Ni heroísmo ni santidad
En la columna anterior describí el proceso que condujo a la situación límite por la que atraviesa el Instituto Nacional. De dicho análisis se desprenden acciones preventivas. Desgraciadamente, en este caso llegamos tarde. O sea, el germen de la violencia y la destrucción invadió todo el sistema. Entonces, ¿cómo podríamos curarlo? Si fuera un individuo, ¿cómo generar en él un cambio psíquico que destierre la idealización de la violencia? Al cambio psíquico a nivel grupal se lo denomina cambio cultural, y, por lo tanto, ¿cómo conducimos el cambio psíquico de los actores del Instituto Nacional para conseguir cambiar la cultura de la violencia por una cultura del diálogo?
Los seres humanos siempre hemos concebido un relato moral que encauce las pulsiones primitivas —en especial la violencia, el sexo y la adicción— y así creamos cultura. Y tras la moral subyacen los valores. Por decenas de miles de años lo hicimos en torno al héroe basado en el ejemplo de las grandes epopeyas que se difundían por vía oral y más tarde por la escritura. Durante mil quinientos años, en la búsqueda de un camino de santidad basado en el cumplimiento del dato revelado. A partir del Renacimiento, en la consecución del bienestar propio, que culmina a fines del siglo pasado en el concepto de bienestar emocional y satisfacción con la vida; o sea, felicidad.
Los primeros dos referentes están caducos. Plantearles hoy a los jóvenes que deben desterrar la violencia porque está reñida con el heroísmo, la dignidad y el honor les resulta incomprensible. Y menos les importa aún que esté en contradicción con el evangelio.
En cambio, señalarles de manera bien fundamentada cómo la violencia afecta la posibilidad de construir una identidad personal atractiva, un funcionamiento mental saludable, eficiente y creativo, en definitiva, un estado de bienestar emocional y satisfacción con la vida, es algo que sí están dispuestos a escuchar. Soy director de una fundación que educa en el control de los impulsos, agresivo, sexual y adictivo, y estos últimos 15 años he viajado a lo largo de Chile asesorando establecimientos educacionales, y mi experiencia con alumnos y profesores me confirma lo anterior.
Una propuesta moral acorde a los tiempos no puede ser impositiva; debe ser persuasiva, con valores subyacentes atractivos y que hagan sentido, construida desde la forma de pensar de la cultura del siglo XXI; vale decir, desde un fundamento antropológico que considere lo bío-psico-social. Este camino nos conduce inexorablemente al horizonte de la felicidad. Esto me llevó a escribir el libro “Felicidad sólida”, una propuesta que puede ser la base del desarrollo de una moral que ayude a encauzar el desborde pulsional que está afectando gravemente la sociedad actual y en especial a los jóvenes.
Definido el marco valórico, su implementación requiere al menos las siguientes condiciones:
Que sea aplicable a los tres actores del conflicto: alumnos, padres y profesores.
Implementada con la metodología psicopedagógica adecuada (haciendo experiencia), y dirigida especialmente al grupo receptivo: el sector intermedio de la pirámide agresiva.
Debe ser conducida por un liderazgo lúcido y con grupos de trabajo a la altura del desafío, sin vacilar en la toma de medidas disciplinarias estrictas. La violencia es una conducta cuya inadmisibilidad es consensuada universalmente. Para contribuir a los procesos identificatorios sanos en el período de la adolescencia, las conductas inadmisibles deben ser rechazadas de manera categórica y sin titubeos. La indiferencia, la conducta complaciente o ambigua es interpretada por el adolescente como de aceptación.
Acá un punto clave. Los adolescentes están en el sano proceso de separación de las figuras parentales para construir su propia identidad, y, por lo tanto, proclives a interpretar los límites de la disciplina como intentos de sometimiento e imposición autoritaria: “Usan la disciplina y la fuerza para deshacerse del problema, porque no están dispuestos a hacer el trabajo que significa comprendernos y educarnos”, lo cual provoca resentimiento justamente en el grupo en que nos interesa generar cambio psíquico para llegar al cambio cultural deseado. Este resentimiento desaparece cuando perciben la preocupación afectuosa que se expresa en una propuesta moral atractiva y en su implementación real, por costosa que sea.
Lo que sucede en este liceo de excelencia es dramático, porque el enfermo ya está en la UTI y no siempre sobrevive. Empeora su pronóstico la confusión en el liderazgo y en los grupos de trabajo, que en su desesperación oscilan entre la permisividad y las reacciones autoritarias de última hora. La falta de recursos para implementar las medidas anteriormente descritas de manera real y eficiente debilitan las intervenciones. Y como los cambios culturales además de ser caros son lentos, se requieren capacidades negativas: tolerancia a la frustración —las cosas no resultan como se esperaba—, a la incertidumbre —el éxito no lo tengo asegurado— y a la culpa —los errores no me pueden paralizar—, tres cualidades que escasean en nuestra cultura cortoplacista, en la que abundan los liderazgos apremiados por el éxito y la espectacularidad.
Por eso, intervengamos los establecimientos educacionales cuando presenten los primeros síntomas, y no esperemos a que su estado sea como el del Instituto Nacional, de pronóstico
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Veinte mamelucos blancos-
Ricardo Capponi, El Mercurio, 10 de julio de 2019
Nos reclaman que nos hemos ocupado fehacientemente de su rendimiento académico —para que entren a la mejor universidad, tengan los mejores puestos, obtengan poder y dinero, y conduzcan así los destinos del país—, pero que los hemos abandonado en la formación de su vida emocional y afectiva. Este caos desenfrenado es un grito desesperado desde su misma carencia, la de una emoción desbordada, desquiciada y al servicio de la autodestrucción, que como adultos no hemos sido capaces de educar.
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El Mercurio
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