José Joaquín Brunner: Tribulaciones sobre el espacio publico y la deliberación democrática
La manifestación de una suerte de populismo virtual a nivel del espacio público —donde todo vale, pues sería expresión de los auténticos sentimientos de las masas— crea a ratos una atmósfera asfixiante de irracionalismo político y transforma la deliberación en un vulgar intercambio de denuestos. Crea la imagen de que la comunicación se democratiza cuando en realidad se degrada, convirtiéndose en una explosión de minúsculas batallas y gesticulaciones verbales que proyectan solo un espejismo de participación popular en la conversación de la polis. En este enrarecido ambiente, la democracia se debilita.
El espacio público, aquel donde los ciudadanos y sus agrupaciones se comunican sobre temas de interés común, ha experimentado profundos cambios durante los últimos cincuenta años.
Formado a partir de la conversación social entre los habitantes de las principales ciudades europeas del siglo XIX —en los cafés y los salones burgueses, en torno a las actividades del teatro y literarias, entre lectores de la prensa política y de boletines comerciales, en las universidades y academias de la época, en los alrededores de las sedes del gobierno y el parlamento— proporcionó el soporte para el uso público de la razón y la creación de un mercado de ideas e ideologías, elementos esenciales de la cultura democrática. Y se desarrolló junto con esta última.
I
En Chile, hasta mediados del siglo pasado, fue esencialmente un espacio público de la “gente educada”, aquella dotada de capital económico, social y cultural, con al menos educación secundaria, lectores de diarios y enciclopedias, miembros de la República de las Letras, círculos de profesionales y estudiantes universitarios; tardío remedo del espacio público europeo.
A partir de los años 1960 se abre en varias direcciones; se amplía, democratiza y populariza. Se vuelve más cosmopolita y masivo y desplaza su centro de gravedad desde una visión europea del mundo (la clase cultural afrancesada) hacia los modelos americanos: norteamericano en el caso de la emergente burguesía industrial y comercial y la clase media de la época por un lado y, por el otro, latinoamericano entre los sectores progresistas y estudiantiles. Es la Revolución en Libertad con su mezcla de elementos de la Alianza para el Progreso, revolución cubana, teología de la liberación y teorías (sociológicas) de la modernización e integración social. El espacio público cambia de naturaleza; se politiza, radicalizan los lenguajes, modifican los imaginarios (el boom de la literatura latinoamericana y las generaciones del ’68 de la contracultura global) y se vive en Chile una intensificación de la lucha de clases, en el más estricto sentido marxiano.
Entre el final de esa primera revolución (en Libertad y de dislocación de las expectativas y los lenguajes) y el inicio de la segunda revolución (socialista, de masas populares y alineamiento dentro de los parámetros de la Guerra Fría y el movimiento tercer mundista), nuestro espacio público se carga de electricidad como el cielo antes de la tormenta. Los límites de lo posible parecen expandirse hasta el infinito. No hay más límites que la propia voluntad y la decisión de cambiar el mundo. La discusión política e ideológica —tensa y crispada— penetra la sociedad civil y se extiende por todas partes: familias y colegios, fábricas e iglesias, parroquias y campos, calles y directorios. Todos comienzan a sentirse amenazados, unos respecto de los otros y viceversa: en sus libertades y expectativas, propiedad y seguridades, tradiciones y utopías, deseos y derechos.
II
El golpe cívico-militar del ‘73 pone fin al espacio público democrático tal como había venido desarrollándose desde mediados del siglo XX. La sociedad civil pasa a ser estrictamente vigilada y reprimida y la razón pública es expulsada de la esfera deliberativa. El debate ideológico se clausura y pasa a ser monopolizado directamente por la burocracia en el poder, con sus vertientes de seguridad nacional y de mercados neoliberales, ambos bajo un común designio autoritario (antidemocrático, iliberal y contrario a los DDHH).
Luego, a partir de los años 1990, junto con la transición/recuperación de la democracia, vuelve a institucionalizarse un espacio público deliberativo que ahora convive con una economía y una sociedad menos estamentales y más abiertas a la socierdad civil y los mercados; de ciudadanos y consumidores confundidos en una misma figura; donde la esfera política se comprime en función de una creciente individuación de la vida colectiva; y en el cual la comunicación sobre lo común cede ante la preocupación por lo local, los intereses compartidos, las identidades de grupo, el pluralismo de los valores y la fragmentación de las diversidades.
