José Joaquín Brunner: Protesta chilena en contexto global
El desenlace de la protesta social que se inició en Chile hace ya más de dos semanas no se avizora aún, menos todavía los resultados que puede producir. Por el momento caminamos por la cornisa. La visión global del fenómeno no indica cuál será la salida, pero entrega elementos para anticipar posibilidades, riesgos y fracaso.
La prensa internacional de los últimos días dedica un buen número de páginas a las protestas masivas en diferentes países alrededor del mundo: “Desde Asia del Este a América Latina, desde el norte de Europa al Medio Oriente, hay jóvenes reuniéndose en callejones traseros, escaleras y subterráneos, con rostros que expresan una mezcla de euforia y fatiga”, comenta el diario inglés The Guardian.
Según el Washington Post, las protestas de esta temporada, que en la superficie aparecen como reacciones de rabia desencadenadas por hechos menores, sin embargo tienen raíces más profundas. Son el resultado de “años de creciente frustración frente a la inacción medioambiental, las dificultades económicas, la mala gestión, la corrupción o la represión gubernamental”. A continuación recorre las manifestaciones de protesta que están ocurriendo en Líbano, Irak, Hong Kong, Chile, España, Rusia y Pakistán.
También America Latina aparece incluida en estos análisis internacionales. El Financial Times anota : “Tropas en las calles de Chile. Disturbios en Ecuador. Protestas callejeras en Argentina. Populismo galopante en Brasil y México. Bolivia prende fuego a las urnas electorales. Trastornos políticos en Paraguay y Perú. […] Hay una razón común: essta es la región con peor desempeño económico en términos de crecimiento”.
A su turno, la agencia alemana DW se pregunta: “¿Por qué ‘arde’ América Latina? ¿Por qué parece haberse abierto tal brecha entre instituciones y clase política, por un lado, y ciudadanía y sociedad civil más o menos organizada, por otro?”
Intelligencer de Nueva York resume así la situación a fines de la semana pasada: “Los movimientos de protesta popular han barrido el globo este mes con demostraciones anti-gubernamentales tomándose las calles en Chile, Líbano, Iraq, Hong Kong, Bolivia, Ecuador, España y Haití. Millones de personas alrededor del mundo han participado en estos eventos; cientos han muerto. En algunas partes se han ganado victorias; en otras parecen más esquivas”.
Rasgos comunes
Desde la academia, la respuesta ante estos hechos lleva a afirmar la necesidad de una sociología global que ayude a entender, en su conjunto, lo que ocurre en cada país y región. En efecto, a primera vista hay rasgos comunes entre las protestas que describe la prensa y las imágenes que las acompañan:
- Tienen lugar en las ciudades capitales habitualmente.
- Muestran una fuerte presencia generacional.
- Parecen estallar con una chispa que enciende la pradera.
- Las manifestaciones se autoconvocan, comunican y organizan a través de las redes sociales.
- No poseen líderes ni portavoces ni una plataforma reivindicativa precisa.
- Expresan reclamos variados frente a malestares múltiples.
- Se auto exhiben continuamente a través de imágenes en los media y en las redes sociales y no solo por su presencia física en las calles.
- Sus mensajes en pancartas, lienzos, paredes y consignas representan una diversidad de reclamos, disgustos, enojos y deseos que movilizan a los protestantes.
- Cultivan una estética híbrida entre agresiva, humorística, procaz, irónica, insultante, festiva, corporal y sensual; en una palabra, una estética rabelaisiana1.
- Suelen ir acompañadas por, o terminar en, explosiones de violencia.
- Se desenvuelven parcialmente en condiciones pacíficas pero frecuentemente los propios manifestantes o sus ‘falanges laterales? Se confrontan con las fuerzas policiales y son reprimidas con diversos grados de intensidad, pudiendo dar lugar a violaciones de los DDHH.
- Además, como resultado de esas situaciones de violencia, hay daños colaterales para personas, bienes públicos y propiedades privadas.
- Las protestas atraen una inusitada y ambigua atención de los medios de comunicación tradicionales, en particular la TV, que se muestra fascinada por las manifestaciones, las justifica en general con un tono favorable (vox populi, vox dei), pero, a la vez, exhibe repetitivamente su rostro más violento.
