José Joaquín Brunner: Democracia, violencia y perspectivas futuras
El retroceso de la democracia obedece a razones que no son puramente coyunturales. Más bien, se sitúa en el plano de la larga duración de los historiadores. Tiene que ver con la hipercomplejidad de las sociedades contemporáneas, los vertiginosos cambios tecnológicos y culturales, la continua creación destructiva que desenencadena el capitalismo schumpeteriano, la globalización de los mercados, la rápida pérdida de soberanía de los Estados nacionales y las radicales diferencias en el acceso al poder, la influencia y el status.
Lo que puede, en consecuencia, atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en el que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.
Thomas Hobbes, Leviathan, cap. 13 (1651)
Lo más notorio de la actual coyuntura es el quiebre con las prácticas democráticas y el cambio en las tácticas de protesta. Frente a la violencia, necesariamente, la autocomprensión democrática de la sociedad y su organización político-institucional, retroceden. Se extiende el uso de la fuerza; los procedimientos fácticos se toman las calles. El comercio da paso al saqueo. La urbanidad, al insulto.
Según los estudiosos, la protesta —como pudo observarse estos días en Chile— cubre un amplio rango de condudctas y actividades. Desde protestas “contenidas” (no-confrontacionales), habitualmente pacíficas, relativamente ordenadas, que operan dentro del marco de los derechos democráticos, hasta sus modalidades “transgresoras” (o confrontacionales). Éstas buscan interrumpir las rutinas cotidianas de la población y las autoridades, son ilegales o semilegales, y en ocasiones se tornan físicamente violentas y destructivas, según muestran los escombros en la ciudad y la televisión.
Cambio de marea
A nivel mundial asistimos a una despedida de la democracia tal cual la hemos conocido, con sus evoluciones y retrocesos, desde la segunda posguerra hace 75 años.
Está a la vista que la democracia se halla en retirada o, por lo menos, que experimenta un repliegue. En cualquier caso, en muy diversos países y por muy diferentes motivos, aparece debilitada: Argentina, Brasil, Colombia, Estados Unidos, Federación Rusa, Francia, Hong Kong, Hungría, India, Inglaterra, Nicaragua, Polonia, Serbia, Turquía, Uganda, Venezuela.
El estudio Freedom in the World 2019 registra un declive de las libertades políticas y civiles ya por 13 años consecutivos, de 2005 a 2018. Quizá el caso más alarmante sea el de los EE.UU. bajo Trump, por la explosiva mezcla de irresponsabilidad geopolítica global, guerras comerciales, erosión político-cultural del bloque occidental y, en lo interno, por el autoritarismo presidencial, un gobierno plutocrático y demagógico, un poder que desprecia las formas y convenciones democráticas. Al amparo de esta constelación ha ido desarrollándose una ideología carismático-autoritaria; nacionalista y de primacía de la Realpolitik; militarista y agresiva; anti-liberal y contraria a la diversidad y el cosmopolitismo; anti-intelectual y desdeñosa de la academia y las ciencias; desconfiada de la libre expresión, la crítica y la educación.
Al modo propio de sus tradiciones políticas e institucionalidad, América Latina vive procesos similares de retroceso democrático. Proliferan las fórmulas populistas de derecha e izquierda; la inestabilidad de los gobiernos; la desconfianza en las instituciones y una mezcla de corrupción e inseguridad.
Según muestra el Latinobarómetro 2018, el apoyo a la democracia viene declinando de manera sistemática hasta llegar a un 48% este último año. En un indicador de percepción del desempeño de las democrancias nacionales, quienes se declaran insatisfechos aumentan en promedio de un 51% en 2008 a un 71% en 2018. Solo un 19% dentro de la región posee mucha o algo de confianza, en promedio, en el gobierno, el congreso y los partidos políticos.
Chile, por su lado, experimenta hace rato estos mismos fenómenos de declinación democrática, acentuados hoy por la escasa capacidad de la administración Piñera de asegurar gobernabilidad; la metódica desvalorización que sufre el congreso, ante todo por la actitud de sus propios miembros; el decaimiento que, a ratos, se percibe casi como terminal de los partidos, tanto oficialistas como de oposición; la ausencia de una agenda comunicacional del gobierno que ordene el debate público; la crispación del lenguaje político y, en general, unas élites políticas crecientemente confundidas, sobrepasadas y descolocadas ante los problemas que les cabe manejar, pero que a todas lucen las superan.
