Recuperar el orden democrático
Cualquier análisis de la situación obliga a hacer una serie de distinciones; de lo contrario, uno arriesga aumentar la confusión.
Lo primero, que no se dice suficientemente, es que aquí se produjo un retroceso democrático. La calle se tomó la política; la violencia secuestró la calle. El estado de emergencia vino a ratificar que se había interrumpido el business as usual; la continuidad de las actividades cotidiana de la polis.
No es un suceso que irrumpió como tormenta eléctrica en un día claro. Venía gestándose desde hace rato. ¿Dónde? En la crispación del lenguaje político; la sustitución de los acuerdos por la confrontación; en la aparición de protestas disruptivas; en la violencia dentro de liceos emblemáticos y universidades; en los territorios capturados por el narco ; en la gradual pero extensa erosión de la confianza y la legitimidad de las instituciones públicas; en la falta de reconocimientode la política y los políticos; en la sensación de invisibilidad que la gente siente de sus necesidades; en el quebrantamiento del monopolio estatal de la fuerza y en la corrosiva pérdida de reputación, efectividad y autoconfianza de Carabineros de Chile.
En cambio, la onda expansiva del estallido se extendió rápidamente por la sociedad. Avanzó como una ola de violencia de creciente intensidad desde la evasión del pago del Metro hacia la paralización selectiva de sus estaciones, luego hacia su completa destrucción para extenderse después al saqueo y pillaje de supermercados y tiendas, el incendio de edificios y asonadas en diversos puntos de las principales ciudades del país.
Esta parte corre por cuenta de grupos de tipo enjambre—individuos, jóvenes principalmente, comunicados a través de la red o del oportunismo de las situaciones, con ideologías antisistema e ilusiones anárquicas, sin una voz coherente ni liderazgos, a veces lumpen delictual—que se manifiestan por medio de la violencia destructiva. Sus ataques se dirigen hacia puntos vulnerables y simbólicos, como el transporte y el comercio, buscando el máximo efecto destructor. Liberados momentáneamente de toda inhibición instintiva, escenifican el pillaje y el saqueo con el resultado de infundir pánico. Para esto cuentan con la poderosa amplificación de los canales de televisión y las redes sociales, los que proporcionan a la sociedad el espectáculo 24×7 de su propia destrucción.
Un siguiente plano distintivo lo ocupa el discurso sintomático de los malestares. Cumple varias funciones. Sirve como “explicación” de lo ocurrido: tal acumulación de malestares—término mágico a esta altura— inevitablemente tenía que estallar. Nadie explica, en cambio, qué relación existe entre un índice de Gini 0.47 (desigual distribución del ingreso) y el asalto y destrucción de la estación San Pablo del Metro. Enseguida, sirve también como justificación: tan “violentos” son los agobios impuestos por el “sistema” (neoliberal) que lo ocurrido sería esperable, casi normal. Por último, sirve como coartada para transformar la ilegalidad en un valor; desobediencia civil, dijo el Secretario General del PC para referirse a las evasiones masivas en el Metro.
Finalmente, en otro plano, interrelacionado con los anteriores, se mueve la política. Como pudo preverse, nuestro sector dirigente—a uno y otro lado del espectro ideológico—y el estamento mediático opinante, inmediatamente validaron la narrativa del estallido social por acumulación de malestares.
Este relato facilita identificar culpables (las élites, la tecnocracia, los empresarios, el “modelo”, etc.); sortear el retroceso democrático (la parte más difícil de reparar); olvidar que venimos saliendo de un cuatrienio de reformas y medidas proequidad (que a todas luces no dieron resultado), y desplegar un nuevo ciclo de políticas estatales correctivas, compensadoras y reparadoras.
En este punto nos encontramos. Ante la oferta de un pacto social mientras la calle aun se agita y el Estado de derecho todavía no logra imponer la ley.
Nada asegura que el camino elegido conduzca a reforzar la gobernabilidad del país. Los riesgos son claros y evidentes. El gobierno no partió por robustecer su consistencia interna y el liderazgo presidencial. Tampoco priorizó un pacto político para fortalecer el orden democrático. La violencia sigue presente y lleva a cuestionar el estado de emergencia que por sí genera críticas antirepresivas. El pacto social podría alimentar expectativas exageradas y frustrarlas de inmediato. Las insuficiencias de gestión política y comunicacional del gobierno fomentan la confusión. Y las tensiones y vacilaciones al interior de la oposición impiden que ésta, sin cambios en su conducción, pueda contribuir a una salida.
Mucho dependerá, por tanto, de cómo evolucione la protesta en la calle y la violencia de los grupos desbocados. Según un renombrado analista de nuestra época, Byung-Chul Han, “las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son apropiadas para configurar el discurso público […]. Para esto son demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas”.
Está por verse si su observación es correcta y vale también para Chile. De no ser así, todo el peso recaerá sobre las actuales capacidades de gobernabilidad democrática. Si también éstas fallan, nos esperan tiempos agitados
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