El privilegio de la locura
“Lo que ocurre en el Instituto Nacional quizá sea el síntoma de algo más grave: la ignorancia del carácter de institución de la escuela, la negativa a aceptar que la educación requiere ciertas prácticas de autoridad y que nadie se educa desde su propia voluntad”.
Es difícil exagerar la gravedad de lo que está ocurriendo en el Instituto Nacional. El problema ya no es su pérdida de calidad educativa (lo que después de todo tiene remedio), sino el extravío de su carácter de institución (que, si se pierde, puede ser para siempre).
Si ese carácter desaparece, si afloja su fisonomía, entonces la educación en ella ya no será posible.
Una institución —una escuela, un liceo, un colegio— es, ante todo, un conjunto de roles y de reglas, de organización del tiempo y del espacio, que permite que sus integrantes alcancen los objetivos que declara. Por eso una institución supone, inevitablemente, una represión de la subjetividad, de los propios impulsos. Por definición, una institución es, en algún sentido, represiva: exige a sus miembros domeñar sus pulsiones espontáneas.
Tratándose de la educación escolar, ese es un aspecto fundamental.
Los adolescentes viven demandados por impulsos a veces contradictorios que riñen entre sí, y están en un momento de la vida en que descubren el pensamiento abstracto, esa notable capacidad que les permitirá comenzar a asomarse críticamente al mundo que les entregan los más viejos. Esta mezcla de impulsos difíciles de controlar, por una parte, y de ánimo crítico que es consecuencia de la abstracción de que comienzan a ser capaces, por la otra, es la que configura la difícil situación de la escuela en un sentido amplio.
Esa particular situación que la configura exige de la escuela, del colegio, del liceo, un especial cuidado de las reglas y los roles, puesto que ellos son los que enseñan a las personas que allí se están formando a controlarse a sí mismas, que es la única forma de que en el futuro (aunque cueste entenderlo) sean genuinamente libres y dueños de sí mismos. Y es que el individuo humano es libre no sólo cuando puede vivir sin injerencias no consentidas, sino también cuando es capaz de interponer entre sus impulsos y la conducta un momento reflexivo, de hacerse la pregunta de si lo que quiere hacer (golpear, consumir, o lo que fuera) es correcto que lo haga. En esa sutil distancia entre los impulsos y la acción, en el hecho de que esos dos extremos pueden estar mediados por la reflexión, radica lo más propio de la condición humana según una larga tradición que comienza en Aristóteles y se extiende hasta Kant (por eso este último definió la libertad como el valor de servirse de la propia razón, lo que, salta a la vista, es distinto de hacer lo que al sujeto le plazca). El sentido de las reglas y los roles (que parecen mera burocracia y simple control) es justamente hacer posible que esa capacidad reflexiva aparezca.
Kant lo dijo de manera inmejorable: el hombre es el único animal que necesita un maestro. Y es que, sin él, entregado desde temprano a sí mismo, nunca llega a ser genuinamente libre.
Ahora bien, lo que se constata al observar lo que ocurre en el Instituto Nacional —alumnos irrumpiendo en la sala, amedrentamiento a profesores, bombas molotov— no es, entonces, la mera comisión de delitos o de faltas, simples extravíos adolescentes o excesos ideológicos. El problema es que, cuando eso ocurre de una forma tan reiterada, es el fracaso de la institución como sistema de reglas, de roles y de límites lo que se está insinuando.
Y si eso ocurre, la educación —entendida como la adquisición de esa capacidad reflexiva— ya no será simplemente posible.
¿Cómo se pudo llegar a esa situación que, de algún modo, prefigura o reitera la que de hace algunos años a esta fecha ha ocurrido en otros establecimientos?
Una pista para averiguarlo tal vez se encuentra en la concepción de la escuela que revelan dos medidas recientes. De una parte, entregar a la decisión de los alumnos de si la escuela debe ser mixta o no y, de otra parte, entregar a la voluntad de quien se educa la decisión de qué ramos cursar. Ambas revelan la idea de que la escuela es una comunidad autogestionada, donde quien se educa decide cómo debe ser educado.
No es muy difícil ver en lo anterior algo que es muy difícil conciliar con el carácter de institución que la escuela reclama. Una vez que usted dijo a los alumnos que eran miembros de una comunidad de iguales y que su voluntad pesa incluso a la hora de decidir qué estudiar, ¿cómo los convence más tarde de que la escuela, el colegio, el liceo, son instituciones donde la subjetividad de sus miembros no tiene la última palabra? ¿Cómo llevar adelante eso de que el individuo humano es el único animal que necesita un maestro?
Por supuesto que la idea de una comunidad educativa y la idea de currículo electivo son, en abstracto, en cuanto ideas o ideales, muy valiosas. La pregunta es si, dado el contexto de la sociedad chilena, produce efectos valiosos.
Es posible conjeturar que no.
Quizá la reflexión educativa en Chile haya cometido un error que comenzó en la política, se mostró en los diálogos constitucionales, y se reveló en los debates acerca del lucro hasta expandirse más tarde en todos los sitios, consistente en algo que pudiera llamarse la “falacia abstractiva”: concebir la tarea educativa con total prescindencia de los procesos más globales en que se inserta, el entorno de la escuela, el barrio, la familia, la estructura social, la estratificación.
Algo así como homenajear las ideas, pero olvidar la realidad.
Como para recordar algo que observó Hegel. El hombre, dijo, es el único capaz de abstracciones y, por eso, el único que tiene el privilegio de la locura.
0 Comments