Ernesto Treviño, Director Centro UC para la Transformación Educativa. Investigador del Centro de Estudios Avanzados sobre Justicia Educacional, CJE
Esta columna fue escrita junto a Andrés Bernasconi, Alejandro Carrasco, Alejandra Caqueo y Marigen Narea.
En la edición del 5 de mayo de la Revista Paula, se incluyó un reportaje sobre los procesos de selección que niños y niñas de tres años deben enfrentar para ingresar a colegios particulares pagados. El reportaje mostró que niños pequeños son expuestos a “asuntos de adultos”, similares a las entrevistas de trabajo, o exámenes de ingreso a la educación superior. ¿Es una realidad extendida? ¿Son prácticas “educacionales” necesarias? ¿Se justifica la alarma pública que el reportaje ha generado? ¿Qué explica que las familias de estratos altos se sometan y acepten estas prácticas? ¿Y la Ley de Inclusión del pasado gobierno no reguló estas prácticas de modo de proteger a niños y familias?
La investigación sobre elección de escuela en los grupos altos es acotada pero convergente en señalar que las familias enfrentan un proceso complejo y asimétrico donde los colegios fijan las reglas y tienen el poder de decisión sobre el acceso. Por su parte las familias asocian fuertemente el proyecto y trayectoria de vida de sus hijos al tipo de establecimiento escolar donde se educan. Los aspectos en que las familias se fijan al elegir colegio son multifactoriales, muchas veces más relacionados a comunidades socioculturales de pertenencia que a proyectos pedagógicos particulares. El resultado es una ‘complicidad mutua’ entre colegios y familias, reñido con un principio elemental de justicia educativa, al configurar las trayectorias educativas de los niños en base a aspectos arbitrarios y extremadamente tempranos de sus vidas, indagados y detectados con “pinzas” en los procesos de selección por parte de los colegios.
La pregunta es si ese “complicidad” vale la pena al evaluar sus consecuencias sobre el bienestar del niño, pero también de la familia. Pues este arreglo entre familias y colegios deriva en procesos de elección de alta incertidumbre, ansiedad, exposición y en algunas circunstancias, cuestionamiento a los valores familiares, a sus prácticas de crianza y a las características de los hijos sometidos a procesos de admisión excluyentes.
Sin embargo, ante el supuesto de que la elección de colegio define la trayectoria de vida de nuestros hijos sabemos que los colegios particulares en Chile presentan una efectividad limitada al no agregar todo el valor que podrían en términos socioemocionales, cognitivos y académicos. Los colegios seleccionan a los niños “más preparados”, con menos dificultades, que viven diariamente en ambientes que estimulan el aprendizaje, y que cuentan con múltiples recursos que expanden sus posibilidades de florecer académica y socialmente. Pruebas internacionales como PISA nos informan que nuestros colegios particulares no lo están haciendo del todo bien, en tanto los estudiantes chilenos de clase alta obtienen resultados muy inferiores a sus pares de países OCDE, incluso por debajo de estudiantes de estratos medios-bajos en aquellos países.
Si bien el alto precio de los colegios pagados ya impone una altísima barrera de entrada para las familias chilenas promedio, el control discrecional de sus procesos de admisión supone una total asimetría donde las familias están expuestas al modo en que los sostenedores o fundaciones decidan construir una determinada composición social y/o académica de estudiantes. Esto significa que los colegios pagados pueden decidir si otorgar o no un cupo invocando razones que están más allá del control de niños menores de 3 años (por ejemplo, su grado de desarrollo), cuestión que resulta injusta en cualquier sociedad avanzada pues, aun cuando no reciban fondos públicos, transgreden principios fundamentales de un orden democrático. A su vez, la desregulación con que goza el sector particular pagado resulta educacionalmente limitada (a quién se educa, es una decisión condicionada a las probabilidades de educabilidad) y también altamente ineficiente (las familias deben enfrentar varios procesos de admisión paralelos, descoordinados y con resultados inciertos entre sí, elevando una gama de costos de postulación).