Se crea así un espacio público movilizado paradojalmente por motivos privados, intercambios autónomos, comunicación masiva, consumo de bienes tangibles e intangibles y circulación de opiniones, donde prevalece la delegación de las decisiones políticas en los órganos del Estado y la búsqueda de acuerdos y el cultivo de consensos en la sociedad civil. La deliberación queda circunscrita a los órganos representativos y la comunicación política se ve reducida progresivamente a la opinión pública encuestada. La República de las Letras y el mercado de las ideas son sustituidos por una competencia democrática entre élites caracterizadas por una baja intensidad ideológica, comprometidas —ante todo— con la civilidad frente al recuerdo de la barbarie y el temor a su rtetorno. La sociedad civil, entre tanto, se entrega dedicadamente al trabajo, a la educación de los hijos, al crédito ya la masificación del consumo.
III
Últimamente el espacio público ha entrado nuevamente en movimiento. Éste se expresa como un cambio de tono y de clima político, una crispación en las formas, un abandono de la voluntad de acuerdos, una gradual intensificación de la lucha ideológica y política, una pérdida de confianza (masiva) en las instituciones centrales del Estado y de la sociedad, cuestionamientos más agudos del status quo, mayor preocupación por el futuro del país, sensación (a veces difusa) de que hay riesgos en aumento y que éstos amenazan la seguridad, la economía, la estabilidad, el crecimiento, la paz, el medio ambiente, los derechos individuales, la privacidad, etc.
Tales sensaciones no parecen descaminadas ni son exageradas si se atiende a las dinámicas globales que afectan a nuestra sociedad. En efecto, éstas se perciben como amenazantes para la naturaleza, el trabajo, los Estados nacionales, las culturas locales, el orden internacional, las jerarquías, la confianza en los demás y el futuro como horizonte de progreso. Luego, los parámetros fundamentales de la vida en común y de la autocomprensión individual parecen haber ingresado en una zona de turbulencias. Y el espacio público registra y refleja estas circunstancias, tornándose desconfiado él también, inseguro, alarmado, atemorizado, incierto. Esto en cuanto al clima de época y al contexto global en que se desenvuelve la esfera deliberativa de nuestra sociedad.
Su situación político-cultural “en casa” agrega una serie de factores endógenos que contribuyen a caracterizar la vida pública de la nación.
Como hemos dicho en columnas anteriores, hay escasa conducción de la agenda política por parte del gobierno. Se van instalando sucesiva y desordenadamente temas y asuntos, iniciativas y propuestas, proyectos y medidas, que luego desaparecen o pasan a segundo plano, sin lograr retener la atención de la gente o los medios de comunicación. Basta mirar lo ocurrido durante las últimas semanas: disputa de la ministra vocera con el PS, breve reaparición de la reforma tributaria, intermitente discusión del sistema de pensiones, sustitución de la iniciativa de flexibilización laboral por la sorpresiva idea presidencial de reducir la jornada de trabajo a 40 horas, esporádicas reapariciones de la Araucanía en el horizonte de las políticas de seguridad, insistencia en que la economía navega en medio de mercados turbulentos e pur si muove, viajes del presidente al exterior y, desde allí, el levantamiento de una nueva bandera, la del calentamiento global con vistas a la COP 25. Incluso, se lanza la idea de un liderazgo internacional chileno, sugerencia a todas luces exagerada.
Nuestro espacio público —que frecuentemente se satura con pocos contenidos— no logra absorber esta cantidad de estímulos. Lleva a desordenar la agenda y desperfila la acción gubernamental. Dificulta las negociaciones políticas y crea la imagen de una cierta incoherencia comunicacional. El presiente y sus ministros se desdibujan ante la opinión pública encuestada. La deliberación pública pierde su efectividad y genera frutraciones y reacciones negativas en la sociedad civil.