(1) Este rasgo había sido observado ya con ocasión de la protesta estudiantil de 2011. Como señala una tesis para optar al grado de licenciado en arte de la UCH dedicada a este tema: “Hay en la manera de ver el mundo de la nueva generación chilena, un tono carnavalesco […] Lo carnavalesco es un estado de ánimo de la sociedad, que le permite introducir el humor en todos los aspectos de lo cotidiano, poniendo en cuestión los valores que la sostienen, que la sustentan. […]. De ese modo al estallar el carnaval, lo hace en el espacio de la manifestación política. En el 2011 chileno afloró el sentimiento de lo carnavalesco y se ha puesto el mundo patas arriba para reconsiderar nuestra vida sumida en el miedo” (Sergio Guerra, 2015, p.90).
Circunstancias nacionales
Con todo, una sociología global no podría hacer justicia al carácter a la vez nacional y local de las protestas en Santiago, Barcelona, Beirut, Cairo, Moscú, Puerto Prínicipe, La Paz o Bagdad. En efecto, no todos los movimientos son iguales ni ocurren de la misma manera; tampoco persiguen idénticos objetivos. Cada uno obedece a circunstancias domésticas, a motivos locales, a un entorno nacional específico y se desarrollan dentro de condiciones políticas y represivas únicas en cada caso.
A continuación registramos algunas semejanzas y diferencias que pueden resultar de interés para el caso chileno.
Hechos gatillantes. ¿Qué da lugar a las protestas? En Líbano, el intento de imponer una tarifa diaria a las llamadas telefónicas por Internet. En Francia, los gilets jaunes aparecen en respuesta a un aumento del impuesto a la bencina. En Argelia, la causa inmediata de las protestas es el anuncio del presidente de su intención de hacerse elegir por un quinto período. En Hong Kong, la amenaza del gobierno de extraditar a China a las personas acusadas de crímenes y el temor de los protestantes de ver limitada su libertad de expresión y conculcados los derechos democráticos. En Barcelona, la sentencia que condenó a prisión a líderes del movimiento nacionalista catalán. En Rusia, insatisfacción con el gobierno de Putin y el deterioro de la situación económica. En Pakistán, el malestar económico y las violaciones de los derechos civiles. En Egipto, el aplastamiento de cualquier signo de disidencia ordenado por el presidente Abdel Fatah al-Sisi. En Chile, el alza de los pasajes del Metro.
Malestares sistémicos. Como explica una activista del movimiento de chalecos amarillos de Francia, “nos vamos a las calles pero no lo haremos solo por el precio de la bencina y por el medio ambiente sino por todo lo que está mal”. En el Líbano, un manifestante declara: “Necesitamos un sistema entero nuevo, desde cero”. Esta radicalidad en el rechazo al sistema como tal, independiente de regímenes políticos, es atribuido por algunos a malestares específicos de los jóvenes menores de 24 años, amenazados por el desempleo y la frustración de sus expectativas. Tyler Cowan, sociólogo inglés, contribuye con otra perspectiva en Bloomberg Opinión, aplicada esta vez a un número aún mayor de países por donde ha pasado el huracán de la protesta: Líbano, Chile, España, Haití, Iraq, Sudán, Rusia, Egipto, Uganda, Indonesia, Ucrania, Perú, Hong Kong, Zimbabwe, Colombia, Francia, Turquía, Venezuela, Países Bajos, Etiopía, Brasil, Malawi, Argelia y Ecuador, entre otros. ¿Cual sería el malestar subyacente? Según Cowan, la protesta de consumidores respecto del acceso a bienes y servicios y su alto precio pero, sobre todo, la privación relativa frente a las altas expectativas creadas. La nueva tendencia, dice, “no es planificación central ni reformas liberales de mercado, sino congelamiento de precios, especialmente si son fijados en el ámbito de la política”
Causas profundas. Una hipótesis englobante sostiene que, por debajo de los múltiples hechos gatillantes y variables malestares, sería posible identificar algunos fenómenos generales, tales como: descontento con el funcionamiento de los gobiernos, altos niveles de corrupción de éstos, crisis de los mecanismos de representación democrática, falencias de los servicios públicos vitales, carestía de la vida, percepción de estancamiento económico, incapacidad para frenar el deterioro del medio ambiente y el calentamiento global.
Otra interpretación, ofrecida por el economista Jeffrey Sachs, apunta al hecho de que las protestas se han dado en ciudades ricas como serían París, Hong Kong y Santiago, cada una en su propio contexto de desarrollo. En los tres casos se habría producido una brecha entre riqueza (ingreso per capita), su desigual distribución (sensación de inequidad) y una consiguiente reacción de desconfianza y malestar personal (medida por encuestas).
