Educación e ideal humano
“Hoy podemos ver a nuestro alrededor cuán difícil se ha vuelto la acción educadora, atrapada entre su servicio al homo faber y la rápida erosión de su base cultural de sustento”.
Solemos pensar que la educación tiene, ante todo, valor económico. Así se repite en textos académicos, gubernamentales y de organismos internacionales. Allí leemos que prepara para desempeñar roles ocupacionales. Asimismo, para elevar la productividad individual, de las empresas y las naciones. Además, medimos estos aspectos: contribución de la educación al crecimiento, premio salarial que genera, tasa de retorno privado del capital humano y sus beneficios sociales.
Efectivamente, la economía proporciona el lenguaje con el cual hablamos de educación. Acostumbrados al utilitarismo de nuestra época, nos parece normal. Resulta natural ligar educación con homo faber ; el hombre que fabrica, transforma su circunstancia, construye edificios y crea tecnologías Y para quien el saber cómo ( knowhow ) es más importante que saber por qué y para qué.
Todo esto se sitúa en las antípodas del pensamiento educacional clásico, aquel que el humanista alemán Werner Jaeger estudió en su famosa obra Paideia, la Formación de la Humanidad Griega. Ahí, en el origen de la cultura occidental, la educación emerge como una cuestión de comunidad y cultura, de normas y valores, de virtudes y comportamientos éticos, de la polis y la poesía, de los ideales humanos y el destino de los dioses. El término economía prácticamente no aparece allí.
Al contrario, la preocupación es cómo la cultura transmite el sentido de la vida en comunidad. Según sostiene este autor, la educación “es el producto de la conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana, lo mismo si se trata de la familia, de una clase social o de una profesión, que de una asociación más amplia, como una estirpe o un Estado”.
En verdad, la cultura así entendida constituye propiamente el centro de la educación en todas las épocas. Cuando ese centro no se sostiene, las cosas se desparraman y la vida en sociedad se torna hostil y difícil. Jaeger mismo es consciente de la complejidad de este asunto. Dice por ahí: “De la disolución y la destrucción de las normas resulta la debilidad, la falta de seguridad y aun la imposibilidad absoluta de toda acción educadora”. Sin embargo, agrega, la estabilidad por sí sola “no es signo seguro de salud. Reina también en los estados de rigidez senil, en los días postreros de una cultura”. Sin orden no hay sentido; pero el exceso de orden puede ahogarlo también.
A nuestro alrededor vemos cuán difícil se ha vuelto la acción educadora, atrapada entre su servicio al homo faber y la rápida erosión de su base cultural de sustento. No puede estabilizar su propio sentido en el seno de la sociedad, a la par de ir quedándose sin sentidos normativos que transmitir.
Quizás por eso la educación decide volcarse a su misión práctico-utilitaria; la de enseñar a conocer, mediante el procesamiento de un flujo cada día mayor de información, y la de enseñar a hacer, de manera de influir sobre el propio entorno. Pero estos son solo dos pilares prácticos de la educación; aquellos, por lo demás, que próximamente podrían ser operados mediante dispositivos de inteligencia artificial.
Faltan, en cambio, otros dos pilares, más fundamentales hoy que nunca antes: aprender a convivir y aprender a ser.
Estos dos pilares nos llevan de regreso a la tradición de la Paideia griega, que ahora debe ponerse al día haciéndose cargo de la vorágine de la modernidad. Basta observar lo que sucede en torno nuestro.
Constatamos que educar para convivir resulta una tarea enormemente compleja en medio de la individuación de las comunidades, las brechas de clase y riqueza, el arribo de inmigrantes, las reivindicaciones étnicas, las rupturas generacionales y de género, los nuevos sectarismos, las funas en redes sociales, el pluralismo de valores y las luchas por la memoria colectiva. Es más fácil vivir contra otros que aprender a vivir con ellos.
Y qué decir de las dificultades de enseñar y aprender a ser, en un momento en que la cultura “no significa ya un alto concepto de valor, un ideal consciente”, según dice Jaeger, igual como la educación dejó de expresar una formación “de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser”. Hemos ingresado a la época del posthumanismo, donde el hombre y la mujer podrían desaparecer como en el límite del mar un rostro de arena, según la hermosa expresión de Foucault. Este es el tiempo de la levedad del ser, del que no sabemos hacia dónde nos conduce.
En particular, la idea de un deber ser, de que existen responsabilidades con los principios formativos de nuestra propia humanidad -trátese del reconocimiento de la igual dignidad de todos, del cuidado en común del ecosistema o de la preservación de la sociabilidad en la polis- parece estar siendo empujada fuera de la esfera educacional contemporánea. No sabemos qué hacer con la filosofía y la educación cívica en el currículo; cómo hablar de virtudes sin aparecer anacrónicos; dónde reencontrar la legitimidad perdida de la autoridad docente; cuánta libertad y orden cultivar en la sala de clases, cómo transmitir -en frase de Kundera- que nada hay más pesado que la compasión, ni siquiera el propio dolor.
Qué duda cabe: estamos ante una encrucijada de la educación. No son consideraciones utilitarias las que nos conducirán hacia el futuro. Al contrario, debemos examinar las tradiciones y los ideales de la educación, renovar sus pilares fundamentales y proyectar su forma hacia el tiempo que viene.
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