¿Por qué las tomas?
“Esparcir ideales universalistas, ese cemento de la sociedad -en vez de soplar el fuego de la identidad- es lo que hace falta hoy. En la derecha y en la izquierda. Ideales universalistas compatibles con la creciente autonomía”.
Una de las enseñanzas de las ciencias sociales es que la verdad de las interacciones humanas no se encuentra en la superficie, en la forma en que ellas aparecen ante nosotros, sino que ella está en su subsuelo, alojada debajo de la superficie.
Por eso Marx dice que así como no se juzga a un individuo por lo que él piensa de sí mismo, tampoco se pueden juzgar las transformaciones sociales por la conciencia que los actores tienen de ellas.
Si se aplica ese sencillo principio metodológico (que también subrayaba Hegel) para comprender las tomas, los paros y las movilizaciones que han tenido agobiado al sistema educativo, hay que abandonar los motivos que sus actores, o actrices, esgrimen, para indagar, en cambio, por los factores que, incluso ajenos a su conciencia, las producen.
Lo que interesa comprender es esa pulsión violenta que cataliza variados y sucesivos temas: antes la gratuidad, hoy los reclamos feministas, mañana la protección de la naturaleza.
¿Cuál es su fuente?
Ante todo, hay un hecho material.
Todo está lleno
Lo que primero salta a la vista como hecho, por decirlo así, material, es la definitiva masificación del sistema educativo y universitario. Entre el año 2007 y el año 2018, la matrícula total de educación superior prácticamente se ha duplicado. El resultado es que en cada institución se entrecruzan hoy trayectorias vitales muy diversas, provistas de memorias y expectativas muy distintas. La sociedad entera está hoy en las aulas. El ethos universitario -la existencia de pautas de conducta más o menos compartidas que contenían la subjetividad- se ha hecho así más difícil de establecer. Cuando aumenta el volumen, enseñaba Durkheim a inicios del siglo pasado, los vínculos sustantivos, las pautas de comportamiento se adelgazan.
A ese panorama -una cultura universitaria inevitablemente débil por el solo aumento del volumen- se suma una experiencia vital que si bien es atractiva, también puede ser desoladora: la individuación.
Todos están solos
La individuación es una experiencia propia de la modernidad. Consiste en que cada persona principia a ser comprendida e identificada no por el lugar que posee en la estructura social (esa trama invisible de roles y poderes), sino por su proyecto de vida, por la biografía, por decirlo así, que ella lanza al futuro. Cada vida entregada a sí misma.
Parece fácil, pero no lo es.
Porque ocurre que en el quehacer de inventarse a sí mismo, cada uno requiere contar con patrones, grupos de referencia que lo orienten. Y hoy día casi no existen. La Iglesia, la familia, los partidos se han debilitado hasta la exageración. Solo quedan a los jóvenes los grupos de referencia (esos con los que se compara) y ocurre que ellos hoy son múltiples, huidizos, frágiles y apenas existen en forma de redes sociales con identidades simuladas. Hoy día, los jóvenes están más bien expuestos a una especie de saturación de redes y contactos fugaces y frágiles, que en lugar de pertenencia causan ansiedad.
Los jóvenes están condenados a inventarse y en esa tarea están más o menos solos.
Todos anhelan la experiencia cohesiva
Junto a lo anterior (y para aminorar esa sensación de soledad) se busca una experiencia comunitaria, se anhela de cohesión social, el abrigo del grupo, la supresión de la individualidad en la asamblea. Las tomas y los paros son casi siempre no solo una forma de protesta, sino también una forma de experiencia comunitaria, un momento de cohesión y de intimidad ampliada entre sus partícipes que así, por momentos, sienten que no están solos, lanzados sin apoyo alguno a la búsqueda de sí mismos. Esto explicaría que muchas veces las tomas no tienen por objeto promover una demanda, sino elaborar una. Y esto explicaría por qué los jóvenes se coalicionan tan rápido y tan fácil. No es la convicción ideológica la que los mueve; es la búsqueda de abrigo.