Por su parte, un enfoque de carácter cultural y psicosocial antes que político-económico, sobre la base de las protestas en Beirut, Santiago, Hong Kong, Argelia, Bagdad y otras ciudades, apunta hacia la tesis de que “si hay una hebra común y explicación unificada para las revueltas del 2019 es el anhelo por dignidad y respeto. La gente ha salido a las calles porque siente haber sigo humillada, ignorada y despreciada por demasiado tiempo por unas élites irresponsables, corruptas y distantes” (Dominique Moisi, 2019).
Por último, con referencia a los casos de protesta social en América Latina, Jeremy Adelman, profesor de historia de la Universidad de Princeton, propuso una hipótesis interesante: que la crisis explicativa sería la frustración económica amplificada por la aparente ausencia de alternativas a una globalización fallida. El riesgo reside ahora, agrega, en que los gobiernos busquen convertir el descontento económico en una lucha por el futuro de la democracia, futuro que estaría en vilo.
Represión policial. En Irak, 200 muertos desde inicio de las protestas; 80 de ellos en los últimos días de la semana pasada. En Pakistán, se imponen limitaciones a la libertad de información. Chile, dos semana de protesta, incluyendo varios días de estado de emergencia y toque de queda: 20 muertos (5 por personal uniformado), 179 acciones judiciales interpuestas por el Instituto Nacional de DDHH (INDH), de las cuales 132 corresponden a querellas por torturas. Los detenidos alcanzan a 4.316, mientras que los heridos en hospitales son 1.574 y las personas con lesiones oculares son 157 causadas por disparos de perdigones (INDH, 3 de novimbre de 2019). Líbano, decenas de muertos durante las manifestaciones. Ecuador y Haití, soldados son encargados de restablecer el orden en las calles. En Francia, igual que en Chile, los proyectiles disuasivos usados por las policías causan cientos de heridos entre los protestantes por traumas oculares o pérdida de la visión. En ambos países ha habido numerosos policías heridos, saqueos de locales comerciales y desfiguración de monumentos. En Hong Kong, como ocurrió también en Chile, se han vandalizado negocios durante las manifestaciones e instalaciones del Metro. Grupos de protestantes violentos han lanzado bombas molotov a la policía, la que que ha usado balines de goma, gases disuasivos y carros lanza agua.
Resultados diversos. Líbano, renuncia del primer ministro Saad Hariri. Hong Kong, protestas continúan y gobierno realiza concesiones. Francia, realización de debates nacionales convocados por el gobierno. Un activista en Hong Kong declara al New York Times: desde Gezi Park en Estanbul hasta Tahir Square en Cairo, las revoluciones y rebeliones conducidas por redes sociales terminaron fracasando todas. En medio de las protestas, el primer ministro de Iraq Adel Abdul Mahdi, luego de una sesión nocturna extraordinaria de su gabinete, anuncia un plan de doce reformas, incluyendo distribución de tierras, conscripción militar y aumento de estipendios de bienestar; sin embargo, las protestas continuan al día siguiente. En Chile, desde ya, el Presidente cambió su gabinete de ministros, ofreció un pacto social y declaró estar abierto a escuchar al pueblo en las calles y a reformular su agenda. En Francia, como era de esperar, hay un agudo debate político-intelectual sobre los resultados del movimiento de chaquetas amarillas. Hay quienes sostienen que el presidente Macron está saliendo fortalecido luego de convencerse de que su propio partido no debe identificarse solo con las clases medias y debe salir al encuentro de la clase trabajadora y la Francia periférica (rural y de pequeños pueblos), los postergados por el globalismo, a riesgo de que terminen seducidos por el populismo de derecha. Macron estaría planteando así una completa revisión del neoprogresismo, dice Christophe Guilluy, autor de un libro sobre el crepúsculo de las élites francesas. Otros sostiene que Francia ha mejorado su posición competitiva en virtud de la respuesta gubernamental a las protestas: una inyección de recursos en beneficio de los sectores más vulnerables que habría aumentado el consumo junto con una flexibilización laboral que habría estimulado la inversión del sector empresarial.
Caso chileno
Un juicio más completo sobre el movimiento de protesta chileno, con todas sus peculiaridades nacionales, solo podrá hacerse más adelante, cuando estén a la vista los resultados. Por el momento puede conjeturarse respecto de algunos elementos distintivos en cuatro de las dimensiones consideradas más arriba (v.gr., hecho gatillante, malestares sistémicos, causas profundas y resultados), a la luz de la información y los análisis comparativos de nivel global.