Por su parte, la oposición —en la variedad de sus partidos, coaliciones y figuras— tampoco ofrece una agenda alternativa. Carece de liderazgos orientadores, de una plataforma común, un pasado compartido, un proyecto de futuro, de propuestas interesantes, un discurso bien perfilado y de una identidad relativamente integrada. Su único recurso de unidad es cerrar filas frente al gobierno y bloquear el despliegue de sus iniciativas y propuestas junto con debilitar al equipo ministerial.
Solo esto explica, por ejemplo, la insistencia en la acusación constitucional contra la ministra de Educación, cuya debilidad jurídica se ha hecho patente en la esfera deliberativa y cuyo carácter puramente vindicativo le resta legitimidad, aunque eventualmente pueda imponerse en el parlamento (escribo antes del pronunciamiento de la Cámara de Diputados).
La dirigencia política, especialmente del PS que ha encabezado el aspecto vindicativo de la acusación, no sale bien parada de esta riña. Tampoco los dirigentes del Frente Amplio que optaron por confundir su juvenil imagen de renovación política con las viejas malas prácticas (mañas) de los partidos de la ex Nueva Mayoría, actuando con el mismo desdén por las reglas. De modo que en vez de aprovechar el espacio público para deliberar sobre la política educacional y los múltiples desafíos que ésta enfrenta, la oposición ha preferido personalizar el debate y forzar —si posible— la salida de la ministra. Es un típico acto de revancha política que usa tácticamente el espacio público, degradándolo en consecuencia.
Por último, este espacio se ve afectado él mismo por transformaciones en su base tecnológico-cultural, modos de funcionamiento y en el comportamiento de los actores que allí se desenvuelven, como son la inefectividad-de-agenda del gobierno y el tacticismo cínico de la oposición a la hora de torcer las reglas del juego con meros propósitos de unificación de sus integrantes.
Qué duda cabe, la aparición de las redes sociales junto con el cambio de roles de los medios tradicionales de comunicación —radio, TV y prensa— modifican el funcionamiento de aquel espacio deliberativo. Los medios tradicionales pierden parcialmente el control y la capacidad de contextualizar los temas de la agenda comunicacional; se amplía la base generadora de información política y los canales para su transmisión, incluyendo la producción de fake news; y los públicos se amplían y fragementan en numerosos circuitos dando voz a quienes hasta ayer se hallaban excluidos, entre ellos a quienes prefieren el insulto sobre las ideas, la corrección política sobre la crítica, las teorías conspirativas sobre las explicaciones racionales y la denigración de los interlocutores antes que el análisis de sus enunciados.
Estas manifestaciones de una suerte de populismo virtual a nivel del espacio público —donde todo vale pues sería expresión de los auténticos sentimientos de las masas— crea a ratos una atmósfera asfixiante de irracionalismo político y transforma la deliberación en un vulgar intercambio de denuestos. Crea la imagen de que la comunicación se democratiza cuando en realidad se degrada, convirtiéndose en una explosión de minúsculas batallas y gesticulaciones verbales que proyectan solo un espejismo de participación popular en la conversación de la polis.
En este enrarecido ambiente, la democracia se debilita. La esfera de las ideas retrocede; los partidos abandonan su rol orientador y buscan sintonizar con las (nuevas) bases, léase las redes sociales; los medios tradicionales de comunicación pierden el monopolio sobre la función editorial y se convierten en otro competidor más por la (fugaz) atención de los públicos; las encuestas emergen como el principal dispositivo de ordenación de las opiniones, a las cuales miden y a la vez alimentan en un continuo ejercicio de aritmética política.
En suma, en apenas medio siglo, el espacio público en que nos movemos y formamos nuestras ideas y sentimientos políticos ha experimentado importantes transformaciones y se encuentra hoy, además, en una verdadera mutación de base tecnológico-cultural. La pregunta es si este nuevo espacio público emergente podrá ser incorporado dentro de las reglas, los límites y la institucionalidad de una democraciacia liberal o si acaso dará origen a nuevas formas de cultura política. Una cultura política más inclinada hacia fenómenos autoritarios, populistas, dogmáticos, iliberales, carismáticos, emotivos e irracionales propios de colectivos que han agotado su capacidad de autogobernarse civilizadamente y prefieren por ende someterse a nuevos profetas y caudillos. He ahí la encrucijada que empieza a perfilarse.
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