XXI) y constituyen la generación más ilustrada de la historia de Chile; pero, por lo mismo, más consciente de las contradicciones culturales, por llamarlas así, de la sociedad en la que viven. Y es probable que esa contradicción, vivida muy intensamente por algunos jóvenes —tironeados por el ideal del esfuerzo y la experiencia del sistema escolar—, sea la que, racionalizada en la forma de reclamo ideológico, alimenta el rechazo.
Por supuesto, la forma de la protesta no es admisible —considerar que algo es injusto no es una buena razón para negar que otro decida elegirlo, menos impedírselo mediante la coacción—, pero ello no debe hacer olvidar el problema de legitimidad que está acechando a la sociedad chilena y del que el incidente de la PSU no parece ser más que un síntoma. Y ese problema, hay que repetirlo, es la inconsistencia entre el principio que esgrime para legitimarse y las estructuras que lo niegan. ¿Cuántos jóvenes que se esmeran en la escuela, entusiasmados con el ideal meritocrático, acaban descubriendo que en realidad, en la realidad de Chile, por regla general más que el esfuerzo importan las ventajas del origen? Negar ese hecho que dibuja, como un síntoma, una de las grietas de la modernización chilena, no es posible sin negar la evidencia que se conoce desde hace años.
De todos los problemas que aquejan a la sociedad chilena, quizá este sea uno de los más relevantes, uno cuya resolución marcará la senda de los próximos años: salvar la idea meritocrática proveyéndola de experiencias y de estructuras que la hagan plausible.
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