Sobre el hecho gatillante, vimos ya que las manifestaciones de protesta se iniciaron en Chile con el no pago (evasión) de la tarifa del Metro de Santiago por un aumento equivalente a 0,05 dólares. Fue la chispa que encendió la pradera, se dice. Sin embargo, la explicación de la chispa —empleada similarmente a nivel global— no revela que los evasores eran estudiantes secundarios del Instituto Nacional (IN), establecimiento que —a esta altura— aparece como un símbolo de protestas disruptivas; tiene en su seno un núcleo de jóvenes dispuestos a la acción violenta (los ‘mamelucos blancos’) y desde hace meses se ha convertido en una suerte de territorio autogobernado al margen de la ley. Tanto así que, a la vista de los hechos actuales, el municipio de Santiago decidió anticipar el término del año escolar. Además, el IN es emblemático de la incapacidad del Estado y la clase gobernante para resolver la crisis del que fuera el mejor colegio de Chile. Por último, la chispa encendió, y destruyó parcialmente, otro lugar simbólico de la ciudad: el Metro. Representa el principal, más moderno y masivo medio de transporte de la capital; sector este último en que sucesivos gobiernos han fracasado en asegurar un servicio público —de superficie y subterráneo— bien coordinado y de calidad.
Los malestares sistémicos, o sea, la pradera que ardió en los días siguientes al 18 de octubre, definen un verdadero terreno de lucha entre explicaciones competitivas, cada una con sus partidarios y detractores. En lo grueso, las reacciones de protesta desencadenadas a partir del día 18 de octubre, incluida la violencia que destruyó estaciones del Metro, incendió edificios y locales y llevó al saqueo de supermercados en los barrios populares, fueron atribuidos a la rabia, el agobio, el cansancio, la frustración, los abusos y humillaciones; en fin, la violencia simbólica a que habrían estado sometidas —acumulativamente, durante largos treinta años— los ciudadanos, individual y colectivamente.
Según esta visión, entonces, la pradera de los malestares ardió ante todo por motivos psicológico-sociales: un extendido resentimiento, un clima de opinión, un estado de ánimo, una subjetividad compartida entre los individuos y las masas. Una publicación difundida a través de las redes —titulada precisamente “Rabia. Miedos, abusos y desórdenes en el oasis chileno”, con imágenes de una extraordinaria elocuencia— da cuenta de esta versión del estallido social. Proclama que “La manifestación es un aullido de rabia y frustración generalizada contra la miseria de los salarios y las pensiones, y el alto costo de los servicios básicos”. En este sentido podría postularse que el resentimiento estaría en la base de la protesta social del siglo XXI. En la medida que la globalización de la cultura moderna trae consigo la difusión (así no sea nocional) del ideal de la equidad, crece también el número de individuos y grupos que se sienten excluidos de las oportunidades y beneficios por estar injustamente impedidos de participar en ellos. Como acotan Boher y Scheel (2004), el resentimiento se dirige contra quienes son percibidos como “ganadores”, comparación que a su turno se vuelve cada vez más estrecha e insidiosa en un ámbito donde los “perdedores” parecen multiplicarse y abundar.
La asociación entre motivos psico-sociales (subjetividades) y causas económico-sociales es una cuestión que persigue a la sociología desde sus orígenes. En el tema que nos ocupa constituye un nudo explicativo crucial. La tesis preferida, la más usual, promovida por políticos y académicos, tecnocracias y periodistas, sacerdotes y empresarios, sostiene que la rabia y los malestares (resentimiento) obedecen a “causas estructurales”, siendo la primera y más socorrida, la desigualdad social.
“Rabia”, el folleto antes citado, se aproxima así a este asunto: “Lo que comenzó como una protesta estudiantil por el alza del pasaje del metro se transformó en el catalizador del malestar social latente por una serie de elementos estructurales que deprimen y norman la vida social”. De esta forma, chispa e incendio de la pradera se hallarían asociados por unas estructuras injustas. Y éstas, a su vez, serían producto de “una política de cuatro décadas basada en la privatización de los servicios sociales, la educación y la salud, legitimada por los consensos políticos y un sistema jurídico y legal que garantiza al gran capital sus beneficios y a la población su miseria”. Añádese a esto que “la distancia sideral entre las elites políticas, empresariales y culturales, y el resto de la población, entre su sociedad y la nuestra, nunca había sido tan manifiesta en los últimos cincuenta años”.
