Desgraciadamente no es cierto.
La verdad es que incluso los estudiantes de los seis primeros deciles deben financiar de manera directa parte de su formación.
Basta revisar la evidencia en Chile y en los países OCDE para advertir que la duración de las carreras en promedio es de un 35% y 20% más que la nominal, respectivamente. El rango de variación para el exceso de duración de las carreras, para el año 2017, fue desde un 15% a un 50%. Así, para una carrera de 10 semestres en Chile, la duración efectiva es de más de 13. No obstante, la ley dispone el financiamiento nada más que para la duración nominal. En otras palabras, el bien llamado educación superior que se ofreció sin coste a los estudiantes de los seis primeros deciles se financia hoy solo parcialmente con cargo a rentas generales.
Una lectura apresurada parecería indicar que esa política es eficiente y es justa.
Desgraciadamente no es ni lo uno ni lo otro.
La universalización que experimenta el sistema plantea el desafío de graduar a una población estudiantil diversa, con capitales culturales muy disímiles y la mayor parte de ella proveniente de un sistema escolar deficitario cuya población, casi en un 40%, asiste al sector técnico-profesional. Esos hechos indican que el atraso en las carreras en la mayor parte de las universidades —especialmente regionales— no es función ni de la falta de propensión al logro de los estudiantes ni del diseño de los planes de estudio, sino de desventajas involuntarias. Poner de cargo de los estudiantes o de las instituciones ese costo ni agrega justicia a esa situación ni la corrige. Solo desfinanciará a esas universidades imponiendo un severo perjuicio al sistema de educación superior, arriesgando despilfarrar un activo importante de la cultura pública del país.
Por supuesto, la situación anterior varía de institución en institución y ello aconseja construir una solución que atienda las diferencias a la hora de abordar este problema.
Los planteles en los que no opera una alta selectividad en el ingreso —que son los que, en definitiva, acogen el talento que no contó con todas las oportunidades en la base de su educación, ya sea por factores de ingresos, geográficos u otros, y que influyen de manera decidida en el capital cultural— hacen esfuerzos por superar esas desventajas de quienes han puesto sus esperanzas en ellas. Sin embargo, no es correcto suponer que solo con sus fuerzas podrán remediarlas. En muchas universidades chilenas —entre las 40 que han adscrito a la gratuidad— cada semestre cursado y aprobado constituye una batalla en que se va venciendo la vulnerabilidad y en la que Chile avanza en calidad y equidad hacia un mejor desarrollo y mayores oportunidades. Aun en los mejores resultados, y esto muestra la índole del problema, el porcentaje de los estudiantes que se titulan en el tiempo ideal alcanza solamente a un 20% de ellos.
Por cierto, se deben cautelar las finanzas públicas y no generar un espacio que permita una duración indefinida de carreras. Pero esa cautela no debe impedir pensar imparcialmente una solución racional a este problema.
¿Cuál sería esa?
Se trata de generar un sistema tripartito de financiamiento (estudiantes, universidades y Estado), el cual considere en un plazo determinado una disminución progresiva en los aportes públicos para el financiamiento del período que se juzgue excesivo en la duración de la carrera. Ese aporte y el ritmo de la disminución debería determinarse por carreras, según parámetros concretos entre OCDE y la realidad chilena. Ello permitiría establecer una meta tendiente a mejorar los estándares del sistema de educación superior chileno. Los parámetros a considerar para la distribución de los aportes, entre otros, pueden ser selectividad de las instituciones, la vulnerabilidad de los estudiantes y la ubicación geográfica de los planteles. Ellos podrían conducir, desde luego, a resultados diversos para cada institución; pero la imparcialidad obligaría a aceptar esas diferencias. En términos transitorios, para estudiantes de las universidades del CRUCh incorporados antes de la entrada en vigencia de la nueva ley, se podría autorizar el uso de aportes del fondo solidario de crédito universitario, FSCU, y créditos para los restantes, idealmente de características similares al FSCU.
No se nos escapa que resulta muy difícil resolver un problema como este sin incurrir en demandas parciales, que atiendan nada más que a los intereses de las instituciones; pero creemos que esas ideas (que hemos cuidado no favorezcan a las instituciones que representamos) pueden ser un buen punto de partida para deliberar en torno a este problema discutiendo criterios y principios y, hasta donde eso es posible, sin atender a demandas puramente corporativas.
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