Invitación a conversar
“Es el momento de dejar la obsesión por aspectos instrumentales de la educación y dialogar sobre sus fines, los valores que la inspiran, los principios formativos y la necesidad de aprender a orientarse en la vida”.
Nuestro discurso y cultura educacionales naufragan a plena luz del día. El más notable colegio de la República no logra siquiera llenar sus vacantes, corroído por la indisciplina interna y la desidia exterior. El Estado docente vive una prolongada crisis de identidad, carente de soporte político, administrativo y de la sociedad civil. La formación católica —en sus filones popular, mesocrático y de élites— sufre la implosión de la cultura eclesial que la alimentó hasta el Bicentenario; un velo de sospecha envuelve ahora su misión. En su conjunto, el sistema se halla cuestionado por sus mediocres resultados en el desarrollo de habilidades cognitivas.
La preocupación por la cultura de los jóvenes va más allá, sin embargo. Efectivamente, los síntomas alarmantes se acumulan. El fenómeno del bullying —físico, psicológico y digital— amenaza con volverse crónico. La difusión del alcoholismo, la droga y otras adicciones invoca la imagen de un paraíso artificial; forma alienada de huir de un entorno ingobernable. Abunda el maltrato hacia los profesores. La interrupción de clases se ha convertido en rutina. Un clima de desorden impide el aprendizaje. La autoridad del docente ha perdido sustento en la escuela y, fuera de ella, no es reconocida, a pesar del esfuerzo desplegado para fortalecer la profesión docente.
El agitado cuadro del país agrega aún más complejidad a la situación. En un extenso sector de las generaciones nacidas en democracia parece no existir un lazo vital con aquella, sus valores y responsabilidades. Hay escasa tolerancia y propensión a funar a quienes se apartan de la opinión políticamente correcta. Un individualismo libertario se mezcla con el desprecio por la cultura liberal. En el trasfondo aparece una cierta complacencia generacional con la violencia ejercida por otros, un sentimiento anómico y un imaginario del orden que lo reduce a un sistema opresivo y al anulamiento del propio deseo.
Si a lo anterior se agregan la disolución de la familia tradicional, el decaimiento de las jerarquías simbólicas, la individualización de los lazos comunitarios, las presiones laborales y el estallido de demandas masivas de estatus, dignidad, ingresos, consumo y seguridad, puede fácilmente entenderse que la propia idea de educación —igual que la de escuela— estén experimentando una verdadera crisis de sentido. Con razón, Massimo Recalcatti, intelectual italiano de la educación, pregunta respecto de la escuela: ¿Ha muerto ya? ¿Sigue viva? ¿Sobrevive? ¿Sirve aún de algo, o está destinada a ser un residuo de un tiempo definitivamente pasado?
Estas interrogantes resultan especialmente válidas en circunstancias de intensa incertidumbre sociopolítica y cultural. Si los liceos emblemáticos se desintegran, ¿qué futuro espera a los colegios con trayectorias menos sólidas y desprovistos del ancla de la tradición? Si el gremio del magisterio está más ocupado de promover sus intereses corporativos que de asumir los desafíos pedagógicos, ¿qué posibilidad hay de mejorar los aprendizajes? Si la juventud rehúsa hacerse cargo de las obligaciones democráticas, ¿qué futuro tiene la formación ciudadana? Y si el diálogo intergeneracional se interrumpe, ¿cómo pueden transmitirse la cultura y asegurase el aprendizaje social?
Mientras la discusión académica continúa girando obsesivamente en torno a aspectos instrumentales de la educación —jornada de trabajo, notas, mediciones, asignaturas, tecnologías, etc.—, ¿qué espacio resta para conversar sobre sus fines, los valores que la inspiran, los principios formativos y la necesidad de aprender a orientarse en la vida y asumir las propias responsabilidades?
Muy diversas filosofías educacionales entretejen esta conversación. Sócrates y su anhelo de que las personas lleven vidas examinadas, o sea, conscientes de sí mismas, autogobernadas y capaces de reconocer la humanidad de los otros (M. Nussbaum). Comenius y su generosa visión, en pleno siglo XVII, de que es necesario enseñar todo a todos, exhaustivamente. Wilhelm von Humboldt, reformador de la educación alemana a comienzos del siglo XIX, cuya idea de Bildung (formación) él mismo resumió así: “Aquel que, al morir, puede decirse: ‘He aprovechado tanto del mundo como me ha sido posible y lo he asimilado en mi humanidad’, ha alcanzado su objetivo…, ha logrado lo que se llama vivir en el sentido más elevado del término”.
Ya en el siglo XX, Dewey afirma que en una democracia que se renueva, caso de Chile hoy, la tarea de la escuela consiste en “enseñar lo que significa una sociedad democrática en las condiciones actuales”, lo cual supone una continua formación ética y comprometida con la experimentación social. Por fin, en nuestros días, Habermas —a través de su concepción de una democracia deliberativa, comunicacionalmente fundada— da pie a la idea de una educación ciudadana cuyos ejes son la discusión argumentativa de puntos de vista contrapuestos en un contexto de libertad y respeto, con vistas a la formación de los consensos necesarios para la construcción de una voluntad colectiva.
Para Chile resulta un imperativo, no solo político, sino de cultura educacional, hacerse parte de dicha conversación, de modo que la educación sea parte de la renovación democrática de la sociedad y contribuya —sobre todo entre los jóvenes— a la formación de una ciudadanía reflexiva y deliberante. El tema de la responsabilidad en el ejercicio de los propios derechos y el compromiso con una ética de los acuerdos son, en efecto, imprescindibles para una gobernabilidad de la democracia. También lo son el repudio de la violencia, el abuso y los privilegios estamentales y de clase. Es hora, pues, de ponerse a conversar.
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