Tal es una lectura posible: los malestares y la rabia son producidos por un modelo de desarrollo y las políticas (neoliberales) que lo sostienen. Es de suyo evidente que se trata de una lectura parcial en el mejor de los casos. Pues no da cuenta de los sustanciales mejoramientos que la sociedad chilena experimentó durnte las últimas tres décadas en todos los aspectos económicos y sociales (y no solo en los respectivos índices); los profundos ajustes de clases, estratos y en la relación élites/pueblo que se manifiestan en el paso de una sociedad tradicional a una de masas, y de las transformaciones culturales que trae consigo la expansión del capitalismo a nivel mundial.
En el debate internacional se han esgrimido otra serie de causas para iluminar los fenómenos de protesta social que, en algunos casos, aparecen mencionados también en las interpretaciones locales. Por ejemplo, el componentes generacional, ya varias veces señalados; las fallas de mercado y la colusión entre empresas; el fracaso de anteriores políticas y medidas proequidad; la desigualdad en la provisión de bienes públicos esenciales, sobre todo salud y previsión, seguridad ciudadana, transporte, vivienda y educación; la vulnerabilidad de los nuevos estratos medios, siempre expuestos a volver a caer bajo la línea de la pobreza; el desplome de las estructuras culturales de autoridad y legitimidad; la desazón producida por la frustración de expectativas de movilidad con el nuevo ciclo de menor crecimiento de la economía; las contradicciones que trae consigo la modernidad capitalista, sobre todo en el terreno de la integración normativa y cultural; crisis de la democracia, sobre todo por el fracaso en abrir cauces de participación y modernizar el Estado para aumentar su efectividad y eficiencia, etc. Todo esto, contra el trasfondo de una inminente catástrofe ecológica que se avecina y que crea un clima de mayores riesgos que nunca antes y eleva las demandas por una acción política eficaz, como escribe Jack Shenker en un reciente artículo.
De hecho un argumento específico y potente adelantado por un par de estudiosos habla de la “inequidad de servicios” como un lazo entre condiciones estructurales y motivaciones subjetivas. Ellos señalan la importancia de la provisión de servicios básicos para la población en las sociedades contemporáneas y su incidencia en las protestas; que la rabia asociada a los servicios públicos tiene el potencial de transformarse en un descontento político más generalizado respecto a la efectividad y accountability de los gobiernos, y que la inequidad en la prestación de los servicios puede erosionar la legitimidad del Estado y el gobierno y con ello aumentar la probabilidad de la protesta. En fin, sostienen que la insatisfacción con la provisión de servicios puede causar mayor rabia contra las instituciones del Estado que la insatisfacción de la gente con sus condiciones económicas (De Juan y Wegner, 2017).
El desenlace de la protesta social que se inició en Chile hace ya más de dos semanas no se avizora aún, menos todavía los resultados que puede producir. Por el momento caminamos por la cornisa. La visión global del fenómeno de las protestas no indica cuál será la salida, pero entrega elementos para anticipar posibilidades, riesgos y fracaso. El tiempo de duración de las protestas es variable: desde unos pocos días o semanas a meses y años. Políticamente puede traer consigo la renuncia de la autoridad, cambio de equipos, revisión de políticas públicas, nuevas leyes o reforma de la constitución. En Chile, al
en la actual etapa, las demandas expresadas incluyen todos esos objetivos simultáneamente, más un cambio del modelo de desarrollo. Es una plataforma maximalista si se la compara internacionalmente. Usualmente, sin embargo, las plataformas máximas se postulan dentro de una perspectiva revolucionara o de completa rebelión y trastocamieneto de las relaciones de poder dentro de una sociedad. Desde este punto de vista, por tanto, la plataforma de demandas que emerge de la protesta chilena parece difícil de materializarse en un marco de legitimidad democrática o de imponerse mediante un proceso de fuerza revolucionaria.
Ahora bien, cuánto y cómo se avance en pos de determinadas soluciones dependerá grandemente del encadenamientos de sucesos—conflictos, negociaciones, acuerdos—en el plano político-legislativo y en “las calles”. Es decir, de la dialéctica entre legalidad y fuerza, incluidos los hechos de violencia y su represión, y los efectos interactivos de esos eventos en la sociedad civil y el Estado. En suma, por ahora solo puede preverse que en el desenlace incidirán las salidas imaginadas por los actores en pugna y las transformaciones incrementalmente producidas por sus aciones y reacciones en un juego democrático amenazado por los desbordes que acompañan a la protesta
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