CIPER/Académico
La cuestión de la violencia y la falta de una educación para el pensamiento
16.11.2019
En estas jornadas históricas, la violencia está saliendo victoriosa. Así lo advierten las autoras de esta columna de opinión, que examina cómo algunos reducen la importancia de las violaciones a los derechos humanos, mientras otros justifican la violencia social y el saqueo que han puesto en jaque a la democracia. La responsabilidad, sugieren, está en un sistema educativo que no enseña a pensar y que no da herramientas cognitivas para hacer frente a situaciones de alta complejidad. Se requiere una enseñanza para la democracia, que entrega competencias y es deliberativa.
En la madrugada del viernes 15 de noviembre se ha logrado un acuerdo histórico, producto de una movilización social sin precedentes desde la recuperación dese el fin de la dictadura.
Clave para lograrlo, sin embargo, fue un nivel de violencia social que puso en jaque a la democracia; y una reacción del Estado, caótica e indolente, que carga a su haber con violaciones a los Derechos Humanos que nos acompañarán por largo tiempo.
Debemos mirar esta violencia de frente y no esconderla bajo la alfombra, bajo el mero recuerdo de las marchas multitudinarias, que aunque épicas, son solo una parte de lo que ha sucedido.
Debemos discutir en cada generación el sentido y legitimidad de la violencia, porque no es cierto que lo que se calla se mata. Por el contrario, lo que se calla permanece.
Lo que nos lleva a este punto, en parte, es la ausencia de esta discusión en nuestro sistema educativo por más de 40 años. Cuando pensamos que todos estábamos de acuerdo, hoy de pronto nos encontramos discutiendo respecto a la legitimidad de la violencia de Estado, al uso excesivo, injustificado y clasista de la fuerza policial y militar, en el mantenimiento del orden público.
“El Estado, que tiene enormes recursos a su disposición financiados por los ciudadanos, los implementa discriminando entre ciudadanos con derechos que cuentan con su confianza y otros a quienes se les desconocen sus derechos (y más aún se atenta contra ellos) en razón de su ideología, su etnia, género u otra condición”.
Donde deberíamos encontrar reglas comunes para razonar, profundamente arraigadas no solo en nuestra historia reciente, sino en la historia del siglo XX, encontramos una brecha: unos piensan con una lógica (el rol del Estado como garante de los derechos de las personas), mientras otros piensan con otras reglas de pensamiento (violencia de Estado como forma legítima de mantener orden público cuando las demandas sociales atentan contra la propiedad y los derechos de otros).
Lo mismo sucede con el valor otorgado a la destrucción, a los saqueos e incendios, y a la lucha civil armada, como legítimo medio de expresión de la rabia y como medios para la consecución de cambios políticos.Mientras unos piensan la legitimidad basada en la ética de la expresión totalizante de la propia emoción; otros la piensan basada en la utilidad política real de estas medidas versus su costo, y/o bajo al valor de la diversidad y diferencia, y su articulación como modelo de lo social.
Es decir, mientras unos piensan que luchar destruyendo, incendiando y arriesgando incluso la propia vida es un medio legítimo y efectivo de lucha social, y cualquier otra manera de pensar sería estar al servicio de privilegios; otros piensan que totalitarismo proto-fasista, es decir, el reconocimiento, legitimación y expresión totalizante de la propia visión y emoción como única posible, por justa que sea, es poco estratégico y conducente a distintos tipos de ejercicio del poder que privilegian la subordinación de las mayorías a liderazgos carismáticos.
Lo cierto es que hoy la violencia social parece salir victoriosa, cuando probablemente nos puso a un borde de perder una vez más la democracia; y la violencia del Estado pareciera ser la única salida para un estallido social que aparece como extrema pérdida del orden público, y que ponen en jaque las jerarquías de los deberes del estado.
Por eso hoy más que nunca es un deber discutir y pensar acerca la violencia en la vida política para desarrollar y legitimar acuerdos, generación tras generación.
“Bajo la idea de que el pueblo no necesita pensar, sino civilizarse, no solo hemos enseñado la historia y, más recientemente, los Derechos Humanos, como dogmas, sino que hemos organizado toda la enseñanza de una manera autoritaria, sin poner el ejercicio del pensamiento y deliberación, honesta y decididamente como un ideal educativo”.
Nuestra historia reciente nos permite tener claves para contar con reglas de pensamiento compartidas. Por una parte, la violación sistemática a los Derechos Humanos por parte del Estado no es un tipo más de violencia, pues como hemos aprendido con horror, se trata de una violencia con una asimetría constitutiva.
El Estado que tiene enormes recursos a disposición financiados por los ciudadanos para protegerlos, los implementan discriminando entre ciudadanos con derechos que cuentan con su confianza para justamente ser garantes del cumplimiento de sus derechos, y otros a quienes se les desconocen sus derechos (y más aún se atenta contra ellos) en razón de su ideología, su etnia, género u otra condición.