Otro aspecto de máxima importancia que ha sido mencionado en el debate público es la capacidad predictiva, legitimidad y validez de los procesos selectivos empleados por los colegios. Dichos procesos han crecido en complejidad y demandan variados recursos profesionales de los colegios. Consisten muchas veces en entrevistas y cuestionarios a los padres (juntos o en salas separadas), así como en sesiones de juego con los niños para observar su capacidad cognitiva de adaptación a las demandas del aula así como la interacción con los pares (que demoran horas o incluso dos o tres días). Lo primero es de total injusticia puesto que los niños no controlan ni son responsables de los padres que tienen. Lo segundo es controversial puesto que el desarrollo cognitivo en los niños es un proceso gradual y creciente pero que no ocurre en cada humano en un momento exacto del tiempo como estas sesiones intentan capturar y suponen. Pero especialmente problemática es la validez de las pruebas aplicadas a niños al tratar de utilizar elementos de una evaluación “clínica” en un “contexto no clínico”. Si lo que se pretende medir es el desarrollo cognitivo y socio-emocional del niño o niña, este tipo de valoración va a estar expuesta a fluctuaciones que dependen de aspectos como la disposición anímica del niño, la capacidad de respuesta del evaluador, e incluso situaciones básicas como el sueño o hambre que pueda presentar en evaluaciones a primera hora del día. Por ejemplo, la prueba de la figura humana es una herramienta psicológica que debe ser aplicada por personas entrenadas, en un encuadre que otorgue las condiciones para dicha aplicación. En definitiva, los procedimientos de selección que emplean los colegios, exponen a niños de temprana edad a un juicio y examinación reñidos con el principio educacional más elemental, esto es, educar y formar en una gama de habilidades, a partir de las necesidades de cada cual, con total independencia de atributos previos y con máximo respeto de la dignidad humana.
La aparición en el debate público de esta realidad nos permite reflexionar acerca de qué “sistema educacional” estamos ofreciendo a las nuevas generaciones. La Ley de Inclusión aprobada en el gobierno anterior posee como uno de sus componentes la creación de un nuevo Sistema de Admisión para todos los colegios que reciben subvención del Estado. El Nuevo Sistema de Admisión, que pone fin a la selección, quita el poder de decisión a los colegios sobre la admisión de sus estudiantes. Funciona mediante una plataforma electrónica, usa un algoritmo para la asignación de cupos, diseñado para maximizar las preferencias de las familias y coordinar de modo inteligente la asignación de cupos entre colegios. La Ley obliga a los colegios a aceptar inmediatamente a todos los alumnos postulantes en caso que hayan cupos disponibles, y en caso de sobredemanda, el algoritmo asigna en base a criterios de priorización y residualmente con algún grado de aleatoriedad.
Sin embargo, los colegios particulares pagados han quedado fuera de este sistema de admisión, es decir, continúan conservando un poder total para organizar sus propios procesos de admisión y decidir a quiénes se les ofrecerá un cupo. Mientras el país implementa un nuevo sistema de admisión, para casi el 93% de la educación escolar, que introduce una noción de justicia al exigir a todos los establecimientos escolares que eduquen a todos los niños con independencia de sus condiciones previas, el mundo particular pagado ha quedado al margen. Y la pregunta que esto abre es por qué los niños y familias de estratos sociales altos han quedado de lado y expuestos a arbitrariedades como las que el reportaje mencionado develó.
En suma, por una parte, la sociedad chilena parece aceptar que en sus comunas de mayores ingresos opere un sistema escolar altamente segregado sin la existencia de ningún tipo de regulación para moderarla. No se trata de un sistema escolar que divide a los grupos medios y bajos, consiste también en uno donde sus elites se educan en marcadas condiciones de auto clausura, en base a diferencias religiosas, económicas o lingüísticas, que los procesos de admisión aseguran. Y por otra, estas prácticas dejan ver lo alejados que estamos como sociedad, incluso en los estratos altos, de una comprensión acerca de los procesos de desarrollo infantil necesarios para construir habilidades socioemocionales y académicas para el siglo 21, así como de los procesos para producir habilidades cívicas también claves para la vida de una comunidad política.
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