Todo esto no justifica, sin embargo, mi aseveración de que asistimos al gradual desvanecimiento de la democracia como forma de organizar políticamente las sociedades. Incluso si al cuadro anterior —global, latinoamericano y nacional-local— le inyectamos el factor de la protestas violenta, de común ocurrencia en varios países actualmente. No; el desajuste —entre democracia (liberal, representativa, de derechos e instituciones), economías capitalistas de mercado y sociedades de la información— tiene raíces más profundas que aquellas que quedan al descubierto en los días de furia destructiva.
Corrientes de fondo
Efectivamente, el retroceso de la democracia obedece a razones que no son puramente coyunturales. Más bien, se sitúa en el plano de la larga duración de los historiadores. Tiene que ver con la hipercomplejidad de las sociedades contemporáneas, los vertiginosos cambios tecnológicos y culturales, la continua creación destructiva que desenencadena el capitalismo schumpeteriano, la globalización de los mercados, la rápida pérdida de soberanía de los Estados nacionales y las radicales diferencias en el acceso al poder, la influencia y el status.
La gobernanza democrática (del siglo XX) deja de ser posible por un exceso de demandas, libertades, riesgos, desigualdades, valores, problemas y desafíos; exceso que no logra ser procesado ni administrado por las instituciones tradicionales del Estado democrático con su separación clásica de poderes y su contrato social con la ciudadanía. El insustituible aparato esatal resulta cada vaz más pesado (burocratismo) para hacer frente a la necesaria rapidez y flexibilidad de las decisiones. El contrato estatal con los ciudadanos —seguridad y bienestar a cambio de legitimidad y contribuciones— resulta cada día menos efectivo.
A su turno, los ciudadanos están menos empoderados ahora, al contrario de lo que sostiene la tesis habitual: que, por estar más informados y educados, ellos estarían en condiciones de ejercer una mayor incidencia en la esfera de las decisiones públicas. En cambio, la mayor información y educación solo aumentan la frustración de la ciudadanía al descubrirse incorporados a unos dispositivos de poder cada vez más distantes, ajenos, tecnificados, codificados, despersonalizados e inaccesibles al sentido común.
En seguida, hace rato ya que en América Latina la democracia parece haber perdido la batalla por el corazón y la mente de la gente joven; es decir, por su inteligencia ciudadana y sentimientos republicanos. En Chile, Colombia, México, Perú y República Dominicana, países participantes en el International Civic and Citizenship Education Study (ICCS) 2016, en promedio un 69% de los estudiantes de la enseñanza secundaria se declara de acuerdo con la frase “tener una dictadura podría justificarse cuando trae consigo orden y seguridad”; un 65% con la frase “cuando trae consigo beneficios económicos”. Chile está levemente peor, o sea, por encima del promedio regional. Antes que una racionalidad y unos sentimientos liberales, priman el temor hobbesiano al desorden y las necesidades materiales del empleo y los ingresos.
La democracia misma, en tanto, se erige sobre unas delicadas estructuras de razón y sentimiento, de progreso económico e institucional, de valores seculares y religiosos, de entendimientos explícitos y conocimiento tácito —estructuras espirituales y culturales, si se quiere— como mostró magistralmente en su momento Tocqueville en La Democracia en América. Esas estructuras, y los hábitos que ellas inculcan, solo florecen difícilmente en América Latina, según nos recuerdan vivamente las mejores novelas latinoamericanas sobre caudillos, tiranos, dictadores y patriarcas (Vargas Llosa, Roa Bastos, Carpentier, García Márquez, etc.).
Sobre todo, la democracia supone unas prácticas democráticas: de reconocimiento y aceptación de los otros, de civilidad llevada al extremo, de autolimitación en el uso de la fuerza o el abuso estamental, de renuncia al individualismo egoísta, de responsabilidad con el bien y los bienes públicos, de fraternidad inscrita en reglas y costumbres y así por delante. No depende, por tanto, solo de la Constitución y las leyes, del tráfico político y el conocimiento ideológico, de la existencia de partidos y la libertad de opinión. Todo esto va de suyo.
Pero la democracia necesita estar presente, además y en primer lugar, en los intersticios de la sociedad y expresarse como civismo, urbanidad, cortesía, cuidado, cooperación, atención, apoyo, respeto, etc., conductas que hoy suelen darse por retrógradas, pequeño burguesas, obsoletas o meramente formales; parte de una retórica, una estética y un estilo de vida que no serían compatibles ya con las distinciones (estamentales) y las dominaciones (de clase) que las deconstrucciones posmodernas se encargarn de revelar y desnudar.
