El panorama de la educación superior (ES) en América Latina es inquietante. Brasil y México se hallan bajo presión de populismos de diferente signo con sus universidades desestabilizadas, reducción del financiamiento estatal, particularmente en investigación, y sometidas a políticas equivocadas. En Brasil, el gobierno Bolsonaro presiona contra la autonomía de las instituciones y en México una administración demagógica esgrime ideas ilusorias, como crear 100 nuevas casas de estudios superiores.
En Argentina las universidades corren la suerte de una economía fiscal trastocada; en Venezuela se hallan abatidas por el desorden inflacionario y la presión política del chavismo. Ecuador, tras un boom del gasto universitario en tiempos de la administración Correa, ahora vuelve a la amarga realidad y las universidades deben ajustarse a la baja. Colombia y Perú han progresado desordenadamente, con una explosiva expansión de la matrícula, pero no han logrado consolidar aún una institucionalidad de apoyo, supervisión, control y fomento.
Bolivia y Paraguay poseen sistemas débiles; aquel con ardorosos componentes de politización y este, con fenómenos corrosivos de corrupción.
En Centroamérica, con la excepción de Costa Rica y Panamá, los sistemas universitarios viven en constante estado de emergencia, en condiciones de agitación, pobreza, precariedad de sus infraestructuras, falta de personal académico y nulo desarrollo de la investigación. Cuba, que con orgullo exhibía algunos avances en ciertas disciplinas aplicadas, ahora, en la etapa posfidelista, y haciendo virtud de la necesidad, muestra una institucionalidad universitaria pesada, rígida, con escasa autonomía y un futuro incierto.
En medio de este cuadro desolador, el sistema universitario chileno mantiene, en comparación regional, una base relativamente sólida, construida durante un cuarto de siglo, a partir de 1990.
El reciente ranking latinoamericano del Times Higher Education, prestigiosa revista británica, realza la performance chilena. No solo la PUC encabeza el listado regional sino que, además, 30 universidades chilenas se ubican dentro de las 150 mejores universidades del continente, muy por encima de la proporción de los demás países en relación con el tamaño de su población. Brasil, con una población 10 veces mayor, no alcanza a doblar el número de universidades chilenas de calidad regional; Colombia le sigue con 22, México con 21, Argentina con 7, Ecuador con 6 y Perú con 5.
Según la revista, Chile es hoy el punto alto de la región. La producción científica de la academia chilena destaca por su crecimiento, a pesar de la reducida inversión, y por su favorable impacto, el mayor en Latinoamérica.
Nuestra plataforma institucional se ha ido consolidando también: de las 30 universidades chilenas top, 12 corresponden a universidades estatales, 10 a universidades privadas sin subsidio institucional y 8 a universidades privadas con subsidio institucional del fisco.
Naturalmente, la mayor parte de la producción científica y la enseñanza de doctorado se concentra en las universidades apoyadas por el Estado. Sin embargo, hay un grupo significativo de universidades privadas nuevas que con el esfuerzo de sus comunidades han creado sus propias capacidades humanas y materiales para la producción de valiosos bienes públicos.
Con todo lo positivo que tiene el cuadro nacional, abundan sin embargo señales de alarma.
Algunas vienen de atrás: fragilidad de algunas instituciones universitarias que probablemente no podrán subsistir; altas tasas de deserción; currículos abultados; programas con escasa sintonía laboral; defectuosa formación general de los estudiantes; subfinanciación de la investigación; escasa innovación docente; gobiernos universitarios sujetos a vetos internos que les impiden liderar los cambios requeridos.
Otras apuntan hacia el futuro: parálisis de la gobernanza del sistema debido a la falta de visión y compromiso del Gobierno; entrampamiento legislativo por bloqueo mutuo entre oficialismo y oposición; incierto horizonte regulatorio y financiero que dificulta a las universidades planificar estratégicamente su futuro. Falta pues visión de mediano plazo, voluntad de conducir y capacidad de diálogo y decisión.
En suma, un sistema que venía expandiéndose dinámica y positivamente comienza a detenerse poco a poco, pierde ritmo, se burocratiza, su gobernanza decae y los recursos se adelgazan, todo lo cual repercute negativamente en el desempeño, la calidad y los resultados institucionales.
Casi sin darnos cuenta —por ceguera política y resistencias ideológicas—, estamos ante el riesgo de estancarnos y comenzar a retroceder tras 25 años constructivos que estuvieron acompañados de visibles efectos positivos.
No vaya a ser que el país entero, en variados campos de actividad, esté encaminándose en esa misma dirección. De ser así, los focos educacionales de la nación —uno de los cuales está extinguiéndose ante nosotros, el Instituto Nacional, podrían comenzar a apagarse poco a poco, inevitablemente.
Un sistema que venía expandiéndose dinámica y positivamente comienza a detenerse poco a poco, pierde ritmo, se burocratiza, su gobernanza decae y los recursos se adelgazan, todo lo cual repercute negativamente en el desempeño, la calidad y los resultados institucionales.
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