Todos quieren ser jóvenes
Todas las sociedades son un equilibrio entre generaciones encontradas. Los más jóvenes empujan, los más viejos contienen y orientan. Pero a veces ese equilibrio se rompe. Ocurrió el 68, ocurre ahora. Raymond Aron dijo que las revueltas del 68 tenían algo patético. Consistían en que todos querían ser jóvenes, los profesores y las profesoras por momentos, relata Aron, parecieron creer que la edad y la madurez, con su carga de responsabilidades y deberes, era un espejismo que la movilización y el aparente entusiasmo juvenil podía esfumar. Ese espectáculo de personas maduras buscando el inútil reverdecimiento, tiende a agravar el problema, porque la contención desaparece y se extiende el prejuicio de que los jóvenes son una fuente de propósitos nobles, incapaces de objetivos malos o torpes, lo que, obviamente, es un error.
Todos piensan su subjetividad como la razón última
Y en fin, se encuentra el espejismo de la libertad, concebida como ausencia de reglas, como imperio de la simple subjetividad. Esta forma de concebir la libertad no solo alimenta la rivalidad con cualquier forma institucional (y se expresa como reclamo más o menos carnavalesco), sino que corroe las bases del diálogo intelectual. El diálogo intelectual supone que los partícipes apelan a razones cuyo valor se juzga independientemente de la subjetividad y sobre la base de hechos o reglas lógicas de consistencia, etcétera. Pero hoy, los jóvenes tienden a argüir la propia subjetividad como la fuente de valor de lo que afirman, como si basta que alguien afirme algo para que sea correcto o verdadero. Y se piensa así que la tolerancia no consiste en aceptar la expresión, sino en tener su contenido como bueno o correcto por el solo hecho de que alguien la profiera.
¿Qué hacer? El papel de la política
Basta reparar en esos factores que configuran la cultura juvenil de hoy para darse cuenta de que el fenómeno no se aminorará por la simple vía de atender las demandas que se esgrimen. Los temores que causa la individuación, el anhelo de cohesión, la beatificación de la juventud, etcétera, no se curan por la simple vía de atender petitorios.
Quizá sea mejor recuperar las viejas lecciones, las lecciones de los clásicos.
Todos los clásicos del diecinueve llamaron la atención acerca del hecho de que las personas (y las sociedades) requieren una cierta contención del deseo y del impulso. Ese era el papel (se lee en Comte o Toynbee o Spengler) que cumplían las creencias colectivas, las ideologías: la idea de que las sociedades son una empresa común.
Esa convicción se ve desmedrada por las políticas de la identidad, la idea de que el yo y los intereses del grupo al que se pertenece (el género, la orientación sexual, la etnia, los estilos de vida, incluso la edad) son el criterio último de valor, un criterio que derrota cualquier otra pretensión. Y el problema es que esa política no se dirige a todos, sino a grupos específicos que entran en conflicto con la totalidad. Pero ese tipo de política es el que se esgrime para apagar las demandas estudiantiles (se ensalza su juventud, el género, el estilo de vida, etc.). Es un error. Y es que a medida que la política de la identidad se expande y se acepta, la conflictividad y el malestar crecen. Cada grupo específico que logra sus intereses surge como obstáculo para otro grupo distinto. El fenómeno (como advierten M. Lilla y Hobsbawm) ha ido poco a poco debilitando las fuentes que hacen posible la realización efectiva de los propios ideales liberales. El liberalismo y el socialismo (también el feminismo bien entendido) son universalistas, no particularistas, reivindican una identidad común para todos, un universal concreto (la nación, la clase) que oriente la vida y apague la anomia. Pero hoy todos alientan el particularismo.
Esparcir ideales universalistas, ese cemento de la sociedad -en vez de soplar el fuego de la identidad- es lo que hace falta hoy. En la derecha y en la izquierda. Ideales universalistas compatibles con la creciente autonomía.
Esa es la tarea de la política en tiempos de modernización.
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