El futuro de nuestras universidades
“El país necesita aprender de la historia cómo los centros de estudios crean, mantienen e incrementan sus capacidades adaptativas, y usar esa comprensión para superar el pesimismo nostálgico que rodea a las universidades chilenas”.
Ya a fines del siglo XIV, el historiador francés Le Goff observa el surgimiento de una oligarquía universitaria y también se habla de una crisis de los valores institucionales. Hay corrupción y abuso económico de los estudiantes. Al llegar al poder, la Revolución Francesa cerró las universidades, considerándolas un inútil vestigio del pasado. Dos décadas más tarde, Wilhelm von Humboldt y su grupo de intelectuales neohumanistas, desilusionados del estado lamentable de las universidades alemanas, titubean respecto de cómo nombrar a la institución de altos estudios que Federico Guillermo III funda en Berlín el año 1810. En efecto, el término ‘universidad’ se había convertido allí en sinónimo de decadencia, atraso, estrechez mental, escolasticismo teológico, oscurantismo frente a las nuevas ciencias y profesiones.
Más recientemente, en 1997, el famoso gurú del management, Peter Drucker, pronosticó en la revista Forbes que dentro de 30 años, los campus de las grandes universidades se habrían convertido en reliquias. “Las universidades no sobrevivirán”, anunció.
Hoy, el fantasma que inquieta a la academia adopta la forma de una pregunta: ¿terminará internet por reemplazar a las universidades? Una respuesta aventurera es que próximamente no habrá en el mundo más de 100 universidades “de clase mundial” dedicadas a proveer enseñanza en línea con alcance global.
Este temor se confunde con otro, que percibe el fin de la universidad tal como fue imaginada por la conciencia moderna; como un lugar apartado del comercio y los ruidos de la calle, dedicado al cultivo del espíritu y la sabiduría. Cuando se habla de la “universidad en ruinas” se dice que ha sido condenada al capitalismo académico y perdido su alma.
Por el contrario, pienso que si la universidad ha sobrevivido a los cambios de época y civilizaciones, expandiéndose además en todas las direcciones imaginables, es porque sus capacidades de adaptación -de su propia idea y organización, de su esencia y forma- han resultado inagotables y altamente dinámicas.
A lo largo de las últimas décadas, las universidades han utilizado esas capacidades para diferenciarse y ofrecer acceso masivo a la población; diversificar los programas y métodos docentes; inventar nuevos modos y prácticas de producción y comunicación del conocimiento; ensayar hibridaciones interdisciplinarias; crear vínculos con el sector productivo; participar en procesos de internacionalización; racionalizar sus propias formas de gobierno y gestión; salir a levantar recursos adicionales en los mercados, y para competir por estudiantes, académicos y prestigios.
Chile es un buen ejemplo de esas mismas percepciones contrastantes.
La visión pesimista, nostálgica ante todo, se proclama heredera de tradiciones progresistas, aunque resulta profundamente conservadora. Cree que lo más valioso de nuestra educación superior murió en 1973. Y a su alrededor observa un panorama desolador: ruina del concepto académico de lo público, macdonalización de la universidad, desbarajuste del sistema, exceso de estudiantes, banalización de las credenciales, pérdida de calidad intelectual, precarización de los docentes, desvanecimiento del bien público, hegemonía privada, comercialización de los saberes y así por delante.
Por el contrario, quienes apreciamos la asombrosa capacidad adaptativa de las universidades percibimos signos de cambio y experimentación y un sistema dotado de un gran dinamismo. Vemos una enérgica expansión de oportunidades educacionales; un serio esfuerzo por invertir recursos públicos y privados en la educación superior; la emergencia de un subsector de formación técnico-profesional; más programas de doctorado y doctores que nunca antes; una comunidad científica vibrante y productiva, pero subfinanciada; una mayoría de universidades comprometidas con el bien público, acreditadas, flexibles frente a los requerimientos de la sociedad, con algunos notables desarrollos a nivel de regiones. En suma, un régimen mixto -público-privado de provisión y financiamiento- que muestra resiliencia y capacidad adaptativa en parecidas proporciones.
¿Significa todo esto que no hay problemas ni amenazas que precaver?
No es así. La trayectoria recorrida desde 1990 muestra numerosas fallas de política pública, regulaciones tardías, diseños mal concebidos, efectos imprevistos, externalidades negativas. La historia enseña que períodos de alto dinamismo vienen acompañados de variados costos. Solo el estancamiento se percibe sin riesgos aparentes, hasta que sobreviene el colapso. Y las amenazas están a la vista. La base de financiamiento del sistema se ha desestabilizado; la legislación recién aprobada es rígida y en exceso burocrática; la gobernanza es débil y fragmentada; la inversión en I+D a todas luces, insuficiente; los intereses corporativos se han endurecido, y la competencia por ventajas materiales y simbólicas entre diversos grupos de universidades se ha intensificado.
En breve, necesitamos aprender de la historia larga cómo las universidades crean, mantienen e incrementan sus capacidades adaptativas. Enseguida, debemos usar esa comprensión para superar el pesimismo nostálgico que rodea a las universidades chilenas. Solo así podremos recuperar el dinamismo de nuestra educación superior, de manera que continúe moviéndose en consonancia con las transformaciones del entorno.
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