Opinión pública y élite mediática
José Joaquín Brunner, 24 de julio de 2019
Un nuevo sujeto político -la opinión pública móvil, fluctuante y continuamente presente- reemplaza a los tradicionales -como las clases sociales, los votantes encuadrados ideológicamente, las clientelas electorales de los partidos-, transformándose en la esfinge de las sociedades posmodernas. Un enigma que contiene el futuro y al cual, por lo mismo, todos rinden tributo, buscan interpretar, anticipar, descifrar e influir.
Los diarios de los días sábado y domingo, y lo mismo ocurre cada semana, incitan a reflexionar sobre el estado de nuestro espacio público, entendido como aquel donde se razona y conversa sobre asuntos que interesan en común a todos los habitantes de la polis. Por ejemplo, el último fin de semana, temas como el mal comportamiento de Essal en Osorno, la crisis migratoria en nuestra frontera norte, las negociaciones legislativas de la DC con el gobierno, diversos hechos de violencia, intendentes que desean ser elegidos gobernadores, problemas en la Corte de Apelaciones de Rancagua, desvinculación de casi 80 trabajadores del Teatro Municipal, discusión de la ley Uber, huelga de profesores, oposición comunista al informe de violación de los DDHH en Venezuela y así por delante.
Espacio público
La deliberación propiamente -o sea, la conversación pública- se lleva a cabo en primera instancia a través de un intercambio de opiniones expresadas en columnas de opinión, entrevistas, cartas a los respectivos directores de medios escritos y comentarios editoriales de los propios periódicos. El fin de semana contabilicé cerca de 100 publicaciones de este tipo en la prensa de la Región Metropolitana, repartidas en páginas de opinión, información nacional, economía, política, sociedad civil y cuerpos especiales de reportaje. A esto súmense las entradas similares que —en número algo inferior— aparecen en medios digitales y la blogósfera esos mismos días.
La variedad de temas abordados en esta conversación a múltiples voces muestra una agenda ampliamente diversificada, en torno a cuyos asuntos se razona públicamente, frente a cada uno, con una pluralidad de opiniones, puntos de vista, críticas e interrogantes. No hay una sola conversación, unitaria y compacta, sino una multiplicidad relativamente fragmentada de tópicos y voces que fluyen en distintas direcciones.
Tal es la esfera pública de la polis contemporánea; su ágora, al menos de la Región Metropolitana. Allí convergen, en este verdadero “mercado de ideas”, el conjunto de productores de enunciados, los intermediarios y consumidores de este tipo de locuciones.
Productores
Los productores se componen de varios anillos concéntricos. En el centro, un núcleo relativamente estable; digamos, aquellos miembros que integran la elite de esta esfera comunicacional pública: ‘columnistas’ influyentes, el alto clero del periodismo de opinión, expertos analistas, una falange de académicos y tecnopols, funcionarios superiores del Estado, voceros temáticos especializados y personeros de organizaciones de la sociedad civil con acceso regular a los media. En torno a este núcleo, integrado por no más de cien personas probablemente, se articulan sucesivos anillos de agentes emisores que participan —con intensidad decreciente u ocasionalmente— en el moldeamiento de la opinión pública: profesionales destacados, exautoridades, escritores y artistas con voz pública, líderes temáticos, etc.
Los integrantes del núcleo —más hombres que mujeres, de edad promedio en torno a 50 o más años calculo yo, representativos de una pluralidad amplia de voces, sobre todo si se incluyen los medios digitales— disponen de la mayor cantidad de capital comunicacional dentro del espacio público. Aparecen, pues, en la cúspide de una jerarquía, revestidos del mayor prestigio dentro de su espacio. Son los voceros no-elegidos —pero dotados de carisma, de un aura especial— de la opinión pública que ayudan a construir, cultivan, interpretan e invocan como fuente de su propia legitimidad. Son la capa superior orientadora de este gran fenómeno contemporáneo que son las muchedumbres, las corrientes de opinión, las audiencias masivas, los públicos consumidores de información, datos, voces persuasivas, escándalos, “vida social” en su acepción posmoderna, o sea, como espectáculo. Son los trabajadores de la conciencia colectiva, así como los sacerdotes antiguamente y luego los psicoanalistas fueron los trabajadores de la conciencia individual.