Este tipo de violencia ha ocurrido en Chile desde los inicios de la República, pero ha tenido versiones suficientemente graves como para que entendamos de una vez por todas sus efectos y gravedad. Por otra parte, nuestra historia muestra que la vía ‘armada’ y la destrucción total de instituciones y propiedad ante la rigidez de las estructuras del poder es una vía altamente riesgosa para la democracia. Las experiencias internacionales han demostrado su escasa eficacia, su alto costo en vidas y su frágil legitimidad ética ante las necesidades de liberación de las mayorías oprimidas.
La brecha de pensamiento descrita no es casual, al menos en Chile. Es producto de políticas públicas y decisiones curriculares por una mirada autoritaria y elitista de la educación que tienen su origen en los debates del siglo XIX respecto a la educación pública.
Bajo la idea de que el pueblo no necesita pensar, sino civilizarse, no solo hemos enseñado la historia y, más recientemente, los Derechos Humanos, como dogmas, sino que, como muestran investigadores en educación, hemos organizado toda la enseñanza de una manera autoritaria y transmisiva, restringida actualmente por un sistema educativo segregado, excluyente e injusto (tal como lo muestran distintas investigaciones en educación), y un feroz sistema de rendición de cuentas, sin poner el ejercicio del pensamiento y deliberación, honesta y decididamente como un ideal educativo. No solo se ha usado la fuerza del Estado para limpiar el sistema educativo de pensamiento (por ejemplo, con la represión de 1928 y 1973), sino la política para bloquear todo intento de transformar las escuelas en centro de pensamiento. Con la idea de defender (o proteger) a la elite del despertar del pueblo, y a espaldas de la evidencia científica incluso producida en Chile, se promueve una educación para creer y aceptar (o rechazar), pero no para pensar.
“Hoy, ad portas de una discusión constitucional profunda, necesitamos visualizar una educación para la vida social y política. Se debe dejar de temer al pensamiento, más bien se debe abrazar el ejercicio del pensamiento como un bien público y ponerla al servicio de discutir los temas difíciles, aquellos donde distintos principios chocan de manera casi irreconciliable, para construir una lógica compartida”.
El resultado es la desintegración lógica que, en situaciones de alta complejidad y a falta de instituciones políticas capaces de encauzar las demandas de la ciudadanía, deja a la democracia en una situación inestable y riesgosa.
Una de las consecuencias de la forma como hemos abordado nuestro pasado conflictivo – sin suficiente investigación y deliberación- ha sido la reproducción de la polarización de los conflictos fomentando la identificación emocional y afectiva con determinadas posiciones sin verificarlas y sin vincularlas a un horizonte político común. El futuro político de nuestra democracia requiere reconocer lo que compartimos como bienes comunes en nuestra convivencia; diferenciar nuestras visiones y diferencias y los valores que las sostienen; reconocer la legitimidad de la diversidad y de las emociones como parte de una realidad que habitamos y que a la vez nos constituye. Pero este saber implica, al mismo tiempo, un compromiso por la vida y la dignidad de todos.
Hoy, ad portas de una discusión constitucional profunda, necesitamos visualizar una educación para la vida social y política. Se debe dejar de temer al pensamiento, más bien se debe abrazar el ejercicio del pensamiento como un bien público y ponerla al servicio de discutir los temas difíciles, aquellos donde distintos principios chocan de manera casi irreconciliable, para construir una lógica compartida. Esto no quiere decir que se trate de educar para sentir meramente. Educar para el desarrollo socio-emocional como si esto fuera una cuestión de regulación individual de las emociones. Se debe pensar y deliberar acerca de los fundamentos del Estado y la democracia, y la violencia es una pieza importante. Más aún, una educación para la democracia no es una educación que establece la enseñanza autoritaria de las ciencias, historia y matemáticas y, por otro lado, se preocupa por desarrollar empatía y resolución de conflictos. Una educación para la democracia debe enseñar todas las disciplinas y contenido a través del pensamiento, argumentación y deliberación, de manera de crear y recrear las lógicas que organizan nuestra cultura una y otra vez, para prevenir su simple rechazo en tanto dogmas.
La evidencia científica muestra que una enseñanza para la democracia es una enseñanza deliberativa, que entrega competencias académicas y políticas, a la vez de desarrollar reglas compartidas para articular nuestras diferencias. Una enseñanza para la democracia debe cuestionar el autoritarismo no solo para el control de la conducta de estudiantes, sino para la construcción de conocimiento.
Llegó el momento de entender que el sistema educativo que tenemos no sirve para sostener la sociedad a la que la mayoría de nosotros aspira
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