Ni heroísmo ni santidad
Julio 24, 2019

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En la columna anterior describí el proceso que condujo a la situación límite por la que atraviesa el Instituto Nacional. De dicho análisis se desprenden acciones preventivas. Desgraciadamente, en este caso llegamos tarde. O sea, el germen de la violencia y la destrucción invadió todo el sistema. Entonces, ¿cómo podríamos curarlo? Si fuera un individuo, ¿cómo generar en él un cambio psíquico que destierre la idealización de la violencia? Al cambio psíquico a nivel grupal se lo denomina cambio cultural, y, por lo tanto, ¿cómo conducimos el cambio psíquico de los actores del Instituto Nacional para conseguir cambiar la cultura de la violencia por una cultura del diálogo?

Los seres humanos siempre hemos concebido un relato moral que encauce las pulsiones primitivas —en especial la violencia, el sexo y la adicción— y así creamos cultura. Y tras la moral subyacen los valores. Por decenas de miles de años lo hicimos en torno al héroe basado en el ejemplo de las grandes epopeyas que se difundían por vía oral y más tarde por la escritura. Durante mil quinientos años, en la búsqueda de un camino de santidad basado en el cumplimiento del dato revelado. A partir del Renacimiento, en la consecución del bienestar propio, que culmina a fines del siglo pasado en el concepto de bienestar emocional y satisfacción con la vida; o sea, felicidad.

Los primeros dos referentes están caducos. Plantearles hoy a los jóvenes que deben desterrar la violencia porque está reñida con el heroísmo, la dignidad y el honor les resulta incomprensible. Y menos les importa aún que esté en contradicción con el evangelio.

En cambio, señalarles de manera bien fundamentada cómo la violencia afecta la posibilidad de construir una identidad personal atractiva, un funcionamiento mental saludable, eficiente y creativo, en definitiva, un estado de bienestar emocional y satisfacción con la vida, es algo que sí están dispuestos a escuchar. Soy director de una fundación que educa en el control de los impulsos, agresivo, sexual y adictivo, y estos últimos 15 años he viajado a lo largo de Chile asesorando establecimientos educacionales, y mi experiencia con alumnos y profesores me confirma lo anterior.

Una propuesta moral acorde a los tiempos no puede ser impositiva; debe ser persuasiva, con valores subyacentes atractivos y que hagan sentido, construida desde la forma de pensar de la cultura del siglo XXI; vale decir, desde un fundamento antropológico que considere lo bío-psico-social. Este camino nos conduce inexorablemente al horizonte de la felicidad. Esto me llevó a escribir el libro “Felicidad sólida”, una propuesta que puede ser la base del desarrollo de una moral que ayude a encauzar el desborde pulsional que está afectando gravemente la sociedad actual y en especial a los jóvenes.

Definido el marco valórico, su implementación requiere al menos las siguientes condiciones:

Que sea aplicable a los tres actores del conflicto: alumnos, padres y profesores.

Implementada con la metodología psicopedagógica adecuada (haciendo experiencia), y dirigida especialmente al grupo receptivo: el sector intermedio de la pirámide agresiva.

Debe ser conducida por un liderazgo lúcido y con grupos de trabajo a la altura del desafío, sin vacilar en la toma de medidas disciplinarias estrictas. La violencia es una conducta cuya inadmisibilidad es consensuada universalmente. Para contribuir a los procesos identificatorios sanos en el período de la adolescencia, las conductas inadmisibles deben ser rechazadas de manera categórica y sin titubeos. La indiferencia, la conducta complaciente o ambigua es interpretada por el adolescente como de aceptación.

Acá un punto clave. Los adolescentes están en el sano proceso de separación de las figuras parentales para construir su propia identidad, y, por lo tanto, proclives a interpretar los límites de la disciplina como intentos de sometimiento e imposición autoritaria: “Usan la disciplina y la fuerza para deshacerse del problema, porque no están dispuestos a hacer el trabajo que significa comprendernos y educarnos”, lo cual provoca resentimiento justamente en el grupo en que nos interesa generar cambio psíquico para llegar al cambio cultural deseado. Este resentimiento desaparece cuando perciben la preocupación afectuosa que se expresa en una propuesta moral atractiva y en su implementación real, por costosa que sea.

Lo que sucede en este liceo de excelencia es dramático, porque el enfermo ya está en la UTI y no siempre sobrevive. Empeora su pronóstico la confusión en el liderazgo y en los grupos de trabajo, que en su desesperación oscilan entre la permisividad y las reacciones autoritarias de última hora. La falta de recursos para implementar las medidas anteriormente descritas de manera real y eficiente debilitan las intervenciones. Y como los cambios culturales además de ser caros son lentos, se requieren capacidades negativas: tolerancia a la frustración —las cosas no resultan como se esperaba—, a la incertidumbre —el éxito no lo tengo asegurado— y a la culpa —los errores no me pueden paralizar—, tres cualidades que escasean en nuestra cultura cortoplacista, en la que abundan los liderazgos apremiados por el éxito y la espectacularidad.

