Es urgente encontrar un nuevo equilibrio entre autonomía escolar y el entramado burocrático inherente al Estado contemporáneo. Habrá que seguir de cerca la implementación de las medidas propuestas por la comisión experta en el informe de “Todos al Aula”.
Se ha dado a conocer el informe de la comisión experta convocada por el Gobierno para echar a andar la iniciativa “Todos al Aula”. Esta busca reducir la presión administrativa y regulatoria sobre las escuelas, de manera que sus docentes, equipos directivos y sostenedores puedan dedicar su tiempo y energía al aprendizaje de los estudiantes y a mejorar la calidad de la educación.
Efectivamente, tras varios años de intensa actividad legislativa y administrativa -múltiples leyes, reglamentos, órdenes e instrucciones ministeriales y de agencias públicas ligadas al sistema escolar-, se ha acumulado una tupida malla de controles que amenazan con asfixiar a los colegios. El temor de Max Weber, de que la vida social pudiera quedar atrapada en una jaula de hierro, parece aplicarse justificadamente a nuestras escuelas.
Según el informe comentado, ellas se hallan reguladas por 18 leyes, 7 decretos con fuerza de ley, 60 decretos y reglamentos y 4 circulares. Este voluminoso cuerpo normativo da origen a, aproximadamente, 2.300 obligaciones, cuyo cumplimiento es fiscalizado por la Superintendencia de Educación. Es lo más parecido al infierno burocrático de Kafka, propenso a situaciones absurdas y al exceso de reglas.
Agréguese a esto que los actores del sistema escolar deben interactuar diariamente con un conjunto desarticulado de instituciones, entidades y organizaciones que les reclaman un interminable listado de planes, manuales, medios de verificación y oficios, burocratizando los procesos de gestión y los mecanismos de accountability hasta extremos pasmosos. No debe sorprender, por consiguiente, que alrededor de un 70% de los directores declare destinar entre un 40% y un 80% de su tiempo a ejecutar estas exigencias. Menos todavía si se considera que más de la mitad de las escuelas son pequeñas unidades, con 150 alumnos o menos, y carecen, por lo mismo, de las capacidades administrativas para sobrellevar la presión a que se hallan sujetas.
Probablemente, una de las razones del estancamiento de nuestra educación reside en esta presión asfixiante, que consume la jornada de los directivos y, a veces, obstaculiza el trabajo docente.
Sin embargo, lo peor del exceso burocrático pasa desapercibido. Consiste en la dependencia inducida de los colegios y la consiguiente dificultad que enfrentan para crecer con autonomía. Es decir, sobre la base de sus capacidades internas, autoconfianza y manejo de los propios medios, asumiendo responsabilidad sobre los resultados obtenidos.
Nuestros colegios viven así en el peor de los mundos posibles. Por un lado, deben satisfacer expectativas cada vez más altas; son examinados continuamente y se espera que actúen como instituciones adultas, adaptándose a un entorno cambiante y, a veces, turbulento. Al mismo tiempo, por otro lado, se los envuelve en una tupida y densa malla de controles que los infantilizan, inmovilizan y convierten, en general, en dependencias administrativas que se espera sigan -hasta en los asuntos más triviales- un curso perfecta y minuciosamente detallado.
Es urgente encontrar un nuevo equilibrio entre autonomía escolar y el entramado burocrático inherente al Estado contemporáneo. La autonomía debería incrementarse progresivamente apoyada sobre el poder y las capacidades profesionales del personal directivo y docente. El aparataje burocrático debería reducirse y concentrarse en lo esencial, disminuyendo el poder y las regulaciones administrativas que ahogan en vez de incentivar la autonomía profesional.
No se desea debilitar o eliminar la autoridad burocrática, lo que solo llevaría a una suerte de anarquía, donde todo vale, o a la ilusión de que el mercado educativo es capaz -por sí solo- de producir una perfecta armonía. Una y otra solución pertenecen al reino de la quimera.
Lo que se necesita es desarrollar las capacidades organizacionales y directivas de los colegios al tiempo que se extiende su libertad de acción y misión. Asimismo, concentrar las funciones burocráticas en las tareas de macroconducción del sistema, fomento y apoyo a la profesionalización de las escuelas, evaluación de su desempeño, mayor accountability social y en el financiamiento requerido para alcanzar metas más exigentes de calidad, equidad y servicio a la comunidad.
Las propuestas contenidas en el informe apuntan en esa dirección. Persiguen racionalizar y ordenar la acción ministerial; reorientar la función del aseguramiento de calidad hacia un mayor apoyo a los colegios; reconocer la diversidad y especificidades de estos; utilizar los medios tecnológicos para simplificar los procesos administrativos, y, sobre todo, fortalecer y enriquecer las funciones directivas.
En este último punto reside la clave de un nuevo equilibrio entre autonomía y regulaciones. Si aquella o estas se descompensa, ya sea a favor de una ausencia total de marco de público o a favor de un control completo de los centros educativos, el sistema se desarma o ahoga. Por el contrario, una autonomía efectiva supone no solo desenmarañar, recortar y alivianar la pesada y excesiva carga administrativa que presiona sobre las escuelas, sino, a la vez, fortalecer y renovar la función directiva y el liderazgo pedagógico en las escuelas, requisito esencial para su buen desempeño y una mejora de los resultados del aprendizaje.
Habrá pues que seguir de cerca la implementación de las medidas propuestas por la comisión experta para ver si de verdad se reducen y simplifican las regulaciones, aumenta el apoyo a los colegios y se continúa fortaleciendo sus capacidades directivas y de gestión pedagógica.
0 Comments