Por último, la democracia de las prácticas y los intersticios se sostiene subre una conciencia plural de valores, ideas e ideales formada en la familia, el colegio, las instituciuones de educación superior y reproducida a través de los medios de información y comunicación, las redes sociales (digitales y asociativas de la sociedad civil) y el espacio público deliberativo. Es allí, en la conciencia de las personas —niños y adultos— y en el ejercicio autónomo de sus conductas y opiniones que la democracia asienta su hegemonía o comienza a perderla y a desmoronarse, a medida que retrocede en el lenguaje y en las interacciones civiles, en los canales institucionales y las manifestaciones de acuerdos y desacuerdos, y en los comportamientos de protesta.
No resulta difícil concluir que estos últimos días hemos asistido a un retroceso de la democracia en todos los planos indicados: desde las macroestructuras de la política y el Estado hasta las microestructuras de la conciencia personal y las prácticas democráticas.
De la protesta a la violencia
La protesta forma parte consustancial de la democracia moderna. De hecho, puede decirse que este modo de organizar políticamente la sociedad tuvo como una de sus razones de ser el dar curso a la protesta institucionalizada como una forma autocorrectiva de la acción colectiva. Por eso mismo, una parte de la vitalidad de la democracia ha tenido que ver, históricamente, con la posibilidad de la protesta; allí reside una clave de su capacidad de renovarse e innovar.
En el otro extremo, los regímenes dictatoriales —de cualquier signo— mostraron a lo largo del siglo XX una particular dificultad para cambiar, administrar conflictos, transmitir el poder entre incumbentes y sucesores y mantenerse alertas en relación con las transformaciones que experimenta la sociedad civil. En buena medida ese conservantismo y anquilosamente se debió —en la URSS, en Cuba o en las dictaduras nazi y de Pinochet— a la prohibición que esos regímenes imponían a la protesta “contenida”, pacífica y relativamente ordenada.
Algo completamente distinto es lo que ocurre últimamente, desde las chaquetas amarillas en Francia a las manifestaciones autonomistas en Cataluña a los habitantes de Hong Kong y a los fatídicos (desgraciados e inevitables) días de protesta violenta vividos en Santiago y otras ciudades del país. Estas son protestas transgresoras que interrumpen el normal funciamiento democrático —de las gentes, comunidades, el comercio, las instituciones y las autoridades; de la sociedad civil y el Estado— echando mano a medios violentos y favoreciendo conductas contrarias a la ley. Por muchas horas al día, varios días, Santiago quedó entregado a su suerte; al pillaje, el saqueo y la asonada, a las hogueras y la destrucción de estaciones y paraderos, al enfrentamiento con carabineros y entre ciudadanos agredidos y agresores.
Seguramente no faltaron quienes recordaron sus lecturas sobre la revolución francesa; en particular aquel pasaje de A. Soubul, donde describe que al final del invierno de 1793-94, el cuadro se agravó bruscamente; “la situación en París empeoró; pareció probable una explosión popular. Al sumarse la crisis política y el malestar social estallaron las contradicciones del sistema…”
¿Acaso nuestro 18 de octubre no fue un momento (revolucionario) similar a aquel otro? Por cierto que no; no hay comparación posible.
La protesta de los días pasados no forma parte de un proceso revolucionario ascendente, sino de una trayectoria de manifestaciones de violencia —habitualmente juvenil/estudiantil y juvenil/poblacional, que algunos comentaristas identifican con “lumpen” — cuyas expresiones más típicas han sido los encapuchados incrustados en las manifestaciones de protesta legal, los mamelucos blancos en algunos liceos y personas o grupos anarquistas que realizan acciones de corte ilegal de diversa intensidad, desde el llamado de los estudiantes secundarios a “evadir, no pagar, otra forma de luchar”, antecedente inmediato del 18 de octubre, hasta el ataque a las estaciones del Metro.
Se trata de una trayectoria violentista autopropulsada, sin una aparente estrategia o planificación, no impulsada por un comando coordinador, sin liderazgos orgánicos visibles, sin una plataforma reivindicativa tradicional, sustentada comunicacionalmente sobre las redes sociales, dispersa, móvil, sin propósito o deseo de interlocución. Pertenece más al mundo de la anomia y el terror que al de las organizaciones revolucionarias; al de las muchedumbres más que al de las vanguardias.