Por eso, intervengamos los establecimientos educacionales cuando presenten los primeros síntomas, y no esperemos a que su estado sea como el del Instituto Nacional, de pronóstico

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Veinte mamelucos blancos-

Ricardo Capponi, El Mercurio, 10 de julio de 2019

Cuando el alcalde Felipe Alessandri declara que no puede permitir que 20 a 30 extremistas impidan que toda una comunidad que quiere estudiar no lo pueda hacer, demuestra una total incomprensión de la catástrofe que se está viviendo al interior de su liceo. Creer que una institución del calado del Instituto Nacional ha llegado a este nivel de desestructuración por la acción violenta de una veintena de sujetos que controlarían una organización de más de diez mil personas —incluidos padres, apoderados y profesores—, es de una ingenuidad abismante; un error de diagnóstico que también han cometido todos los sostenedores y directores que han debido enfrentar este problema.
La agresión es un instinto que viene marcado en nuestros genes, irrumpe desde la biología y ha sido fundamental para la subsistencia de la especie. La heredamos en su forma bruta, impulsiva y violenta, al servicio de la defensa y del ataque, y debemos formarla a partir de la infancia.
Cuando la agresión no se educa, se transforma fácilmente en violencia, y de ser un instrumento afiliado como un bisturí para extraer de un sujeto el absceso que lo enferma, se convierte en un cuchillo asesino. Con el agravante de que el ejercicio de la agresión impulsiva y de descarga produce placer y adquiere carácter adictivo; placer narcisista de triunfo al vencer, y goce sádico al ver derrotado al contrincante.
El moldeamiento de la pulsión agresiva se da al interior de la familia, pero cada vez existe más evidencia de la importancia de adiestrarla al interior de los establecimientos educacionales. Cuando no hay conducción educativa de este instinto básico, los niños y adolescentes tienden a idealizar a quien lo ejerce con más violencia, como si fuera el más valiente, el más fuerte, el más bacán del grupo. No son capaces de ver que estos compañeros tienen un funcionamiento mental deficitario: sus niveles de autocontrol son bajos —componente esencial de la inteligencia emocional—, su tendencia a gozar con la destrucción es alta y su percepción de la realidad es ramplona: los obstáculos se remueven por medio de la fuerza. Bajo estas condiciones, los compañeros más cautos y sensibles, al ver la realidad en su verdadera complejidad, se dan cuenta de que la violencia no es la solución apropiada. Sin embargo, se inhiben e implícitamente se coluden. Como no hay nada más doloroso para la mente que exiliarse del grupo, se dejan arrastrar por esta idealización infantil del bacán violento.
De esta manera se va estableciendo al interior de la institución una cultura donde la violencia pasa a ser una forma natural, e incluso sobrevalorada, de resolver los problemas. Y así lo confiesan dos tercios de los alumnos del Instituto Nacional. En este proceso, la violencia va logrando sustentación: se configura una pirámide desde cuya base los niveles de brutalidad aumentan en forma progresiva hasta llegar a la cúspide de esos 20 a 30 alumnos con mamelucos blancos.
Este escenario, además, moviliza la fascinación en un grupo de padres y profesores que, por diversas razones, han acariciado siempre la violencia como una forma de resolver los conflictos, muchas veces reforzada por una ideología ad hoc, partidos políticos que los respaldan, los financian y los azuzan en este camino. Esto conduce a que en estos adultos se produzca el mismo efecto piramidal que he descrito: en el vértice se sitúan los más radicales, capaces de agredir violentamente a los profesores y directores, y hacia abajo están los que, al no ser capaces de denunciar en forma categórica el clima de violencia y destrucción al interior de la organización, se coluden implícitamente con este proceso devastador.
Cuesta entender que algunas de las mentes más brillantes de nuestro país se vean cooptadas por los efectos destructivos de la violencia. Pero cuando se deteriora una institución tan valiosa es porque algo está podrido, y el mal olor no proviene de una degradación de las capacidades intelectuales de los jóvenes —que en sus discursos siguen mostrando su capacidad intelectual—, sino de su descomposición emocional. La agresión permea toda nuestra sociedad. Si no somos capaces de formar a nuestros hijos desde la infancia hasta la adultez joven en lo que hoy en día llamamos inteligencia emocional, vamos a hacer agua no solo en el impulso agresivo, sino también en la promiscuidad derivada del mal manejo de la pulsión sexual y en las adicciones derivadas del impulso adictivo.
El Instituto Nacional es el paradigma de la incapacidad de enfrentar el desafío esencial que le pone la sociedad a la educación del siglo XXI: el desarrollo de las capacidades emocionales, para poder neutralizar los efectos tóxicos propios de la sociedad de la abundancia, que nos incita al desborde emocional. Tal vez esta falencia se ha manifestado en la institución educadora más brillante del país, porque desde su sensibilidad y talento estos alumnos se han hecho eco de una carencia fundamental.

Nos reclaman que nos hemos ocupado fehacientemente de su rendimiento académico —para que entren a la mejor universidad, tengan los mejores puestos, obtengan poder y dinero, y conduzcan así los destinos del país—, pero que los hemos abandonado en la formación de su vida emocional y afectiva. Este caos desenfrenado es un grito desesperado desde su misma carencia, la de una emoción desbordada, desquiciada y al servicio de la autodestrucción, que como adultos no hemos sido capaces de educar.

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