Bourdieu, el más potente sociólogo francés del siglo XX, hablaba con cierto desprecio —típico de los “grandes intelectuales”, los maîtres à penser— de esos personajes a los que denominaba doxósofos. Como explicó una vez: “Todo mi trabajo [se dirige] contra quienes yo llamo los ‘doxósofos’; es un nombre que he tomado prestado a Platón, […] doxasignifica opinión, creencia, pero también representación, apariencia, falsa apariencia, etc., y sofos es aquel que conoce. […] Los doxósofos son a un tiempo los sabios de la apariencia y los sabios aparentes […]. Para mí, los que se dedican a producir encuestas, por ejemplo, vienen a ser el equivalente actual de los sofistas, es decir, gente a quien se da dinero (los sofistas cobraban, Sócrates, no), honores, lucro, lucro material, lucro simbólico, etc., para que produzca una semblanza falsa del mundo social que todos sus destinatarios reconocen en el fondo como falsa, pero que tiene para ellos una fuerza extraordinaria debido a que permite ocultar ciertas verdades sobre el mundo social” (Pierre Bourdieu, Roger Chartier, El sociólogo y el historiador. Abada, Madrid).
Igual como ocurre en otros campos, en el de la comunicación pública, el capital específico que movilizan los miembros de esa nobleza mediática se crea a partir de la combinación de redes en que ellos participan y la posición que ocupan en esas redes, del control que ejercen sobre recursos comunicacionales, del prestigio que ostentan, las competencias de desempeño que movilizan y la posesión de otras clases de capital, por ejemplo económico, o académico, o científico, o político, o de conexiones sociales, etc. Sobre todo, importan sus contactos, aunque sólo sean imaginarios o virtuales, con miembros pertenecientes a las demás élites de otros campos, sea por vínculos de afinidad o de contraste.
En el caso de Chile puede observarse además que una manera de rentabilizar el capital comunicacional por parte de los miembros de esta élite es participar simultáneamente en diversos medios, además de la prensa escrita y digital. Por ejemplo, varias figuras representativas participan protagónicamente en los diarios, pantallas de televisión, programas de opinión de radio y en las redes sociales, tejiendo de este modo plataformas más diversificadas para expresar su voz y ampliar los público y, de paso, acumular fuentes adicionales de ingreso y prestigio.
Públicos e intermediarios
Ahora bien, los públicos o audiencias, que en este espacio comunicacional se ubican del lado de la recepción activa de opiniones, información y mensajes provenientes de los productores/emisores, se segmentan en varios anillos según la intensidad decreciente de su involucramiento y de la atención prestada a los flujos de comunicación. Aquí importan pues las horas dedicadas al consumo de esos bienes simbólicos, el grado de compromiso con ese consumo, la disposición cognitiva y emocional frente a los mensajes recibidos, los niveles educacionales de los diferentes segmentos de la audiencia, el marco ideológico-interpretativo empleado por los miembros del público y su participación en redes de conversación donde circulan las opiniones y la información recibidas y se comparten, procesan interpretan, reelaboran.
Este público, muchedumbre, conjunto de consumidores simbólicos, son los nuevos ciudadanos de la democracia de masas posmoderna. Son ciudadanos 24/7, en la vigilia y sus sueños, frente a la TV o escuchando la radio, navegando por Internet, recibiendo mensajes e imágenes en sus dispositivos móviles, en el trabajo y camino a casa, en el hogar y el espacio público. Sus opiniones valen no solo a la hora de votar —como se decía en el siglo pasado—, sino continuamente, con cada encuesta donde se expresan y en cada grupo focal donde se manifiestan. El fenómeno contemporáneo de la opinión pública es seguramente la cuestión más esencial de la democracia como la conocemos hasta ahora. Significa el fin y la superación de dicotomías con las cuales hasta ahora interpretamos y hacemos sentido de nuestro mundo social y político, como: ciudadano/consumidor, público/privado, izquierda/derecha; mientras otras dicotomías subsisten y adquieren nuevas connotaciones, como: élites/masas o emisores/receptores.
Por último, en la triada comunicacional que venimos observando, junto a productores o emisores y a consumidores o receptores activos, intervienen además agentes y dispositivos de intermediación comunicacional: personas que, situadas más cerca de uno u otro de ambos lados del espacio público, actúan como porteros o guardianes (gatekeepers) de los flujos comunicativos; algoritmos, motores de búsqueda, canales digitales y redes sociales que condicionan, ordenan, modifican y manipulan el acceso y la distribución de información y mensajes digitales; empresas y agencias públicas que financian plataformas de medios y su operación cotidiana y poseen la capacidad de intervenir directa o indirectamente en su orientación y distribución; agencias informativas, además de otras organizaciones repartidas entre ambos lados de la comunicación que actúan como facilitadores, aceleradores, distribuidores, reorientadores y manipuladores, en general, de esos flujos de sentidos que son el anima de la opinión pública vinculando la opiniones individuales a las cambiantes mareas de la conciencia colectiva.