De la violencia al malestar
La pregunta que sigue entonces es: ¿cómo un movimiento de tipo enjambre, espontáneo, disperso e inicialmente de evasión masiva del pago del Metro pudo alcanzar el impacto que visiblemente ha tenido?
La versión de un comentarista favorable al movimiento en curso, pero compartida por la mayoría de los analistas del progresismo es que, “pasando las horas, esta demanda se agrupó en un gran malestar, descontento e indignación por varias situaciones de injusticia social que han sido expresadas en la ciudad. Tan solo fue un espejo urbano y territorial de las injusticias sociales existentes”. O bien, según señala otro columnista en un diario electrónico, se trata de “una protesta contra todo. Contra el alza del transporte, pero también por las inmensas distancias que recorren los pobres para llegar a un trabajo y recibir un salario de mierda. Es contra la colusión de precios de los dueños de farmacias que esquilman a los enfermos y contra la Papelera de los Matte que, sin escrúpulos, se colude para elevar los precios de los pañales para niños. Es contra los peajes de las carreteras que suben de precio todos los años. Es contra la agresión de las compañías de electricidad, agua y teléfonos, con cobros abusivos y acoso a los consumidores”. Y, así por delante, sigue un extenso listado de agravios que, a esta altura, forman parte de lo que podría llamarse una sociología espontánea de los malestares que opera como sentido común explicativo.
Desde el primer momento del reventón del 18 de octubre la prensa, las pantallas y las redes —y luego también las conversaciones de la polis— han adoptado este mismo enfoque explicativo.
Visto como estrategia discursiva, este enfoque permite vincular violencia, inevitablemente minoritaria en su activación, con una plataforma amplia de disgustos, agravios, daños, humillaciones —en pocas palabras, lucha de clases— otorgándole a aquella una justificación que puede ser compartida intersubjetivamente como fuente de legitimidad. Adicionalmente, facilita otros recursos retóricos, como el empleado por el secretario general del PC, al calificar de “desobediencia civil” a unas acciones situadas claramente en un zona de protesta ilegal, disruptiva y violenta.
Con todo, no por ultra-repetida desde la noche del 18, la tesis de la violencia como explosión de malestares —producida por el modelo (capitalista) de desarrollo y las políticas (neoliberales) de los gobiernos— resulta lógica o satisfactoria. ¿Por qué la explosión de malestares habría ocurrido precisamente ahora? (La respuesta de la chispa o del vaso de agua son claramente insuficientes). ¿Y por qué irrumpe con tan inusitada violencia? Y si en vez de los malestares sociológicos se tratase de aquellos que Freud estudió como un “malestar en la cultura”, aquel que en lo hondo de cada quien se rebela contra el sacrificio de los instintos y por eso —agregamos nosotros— opta episódicamente por la fuerza bruta y en contra de la cultra democrática? Y, a su vez, si esa violencia —que alguna relación pareciera tener con la intoxicación— no pertenece a la racionalidad revolucionaria o de la insurrección de los grupos más pobres, ¿qué representa, entonces, y cómo puede ser procesada y administrada por el sistema, si sus causas se hunden en la psicología de masas liberadas de la represión de los impulsos hostiles?
Futuros escenarios
Como sea, una democracia de suyo debilitada por motivos coyunturales y sobre todo de fondo, según vimos antes, se ve enfrentada ahora a una intensificación de las demandas en dos aspectos claves: orden y seguridad frente al temor por la violencia hobbesiana, por un lado y, por el otro, beneficios económicos frente a las estrecheces y miserias de la vida cotidiana, beneficios que probablemente se verán constreñidos a mediano plazo (por el deterioro de factores internacionales y del clima interno de negocios y consumo).
En esta perspectiva, ambas demandas confluirán en el próximo futuro hacia una exigencia fuerte de gobernabilidad; es decir, una suerte de Leviatán con un claro diseño de autoridad (o autoritario derechamente) que actúe benevolentemente (incluso con cierto populismo) en la generación y distribución de beneficios económicos. Entre los derechos establecidos por TH Marshall, la preferencia irá reduciéndose progresivamente a los derechos sociales, sin importar el costo en derechos civiles y políticos.
