Carlos Peña, 07072019
El dataísmo, como lo llamó David Brooks, designa dos cosas al mismo tiempo. Por una parte, la increíble capacidad hoy disponible para reunir y procesar datos; de otra parte, la convicción ideológica de que ese fenómeno, conforme se expanda, hará la vida humana mejor.
Pienso que ambas afirmaciones que la filosofía del dato esconde son erróneas.
Desde luego, reunir y procesar datos sirve para predecir comportamientos, hábitos de consumo e incluso trazar perfiles genéticos; pero hay algo que ni siquiera la reunión más fantástica de datos imaginable podría hacer: tener intenciones o capacidad reflexiva. Así, los datos permitirían saber en sentido causal (¿cómo llegó a ocurrir tal o cual cosa?), pero son y serán siempre ciegos para saber en sentido intencional (¿por qué ocurrió tal o cual cosa?). Los datos pueden describir lo que hacen los partícipes de un juego; pero no captarán el sentido de jugar. Y es que lo que llamamos cultura (que casi se identifica con lo que llamaríamos humano) no puede ser explicado en términos puramente causales. Por eso desde antiguo las ciencias sociales o las humanidades han buscado metodologías comprensivas, esfuerzos por captar o aprehender la intencionalidad que subyace a cualquier esfuerzo humano. En suma, el dataísmo en su dimensión tecnológica —la capacidad de reunir y procesar datos— podrá aligerar la vida y predecir comportamientos rutinarios; pero no agregará un ápice a esa dimensión de lo humano consistente en ejecutar actos con propósitos y conferirles un sentido.
Pero el dataísmo no solo deja escapar la intencionalidad. Tampoco hará la vida mejor.
Por supuesto, la hará mejor en sentido puramente utilitario (las empresas dirigirán sus ofertas con más eficiencia, el comportamiento de individuos agregados se podrá predecir, la congestión en las ciudades administrar, etcétera); pero no la hará mejor en sentido moral.
Por el contrario, la filosofía del dataísmo arriesga un daño moral.
Ocurre que la cultura democrática descansa sobre una imagen del ser humano como un agente de su propio quehacer, alguien que está constituido por un magnífico factor de incertidumbre al que llamamos libertad. La idea de responsabilidad, la creencia de que hay cosas que acontecen porque son causadas por nuestra decisión; la de dignidad, que reposa en la convicción de que cada uno es único e irrepetible; la de inviolabilidad, conforme a la cual ningún ser humano puede ser usado como medio, son todas ideas que reposan sobre la imagen de lo humano como una mezcla de destino y desempeño en proporciones que ignoramos. Si comenzamos a ver al ser humano como el fruto de una causalidad que los datos permiten describir, todos esos bienes morales se vendrán poco a poco al suelo. Después de todo, si supiéramos (o creyéramos saber) que hay algunos entre nosotros condenados ex ante a ser un fracaso, si de pronto creyéramos que nuestro comportamiento es totalmente predecible, si nos dejáramos seducir por la idea de que los algoritmos describen lo humano, entonces todos nuestros ideales morales, la igualdad y la libertad, serían simples fantasías, cuentos contados por un idiota.
El dataísmo, en su dimensión filosófica, la creencia de que la acumulación de datos nos hará mejores, es así una simple reedición de lo que pudiéramos llamar la superstición tecnológica, la idea de que si reunimos suficientes datos el secreto de lo humano acabará; la idea, en fin, de que si ponemos a un simio a teclear una computadora durante un tiempo suficientemente largo, podría acabar escribiendo “El Quijote” o “La crítica de la razón pura”.
Carlos Peña es filósofo, rector de la UDP; su libro más reciente es “El tiempo de la memoria” (Taurus
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