Hipótesis
Una primera hipótesis que a esta altura resulta perfectamente plausible es que, con variaciones entre sociedades y sistemas políticos, este espacio público tridimensional de productores, públicos e intermediarios del que venimos hablando, dispone hoy, en sociedades organizadas democráticamente, de una influencia mayor que nunca antes. En parte esto se debe al debilitamiento de las agencias tradicionales de formación de opinión pública —familia, escuela, iglesias, partidos, sindicatos, etc.— pero, también, al potenciamiento del antiguo mundo de los media, hoy renovados, diversificados e interconectados en virtud de la revolución digital. Esta opinión pública 2.0, revitalizada desde dentro, como hemos visto, y convertida en el fiel de la balanza de las democracias contemporáneas, adquiere un grado hasta aquí desconocido de inestabilidad, volatilidad y contingencia, a la par que provoca una masiva redistribución de poderes.
A lo anterior cabe agregar una hipótesis adicional: que la influencia de este espacio público crece además por cambios ocurridos en la cultura de los públicos receptores y elaboradores de opinión pública. En efecto, tales públicos son ahora no sólo más escolarizados y poseen mayor acceso continuo a fuentes de información sino que, además, se han emancipado de las antiguas jerarquías del orden comunicacional y se han redesplegado horizontalmente en términos de muchedumbres y redes sociales, adquiriendo voz a través de las encuestas, los climas de opinión, las ondas y modas, las corrientes y sensibilidades, los malestares y demostraciones de indignación y protesta.
Al hilo de lo anterior, cabe enunciar una tercera hipótesis. Podría conjeturarse que la nueva y reforzada opinión pública 2.0, al convertirse progresivamente en el sujeto político emergente más importante en la actual etapa del desenvolvimiento democrático, se transforma también en el principal objeto de las disputas entre las élites tradicionales y nuevas, pero con ventaja para estas últimas.
De hecho, este nuevo sujeto político —la opinión pública movil, fluctuante y continuamente presente a través de las encuestas y de los medios de producción de opinión y opinología— reemplaza a los sujetos tradicionales como clases sociales, votantes encuadrados ideológicamente, clientelas electorales de los partidos, bloques politico-culturales, etc., transformándose en la esfinge de las sociedades posmodernas. Un enigma que contiene el futuro y al cual, por lo mismo, todos rinden tributo, buscan interpretar, anticipar, descifrar e influir.
Representa a aquel (mayoritario) porcentaje de la población que no declara preferencias ideológicas, que no sabe o no responde, que oculta su orientación y frecuentemente no vota, que no milita, que “no conversa” en casa ni con amigos sobre tópicos políticos, que no es propiamente ni de derecha ni de izquierda, que se mueve en la zona liminar entre lo antiguamente considerado público y privado, etc.
Nobleza comunicacional
Por último, para terminar con esto, una cuarta hipótesis que vuelve a conectarnos con el comienzo de estas reflexiones.
Si bien el nuevo sujeto político no tiene un partido ni representantes ni una organización, ni locales físicos, ni funcionarios, posee una superestructura que la alimenta y la orienta, la excita y luego la calma, y la mantiene activa con los cambios permanentes del ciclo noticioso. Puede vérsela en operaciones a cualquiera hora del día, pero de manera especialmente notoria —desplegando toda la artillería de su soft power— los días sábado y domingo de cada semana.
Es la nueva nobleza del poder comunicacional; los principales doxósofos, opinólogos, talking heads; una intelectualidad de nuevo cuño que tiene a su disposición pantallas y micrófonos y espacios en las páginas de los diarios. Ante ella concurren los poderes menguantes —clase política, intelectuales tradicionales, alto clero religioso, jefes gremiales, apellidos encumbrados, presidentes de colegios profesionales, cineastas y artistas de renombre, líderes sindicales, directores de empresas, parlamentarios desde la UDI al Frente Amplio— para rendir cuenta, someterse a evaluación, explicarse, pedir perdón por sus errores, justificar sus decisiones, testimoniar su honradez y, finalmente, agradecer la invitación a un espacio que ya no les pertenece para ponerse en contacto directo con la opinión pública a la que se deben
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