Hacia el futuro, esta es la temible proyección de aquella conciencia juvenil no-democrática registrada por el examen internacional mencionado más arriba. Ella late también tras el velo de quienes en las encuestras de opinión se declaran ajenos a la política, no se ubican en el espectro partidista-ideológico, se hallan alienados de las instituciones y mecanismos democráticos, reclaman masivamente orden y seguridad y demandan servicios sociales y oportunidades económicas. Es la sombra, a la vuelta de la esquina, del gobernante autoritario que, tras la explosión de expectativas y de desórdenes, viene a recuperar el orden y a reestablecer la disciplina y la vigilancia sobre una sociedad sin espacio para protestas, a la que se promete mayor bienestar a cambio de obediencia. Mi generación debiera estar precavida respecto de esa promesa.
En el ángulo opuesto se encuentra uno con la perspectiva de la ruptura democrática que, larvada e incluso confusamente, se manifiesta en círculos de la izquierda alternativa (ultra izquierda se decía antes), aquella radicalmente antisistema, pero también en círculos de la izquierda institucionalizada que coquetea con la protesta violenta y la justifica, pensando con Martí que “es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz».
En efecto, esos grupos postulan que la violencia sería nada más un reflejo de las estructuras opresivas de la sociedad bajo un modelo neoliberal de políticas de desarrollo y, por tanto, podría entenderse como desobediencia civil y aceptarse como cualquiera otra forma de lucha del pueblo. Sin apelar a la autoridad de la revolución, que por ahora se encuentra erradicada del vocabulario de estas izquierdas, la ruptura democrática propone llevar la lucha a un enfrentamiento entre élites (el establishment, incluida la social democracia, el socialismo y el comunismo nostálgico) y el pueblo (incluidas las clases medias empobrecidas por el neoliberalismo).
Idealmente, se trata del pueblo movilizado tras un líder y un programa de transformación del Estado y la sociedad, teniendo como modelo al peronismo tradicional y nuevo, el chavismo/madurismo y su proyecto de socialismo del siglo 21 o el reformismo radical de la ideología del “buen vivir” de Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. Este populismo de izquierda, según indica una de sus principales inspiradoras intelectuales, reconoce “la necesidad de una estrategia de ‘reformismo radical’, que dice que sí es posible cambiar las cosas sin poner en entredicho el sistema de manera revolucionaria y que sí se pueden ofrecer alternativas a la globalización neoliberal”.
En un escenario postprotesta y para los años que vienen, se abre aquí ante las izquierdas alternativas y extremas la perspectiva del populismo de izquierda y las estrategias de ruptura democrática, que irían desplegándose junto con el apoyo a protestas de todo tipo, incluidas las violentas del malestar en la cultura.
Al medio, entre las demandas por una reconfiguración autoritaria del orden y las propuestas de ruptura populista con el orden capitalista neoliberal, se mueven —con todas las contradicciones manifestadas en estos días— las fuerzas políticas del campo democrático, en un arco que va desde los partidos oficialistas que apoyan al gobierno hasta los partidos de la ex-Nueva Mayoría, ex-Concertación.
En la mirada presente, este campo —debilitado y fracturado, envuelto en las luchas tradicionales en torno al eje derecha/izquierda y con múltiples disenciones y matices en cada una de las fuerzas en pugna— representa el inestable sustento de la perspectiva democrática-liberal con sus ideales reformistas, pluralistas, ya bien de conservación soft del orden o de transformación soft de la sociedad. Por el momento constituye, a pesar de su debilidad y con sus tensiones, el eslabón más fuerte de este campo, tironeado desde ambos extremos por alternativas contrapuestas, anti liberales y no-democráticas las dos.
En perspectiva futura, este campo se percibe agotado en cuanto a sus energías de renovación, con élites generacionales de edad avanzada, sin liderazgos nuevos visibles, envuelto en una dinámica global declinante, con escasa proyección hacia los sectores emergentes, sin sensibilidad fina hacia los peligros del retroceso democrático en curso, y con organismos partidarios puestos ante la necesidad de tener que competir y enfrentarse entre sí —por la propia lógica democrática que encarnan— descuidando mientras tanto sus flancos.
En suma, de cara al futuro, parece razonable sostener que el campo democrático-liberal aparece en retirada. Por el momento encuentra serias dificultades para sobreponerse a los escombros dejados tras de sí por las protestas violentas. Hacia adelante será desafiado por las demandas cada vez más intensas de asegurar, por el lado derecho, un ordenamiento autoritario de la sociedad y, por el lado izquierda, de impulsar su transformación radical-populista.
0 Comments